Pensar en escuelas de pensamiento. Libardo Enrique Pérez Díaz
que subraya programas de investigación pensados más allá del universo de comportamientos, rutinas humanas, hábitos y costumbres sociales, académicas, institucionales, etc., bajo la impronta de “quienes quieren oír que son capaces de hacer algo distinto a esperar a ver lo que pasa” tendrían que buscarse los medios adecuados y los espacios correspondientes a la tarea de no dejarse arrastrar por el destino (cfr. Sloterdijk, 2012, p. 297).
Ya lo dijimos antes y aquí no hacemos más que precisar el asunto, según una única idea: los experimentadores se encargan de ver cómo se mueven a sí mismos, cómo se las ingenian para no ser arrastrados por el desplazamiento de las cosas. Las escuelas de pensamiento deben ser pensadas bajo la rúbrica de regímenes, programas de trabajo, actividades con destino en lo posible; esta presunción es la compañía necesaria de la afirmación de quien se abalanza a lo nuevo. ¿Pero qué habría de esperarse de tal actitud?, no sabemos. Hay que buscar el recurso de quien se asoma a la experimentación para efectuar sus propios caminos, ¡y ni siquiera imaginamos las posibilidades en esa dirección de búsqueda! ¿Qué medios, qué materiales, qué acervos. y qué usos, qué carisma, qué curso tendría a bien usar el experimentador?, ¿literatura?, ¿música?, ¿cine?, ¿filosofía?, ¿tal vez ciencia?, ¿quizá alguna técnica artesanal, algún artefacto tecnológico?, ¿se pondrán en juego comportamientos, actitudes, afectos?, ¿o reglas de acción, parámetros de conducta?, ¿en la experimentación habrá lugar para una extraña combinación de todo lo anterior?, nada de esto lo podemos saber de antemano. Valga decirlo de una vez: escuelas de pensamiento es una expresión que vincula a la experimentación de grupos e individuos al saber que trabajan intentando ver los modos de evitar la tendencia a encontrar atractiva la vida corriente e intentando valorar el precio que hay que pagar por una vida sujeta a las tensiones de lo posible (cfr. Sloterdijk, 2012, pp. 299-300).
Acontecimiento
Los grupos son sencillamente el resultado de eventos que se hacen problema para la vida. ¿Qué ha podido pasar para que estemos juntos?, la cuestión así planteada no debe olvidarse, pues indica que el encuentro en los grupos no tiene nada de espontáneo ni de atribuible tan solo a la buena voluntad de los acuerdos discutidos, el hecho de hacer juntos una asociación es importante por la cuestión de cómo responder y cultivar la capacidad de respuesta colectiva a problemas. Diríamos que esto es fundamental porque compromete el momento especial en que anidarse colectivamente liga al deseo de vivir y de acompañar las situaciones que nos fuerzan a responder. Por supuesto, existen muchas maneras de construir una relación con lo que sucede (tema de los repertorios en los movimientos sociales, cfr. Tilly, 2009), pero lo importante siempre es preguntarse: “¿qué está ocurriendo?”, “¿qué ha ocurrido?” y “¿cómo ser digno de lo que sucede?” (cfr. Vercauteren et al., 2010, pp. 39-46).
Experimentación
Las experimentaciones son invenciones de procedimientos forjados resueltamente para enfrentar reales problemas vividos. Esto es exigente: hábitos y costumbres se desgastan a fuerza de enfrentar eventos, situaciones y acontecimientos. La riqueza de los grupos depende, precisamente, de esa razón de su capacidad para hacerse complejos, soportar varios estados y asumir la tarea constante de ver cómo lidiar con las cosas que pasan.{29} Digamos que la diversidad no sería propia de una cultura llena de imágenes y representaciones simbólicas, sino de experimentaciones que reflejan la capacidad para producir ingenios estéticos, técnicos, intelectuales, narrativos, etc. Máquinas sociales, de las que nacen máquinas diversas también, dependen de lo que son capaces de hacer y de lo que inventan para llevarlo a cabo. Tema de experimentación:
No se da de una vez, sino que se ensaya, se retuerce, se despliega o se desecha en función de las necesidades. Ahora bien, “hacer un experimento” requiere de una preparación, que implica preguntarse cuáles son las condiciones necesarias que precisaremos. Se trata, asimismo, de estar atentos, de cultivar el estar al acecho, además de un territorio, un espacio por construir que esté en condiciones de acoger el experimento. (Vercauteren et al., 2010, pp. 47-52)
Grupos
Todo grupo tiene su armazón: son posiciones que adoptamos, roles y prerrogativas que asumimos, normas y prohibiciones que interiorizamos. En fin, son funcionamientos internos los que dictan quiénes somos y qué podemos hacer. Juntarse hace parte de todo eso, es decir, tiene que ver con la formalización de patrones dispuestos para promover conductas y actitudes o para constreñir gestos y pensamientos, etc. Claro que no es tema de la declaración de imperativos y normatividades, son las ambiciones colectivas las que intervienen a la hora de formalizar los roles de grupo y no la referencia a estatutos, etc. ¿Cuál es nuestra situación?, ¿cuál es el proyecto a inventar?, ¿qué recursos existen?, ¿qué hace falta para iniciar y hacernos sostenibles? Se pueden tener grupos constituidos de acuerdo a estatutos, a la designación de dirigentes, al catálogo de tareas, a la misión, a la visión, a los objetivos, etc., y estar en presencia de algo completamente muerto. Todo está ahí, pero nada pasa. En otro sentido, diríamos que el proceso real de juntarse pasa por la dinámica de estructuración de roles, solo que esto acontece al ritmo de la vida del grupo y según las intensidades y los hechos que les competen (cfr. Vercauteren et al., 2010, pp. 119-132).
