Contra la vida quieta. Elvio Romero

Contra la vida quieta - Elvio Romero


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herramientas boreales

      en la cruda materia del desierto,

      retazo de follaje endurecido,

      contextura gomosa que ha tallado la selva

      con buril de vegetales.

      Tacaxí,

      de ásperas proporciones, indio de arcilla,

      mojado con aceite primitivo

      de frutas y de charcas,

      semilla programada por el tiempo,

      mensajero de rosas ancestrales,

      turbulencia estelar,

      sorbo de tierra.

      Una violencia antigua

      le cruza todo el cuerpo de mandioca,

      esa puerta entreabierta de los párpados

      donde pesa un letargo con cerrajes

      de cobre milenario.

      Poblado por el viento

      -con ese taciturno sigilo de los tigres,

      de las bestias nocturnas-,

      varón de los senderos aborígenes,

      sale de un laberinto complejo de cortezas,

      de pesado desorden, de veranos,

      de atávicos rituales

      o de secos tunares ya longevos.

      Tacaxí:

      sensual; enérgico y severo;

      Tacaxí:

      sorbo de tierra.

      II

      ¿De dónde vino el indio? ¿De dónde su pesado

      carbón mordido y negro?

      ¿De qué maraña amarga su pecho de combate,

      su nocturno pedazo de forestal diadema,

      su olor a arcilla, a barro,

      su reliquia de pobre soledad desgarrada,

      su calor cotidiano de quebranto y desvelo?

      ¿Por qué su mano antigua descubre los secretos

      de aquella carretera de sonidos

      trazada sobre el mapa del círculo y del cuero?

      ¿Por qué rueda en sus manos con tan vivida urgencia

      la exactitud raída de la flecha?

      Tambor nocturno, cuero de tambores nocturnos:

      el Paraguay le enseñaba sus sensibles

      lastimaduras de paloma herida,

      su agredida intemperie y transparencia,

      su asediado ramaje de lapachos

      con sombras violentadas, sus trituradas ramas.

      No sólo por el aire,

      no sólo por las plantas y raíces

      llegaron muertes, crímenes,

      sino por todo el ancho calor de los caminos

      que fatigan hurgando en los desiertos

      Llegando al aguerrido terraplén de los toldos.

      III

      Testimonio del tiempo,

      vínculo inmemorial, cuero extendido:

      moreno Tacaxí,

      centinela de edades apagadas,

      retazo de oquedad, greda callada.

      Juntó flecha y fusil, tambor y dianas,

      superando aquel mito de la sangre

      fructiferando engaños,

      mayorales, látigos,

      y negra pulpa de dolor indígena.

      Tocó la fibra popular el indio

      cuando llegó a la dura gravedad

      combatiente.

      Y fue un soldado más por estos campos,

      un cuerpo con furor secreto y ávido.

      Yo hoy puedo presentaros:

      Tacaxí, sorbo de nuestro suelo.

      TODOS AQUÍ LLEGAMOS

      Todos y cada uno,

      todos aquí llegamos

      con un aire de sol y viento con paisajes,

      mordiendo un odio largo, largamente callado,

      y poco acostumbrados a este oficio de horror,

      de turbio fango.

      Pecho al calor abierto.

      Con cabellos hirsutos, puños, arterias, manos,

      trajinamos senderos de osamentas

      y uniformes amargos.

      Con un anochecer en las pupilas,

      y un tanto fatigados

      de estampidos y muertes y tensiones,

      caminamos, vibramos y matamos.

      Rudo dolor de pueblo, ruda angustia

      de pueblo asesinado.

      Por eso vamos todos, cada uno,

      para poder vengarlo.

      Con un aire de sol y viento con paisajes,

      soñadores, osados, temerarios;

      con un sacudimiento de tierra descuajada

      y arada a fogonazos

      RESOLES ÁRIDOS (1950)

      VÉRTIGO

      No toquéis esta tierra si no tenéis la sangre

      dispuesta a ser después antorcha viva,

      quemazón de parte a parte.

      Mapa descolorido (sol, paisaje),

      entre golpes arado por terribles

      y secas soledades.

      De Norte a Sur, resolanas que salen

      por la epidermis como un tufo denso

      que al viento se deshace.

      El Sur, callado, una corona que abre

      como una mano antigua su silencio,

      su dolor, por el aire.

      Un hedor calcinado de yerbales.

      Un verano que acecha entre las ramas

      y en el sudor se expande.

      El Norte, duro, un combatiente sable

      de abierto cortezón y de tanino;

      furor de quebrachales.

      Lúbricos mediodías que se esparcen

      por las grietas escuálidas, sedientas,

      que


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