Y tú serás el río. Cecilia
es tan severo como parece –le dije.
Pero Nicolás me miró incrédulo, y yo ya no quise continuar defendiendo a mi padre.
Al menos, lo del piano le sirvió de acicate para que eligiera estudiar música y que esta llegara a ser una parte muy importante de su vida. En lo que se refiere a su relación con nuestro padre, un día, ya casado y con hijas, me confesó que nunca tuvo una conversación con él, que se limitaba a contestar a sus preguntas y nada más.
–Yo nunca haré esto con mis hijos –afirmaba. Y había una convicción triste en sus palabras.
¡Qué distinto a Juan, a quien Nicolás llamaba «el mayor»! Él sí sabía cómo salir de cualquier situación difícil con mi padre.
Recuerdo que el primer día que entró a trabajar como pasante en una notaría, se levantó temprano, desayunó, encendió un habano y sonrió satisfecho. (Nunca entendí por qué esa afición, tan temprana, al cigarro).
–No deberías fumar a estas horas de la mañana, Juan. Además, no creo que a padre le guste.
–No te preocupes por él, ya hasta le he hecho probar una caladita –bromeó.
Luego, como si quisiera cambiar de tema, y al preguntarle si estaba nervioso por su primer día de trabajo, me contestó que de nervioso, nada, lo que estaba era molesto, porque la noche anterior había discutido con su novia por el hecho de tener que llevarla a su casa antes de las nueve.
–Y yo solo le pedí prolongar la hora un poco más, para celebrar lo de mi trabajo… Pero nada, se cerró en banda.
–Bueno, Juan, yo pienso que tiene razón. Ya sabes el dicho: «El hombre es fuego y la mujer estopa, y viene el diablo y sopla…».
Se lo dije totalmente convencida de que era así, porque la noche, la oscuridad, se prestan a que el hombre desate unos deseos que no sabe refrenar. Sí, hablo de hombres, porque no creo que las mujeres sintamos esa pasión irrefrenable. Pero, claro, nos dejamos llevar… De pronto me doy cuenta de que había hablado por mí y para mí, y me sentí confusa.
–Déjate de pamplinas, Julia, que el diablo puede soplar a cualquier hora del día y, además, casi siempre tenemos una «centinela» al lado… No sé dónde tanta prima tiene Lourdes.
–E imagino que, al final, tu novia se salió con la suya…
–dije intentando que no notase mi desconcierto.
–Sí, pero, como tú también dices, todo se andará –y sonrió con cierta malicia.
Envidio su buen humor, que aún conserva, ese tomarse todo con tranquilidad y optimismo.
Gracias a él no dramaticé demasiado cuando Ernesto fue atacado por los secuaces de un cacique del Puerto, porque mi hermano se había opuesto y denunciado en su periódico una operación, al parecer fraudulenta. Y es que aquí, con República o sin ella, siguen dominando los caciques, o eso pretenden.
Seguramente Ernesto, pasado el incidente, le pidió a Juan que lo acompañara a casa.
–¡Julia, aquí te traigo a un herido de guerra! ¡Todo un héroe!
Y allí estaba Ernesto, con la camisa desgarrada y con diversos golpes.
–¡Te lo dije! Te dije que no te metieras con esa gente…
–Bueno, hermana –intervino de nuevo Juan–, tampoco es para tanto. Además, ya tú lo conoces y… Estoy seguro de que ellos también recibieron lo suyo.
Ernesto intentó tranquilizarme diciéndome que cuando este incidente saliera en su periódico hasta me iba a reír.
–No creo que lo haga –respondí con enfado–, darse de golpes siempre ha sido cosa de pendencieros y…
Pero fue imposible no reírme cuando Juan, adelantándose al periódico y en ese mismo momento, me contó que Ernesto, después del primer rifirrafe en el Puerto, se subió a la jardinera que lo traería hasta el pueblo; claro que también se subieron los secuaces del cacique y, cuando fue a bajarse, en una parada anterior a la que le correspondía, uno de ellos se bajó primero, lo cogió por el pie que mi hermano había adelantado para bajarse y tiró de él.