Tradición
¿Es suficiente explicar la preponderancia de los textos excepcionales sobre sus interpretaciones afirmando que los epígonos del genio son siempre incapaces de alcanzar la emulación, o que es imposible para los comentadores agotar todo el sentido del original?, tal vez hace cien años, cuando las ciencias del espíritu aún se encontraban en su infancia, era todavía posible creer que la naturaleza resistente de los grandes textos podía justificarse de ese modo. Esta ingenua hermenéutica pertenecía a una época en la que los autores clásicos, apoyados, como los dioses seculares, en una tradición viva de veneración se cernían sobre todas la generaciones posteriores bajo un aura de inaccesibilidad heroica. Sus obras podían reclamar, así, legítimamente que los intérpretes —como los administradores profesionales del sentido—incensaran los textos clásicos para así traducir sus verdades eternas a las fórmulas más modestas de una compresión acorde con el tiempo presente.
Todo esto ha dejado de ser válido, el intérprete ya no se dirige a los textos clásicos como un creyente a misa. Después de mucho tiempo, las ciencias filológicas se han cansado de realizar este servicio criptoteológico a la literalidad; los intérpretes tienen cada vez más dificultades para creer que ellos poseen alguna especie de misión o para compilar sus comentarios acerca de los clásicos en nombre de un sentido intemporal. En lugar de excavar todo tipo de solmenes profundidades en busca del verdadero sentido de la tradición, ellos se refugian, cada vez más, en una suerte de sutil indiferencia metodológica frente a todas las pretensiones de sentido usuales. Un texto está allí, mientras que nosotros estamos aquí; ante el descubrimiento de un objeto clásico, nos situamos como bárbaros anémicos, indiferentes a su esencia, mientras, no sin cierta perplejidad, le damos la vuelta en nuestras manos; ¿nos sirve aún para algo? Sea como fuere, ya no podemos seguir hablando de una creencia a priori en la importancia vital de los textos eminentes. En última instancia, esta importancia se revela únicamente cuando una subjetividad con ambiciones críticas, con objeto de elevarse, pretende hacer uso del material o cuando, a causa de un interés actual, se rescata una cita útil en algún lugar de las fuentes históricas.
Y, sin embargo, es justo ahora cuando el drama interviene, la relevancia de los grandes textos se pone de manifiesto precisamente cuando el desencanto ha hecho su trabajo y la inteligencia de las generaciones posteriores ha aprendido a vivir —de una manera más madura o más cínica, o, en cualquier caso, más moderada y escéptica— con su patrimonio intelectual. Cuando todo el mundo ha dejado de creer en ellos, ellos empiezan a hablarnos con una nueva voz. Cuando se ha dejado de darles crédito, comienzan a enriquecernos del modo más sorprendente. Cuando hemos decidido que ellos no tienen ningún sentido para nosotros, empiezan a apelarnos discretamente. Y justo cuando pensamos que les hemos dado la espalda definitivamente y nos hemos liberado de ellos de una vez por todas, empiezan, lenta pero irresistiblemente, a pisarnos los talones —mas no como perseguidores o como maestros inoportunos, sino como discretos antecesores y espíritus protectores, con cuya generosidad y discreción ya no estábamos acostumbrados a contar. Si en el futuro pretendemos interesarnos únicamente por nuestros propios asuntos y, en vista de