¿Existen alternativas a la racionalidad capitalista?. Crisóstomo Pizarro Contador
el propio mérito. “El liberalismo es en este sentido extremadamente orientado al presente”. “Los aristócratas, los mejores, son realmente, pueden ser realmente, aquellos que demuestren en el presente que ellos son los más competentes. Esto es expresado en el siglo veinte en el empleo de la meritocracia como la definición legitimante de la jerarquía social”26.
El Estado “democrático” sustentado por la ideología liberal no ha podido resistir a las continuas y crecientes demandas por la ampliación de los beneficios sociales y la extensión de la ciudadanía a nuevos grupos sociales. La respuesta a estas demandas ha sido el hoy criticado Estado de bienestar, cuyos resultados no han sido menores, aun cuando sólo han alcanzado a una minoría de los ciudadanos en los países centrales, la que se reduce más todavía en los países periféricos. La crisis del Estado se originaría en su incapacidad para seguir sosteniendo cambios incrementales en el bienestar de la población a costa de la creciente disminución de las ganancias de la empresa privada. Esto socavaría la misma racionalidad en que se sustenta la economía capitalista. “Los reclamos por una mayor democratización, por una mayor distribución del pastel político, económico y social, lejos de haberse agotado, son interminables, aun cuando se den sólo por la vía de incrementos graduales”. El proceso de democratización entra en tensión irresoluble con la “incesante acumulación de capital, que después de todo es la raison d’être de la economía-mundo capitalista. De manera que hay que poner un alto al proceso de democratización, y esto es difícil políticamente, o bien hay que mudarse a otro tipo de sistema con el fin de mantener las realidades jerárquicas no igualitarias”27.
Las concesiones otorgadas a los ciudadanos no fueron tan pequeñas, debido a “la transferencia de plusvalía de las zonas periféricas a las centrales”. Pero los derechos ciudadanos sólo fueron reconocidos a un reducido número de personas, negándose la esencia de la ideología liberal sobre la supuesta universalidad de los mismos. La idea de “pueblos bárbaros” y el recurso al “racismo” y al “sexismo” fueron muy útiles en la limitación de la noción de ciudadanía28.
Caída de la geocultura del liberalismo
En Europa, el liberalismo había triunfado desde las décadas anteriores a 1914 y se expandió al mundo desde 1945. En el siglo xix, el proyecto político del liberalismo para los países pertenecientes al centro de la economía-mundo capitalista estaba formado por tres programas de “reforma racional”: sufragio, Estado de bienestar e identidad nacional. La propagación de derechos humanos, de libertad y democracia fue parte del proceso de incorporación de las clases que representaban una amenaza al sistema. Esto no fue ajeno a la expansión económica ocurrida en el período correspondiente a “les treinte glorieuses”, que también alcanzó a la periferia del sistema económico mundial. Pero una mirada retrospectiva a los treinta años gloriosos nos enseña “una conspicua ausencia” de los derechos humanos en la agenda política, al parecer, por su potencial de amenaza a la “unidad nacional” durante el período de la Guerra Fría29.
Con respecto a los países periféricos, el principio de autodeterminación de los pueblos fue el equivalente de la idea de derechos humanos enarbolada en los países centrales. Este principio justificó las presiones de muchos países para lograr autonomía jurídica y dejar de ser colonias.
El año 1989 es ampliamente considerado como el de la derrota de la Unión Soviética en el período de la Guerra Fría. Wallerstein alega que “es más útil considerarlo el fin del período 1789-1989, esto es, del período del triunfo y colapso, el auge y eventual caída del “liberalismo centrista como ideología global, lo que llamo geocultura del sistema mundial moderno”30. Con este término, Wallerstein se refiere a las normas y a los modos del discurso ampliamente aceptados como legítimos dentro del sistema-mundo. Esta geocultura no surge automáticamente con el comienzo de un sistema-mundo, sino que se elabora con posterioridad, sirviendo de sustento ideológico al sistema económico y político.