Ernesto se agarró a una de las barras de la entrada de la jardinera y empezó el forcejeo, hasta que se le desprendió el zapato y el agresor se quedó con él en la mano y sentado en el suelo.
–¿Te imaginas la escena, Julia? ¿Verdad que es como una película de Buster Keaton? –dijo Juan, con sorna, y yo ya no pude evitar la risa.
VII
Daniel les sigue contando historias a mis hijas, para que olviden la pesadez de este viaje hasta la Isla Baja. Tiene una gran habilidad para comunicar. Siempre la tuvo. Tal vez para compensar el ser el menos corpulento y fuerte de sus hermanos.
El día que se proclamó la II República, el párroco no quiso que se tocaran las campanas para celebrarlo. Estaba claro que, desde ese momento, habría una especie de guerra soterrada de la Iglesia y los caciques contra todos los que tuviesen ideas republicanas y de izquierdas.
Mis hermanos estaban exultantes. Yo siempre pensé que eran algo ingenuos y que echaban demasiado pronto las campanas al vuelo (ahora lo sigo pensando y creo que, después de lo de Ernesto, con más razón).
–Tú siempre tan optimista, Julia. Anímate, mujer, ya verás como todo va a cambiar.
Daniel llegó con nuevas noticias. La República había decidido que España debía ser un Estado laico, por lo que en las escuelas ya no se iba a impartir religión, y había que suprimir los crucifijos y cualquier otro símbolo religioso de las aulas.
–Esto va a levantar ronchas –le dije–. No solo los curas, sino los católicos…
Me interrumpió diciéndome que no se trataba de un ataque a la Iglesia, sino una separación entre esta y el Estado.
–Preparamos a los niños y a las niñas para ser hombres y mujeres cultos el día de mañana. El que quiera seguir con su religión, podrá hacerlo en sus respectivas parroquias.
–¿Cómo lo harás? Me refiero a lo de los crucifijos.
–Simplemente lo descolgaré y lo guardaré en una de las gavetas de mi mesa.
Intuía, más bien estaba segura de que iba a ser complicado que la gente se adaptase a las novedades, pero Daniel se lo tomaba de forma tan natural, y lo explicaba de tal manera, que hacía que todo pareciera fácil.
–Estoy seguro de que muchos nos apoyarán –insistía–. Otros se mantendrán al margen y otros intentarán cualquier cosa desde la clandestinidad, pero eso no me preocupa. Pretendo hacer de la escuela lo que siempre he querido: un lugar de estudio, de libertad y de tolerancia. Los chicos deben aprender a pensar por su cuenta, a no dejar que nadie los haga comulgar con ruedas de molino; que ellos mismos puedan decidir sobre su futuro…
A partir de ese momento, pareció que a mi hermano le habían dado cuerda. No paraba de hablar de todos los proyectos que pretendía llevar a su escuela. «Esta será la escuela del futuro, por la que siempre he trabajado y en la que siempre he creído».
Su novia, Amalia, que en ese momento estaba en casa, lo contemplaba con arrobo.
Le contesté que todo eso sonaba muy bien, pero que no se confiara demasiado.
–¡A ver, ese optimismo, cuñada! –me dijo Amalia. Una mujer espontánea, sin prejuicios y sin pelos en la lengua, que siempre consigue sacarme una sonrisa.
Daniel siguió explicando sus planes para enseñar en su escuela. Quería llevar a ella las ideas de libertad, autonomía y solidaridad que pretendía la recién nacida II República.
Yo misma tuve ocasión de comprobar cómo sorprendía a los muchachos con aquellos mapas en relieve, hechos con periódicos viejos y yeso pintado.
Allí estaban el Sistema