Para Wallerstein, ninguna de las transformaciones habidas entre los siglos xviii y xx pueden ser calificadas como revoluciones, porque el sistema capitalista ha existido como sistema-mundo desde el siglo xvi; todos los Estados han sido (y son) capitalistas durante los últimos cinco siglos. No se puede decir que haya habido “socialismo en un solo país” o zonas (bloques) socialistas en la Unión Soviética, China, Cuba, Vietnam, Corea del Norte o Europa del Este. Lo que podemos reconocer son movimientos antisistémicos triunfantes, que terminaron integrándose al sistema, a pesar de sus intenciones. En estos casos no es posible reconocer transformaciones en las estructuras sociales de los Estados en los que supuestamente se habrían producido dichas revoluciones31.
Por esta misma razón, en Inglaterra no hubo Revolución Industrial, sino que un proceso de industrialización acelerada en la potencia que en ese momento era el virtual centro de la economía-mundo capitalista. Asimismo, la Revolución francesa no puede ser considerada como una revolución antifeudal. Ella es mejor entendida cuando se la concibe como el caso de la primera revolución antisistémica fallida. En este sentido, Wallerstein declara compartir el punto de vista adoptado por Tocqueville con respecto al impacto de la Revolución francesa.
Si uno comparara las llamadas Revoluciones francesa y rusa en un momento determinado, 20 años antes de la revolución y otros 20 años después de la fecha en que se considera que terminaron, no queda claro que los cambios que uno ve sean mayores que los encontrados en países comparables que no atravesaron por una supuesta revolución32.
La creación de la estructura de los Estados soberanos que operaban dentro de las restricciones de un sistema interestatal fue parte de la creación de la economía-mundo capitalista. Esos Estados nunca fueron entidades autónomas. Puede afirmarse que el sistema-mundo se caracteriza por su modo de producción, y este es un modo de producción capitalista que opera sobre la base de la acumulación incesante de capital a través de la mercantilización de todo. Independientemente de la forma que adopten los Estados, todos responden a la lógica sistémica, es decir, la incesante acumulación de capital. Las diferencias que puedan notarse en la evolución de los distintos Estados no cambian el hecho fundamental de que todos ellos son partes de la maquinaria de la economía-mundo capitalista.
Cuando hablamos de revolución es necesario tener en cuenta las diferencias entre la vida normal y continua de un sistema y sus momentos de transformación, esto es, su principio y su fin. Todos los acontecimientos llamados “revolucionarios” tuvieron lugar dentro de la vida normal y continúan siendo parte de la economía-mundo capitalista. Aun cuando esas revoluciones, como la francesa y la rusa, hayan representado desviaciones con respecto a los regímenes anteriores, los resultados obtenidos por ambas fueron relativamente pequeños. Los esfuerzos revolucionarios se enfrentan con la poderosa fuerza del sistema hasta el extremo en que sus portadores se ven obligados a comportarse de acuerdo a la racionalidad sistémica y, a la larga, terminan doblegando sus intenciones para ajustarse a la realidad.
Todo lo anterior no significa negar que las llamadas revoluciones de cualquier clase suelan deteriorarse por el ardiente combate a las transformaciones que ellas persiguen, así como por los conflictos entre quienes detentan el poder con respecto a las tácticas que deben observarse, o en rivalidades por conservar u obtener el poder y sus consecuentes beneficios y privilegios. “Las revoluciones comienzan a devorar a sus hijos, y a mostrar la fealdad de su rostro, y así empiezan a perder, en gran parte, el apoyo que se han ganado”33.
Wallerstein sostiene que aunque se admitan los estragos que las llamadas revoluciones hayan causado, la limitada participación popular e incumplimiento de las promesas por todas las razones descritas, aquellas que sobrevivieron sus fases iniciales siempre se alimentaron de la esperanza “que abrigan los seres humanos para sí y para sus hijos […] en que todo puede transformarse, y rápidamente, para el logro de una mayor igualdad y democratización”34. Por eso, los que albergan esas esperanzas no aceptan las críticas del pensamiento conservador a las revoluciones y las recomendaciones de prudencia derivadas de ellas, en cuanto a la necesidad de precipitar grandes transformaciones. “La paciencia que los pensadores conservadores aconsejan a los menos adinerados nunca ha sido adoptada en forma amplia, profunda o entusiasta”35.
La afirmación