Y tú serás el río. Cecilia

Y tú serás el río - Cecilia


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bajó la cabeza, y a mí me dieron ganas de echarle las manos al cuello a aquel impresentable.

      Me preguntaba cómo es que esa gente no se rebelaba contra su destino y la opresión, por qué todos permanecían pasivos ante tanta injusticia, y encima agradecían cualquier migaja.

      Mi hermano Ernesto me explicó que, debido principalmente a que los campesinos trabajaban de medianeros y, al mismo tiempo, de jornaleros, para compensar, esto favorecía el individualismo, es decir, eso de que «cada uno a lo suyo». Aparte de que, por culpa de ese analfabetismo fomentado por la Iglesia y los caciques, no estaban preparados ni mentalizados para la lucha en común.

      –Y es por todo esto por lo que estoy trabajando, sin descanso –me aseguró–. Esta situación, por la que la clase trabajadora y campesina permanece indefensa –continuó–, favorece a los caciques, que se alían para impedir cualquier intento de rebelión.

      Luego me miró sonriendo tranquilizador.

      –No pongas esa cara –me dijo–: ni a ti ni a tu marido ni a sus hermanos se les puede llamar caciques. Son, eso sí, pequeños propietarios y, en una sociedad como la nuestra, no pueden hacer más.

      Pero sus palabras no me tranquilizaron demasiado.

      Más adelante, Carmen me confesaría que, cuando se dio cuenta de su embarazo, lo primero que pensó fue eliminar a aquel hijo, al que ella llamaba «de la vergüenza», porque se sentía culpable, a pesar de que yo intenté hacerle ver que el único culpable era el bestia de su padre.

      –Pero el tiempo fue pasando, doña Julia, y yo, a base de ocultar y ocultar… Luego pensé que me libraría de él cuando naciera, y ansina llegó el día. Mientras estaba sachando en la huerta, me vinieron los dolores y rompí aguas. Casi no llego a la casa, y allí la parí, yo sola, como un animal, en el suelo, y le rompí la vida con los dientes.

      »Dispués, no sé si perdí el tino o me quedé dormida, hasta que me dispertó el llanto de la niña. Me acerqué. Estaba muy fría, pero viva, y, cuando la miré, no tuve fuerzas para…, bueno, usted ya sabe. La cogí en brazos, le puse una manta por dencima y salí a la huerta buscando el calor del sol. Quería calentar a la niña. Me saqué un pecho y se lo puse cerca de la boquita y cuando sentí que la niña chupaba, a pesar de todo, señorita, me puse contenta.

      La palabra feliz no estaba en el vocabulario de Carmen, y decir que estaba contenta era ya un triunfo.

      –Claro que yo sé que la gente…

      Le dije que no se preocupara por eso ahora. Que el pueblo termina siempre por olvidar, y pronto sustituiría su caso por algún otro que despertara su curiosidad y su maledicencia.

      Poco después supe que Antonio, cuando acababa de trabajar, bajaba a la taberna. Allí lo conocían todos y lo invitaban a vino, a pesar de que sabían que su carácter violento se agudizaba más con el alcohol. En realidad, querían soltarle la lengua, sobre todo después del parto de Carmen. Pero él se iba poniendo cada vez más hosco y los demás, por miedo, dejaban de preguntarle. Antonio se tomaba el último trago y se marchaba mascullando, tal vez queriendo callar su propia conciencia. Aunque lo dudo.

      Ni mi marido ni sus hermanos echaron a Antonio de la finca, como fue su primera intención cuando Carmen comunicó lo de su embarazo. Imagino que por las mismas razones por las que no lo echaron cuando se negó a vivir en la nueva casa, aunque también pienso que fueron, sobre todo, las súplicas de Carmen las que lo impidieron.

      –Señores, ¿qué va a ser de mí y de mi hijo? Saben que soy menor y me llevará con él…

      A la niña se le puso el nombre de Ana. Pero no fue la única. Antonio siguió desahogando su animalidad en su hija, y siguió frecuentando la taberna como si tal cosa, sin el menor rechazo por parte de los otros; impune ante la pasividad de todos. Así que, después de Ana, vino Antonio, hasta que un buen día, cinco o seis años después, a aquel animal le dio por morirse de un infarto.

      Cuando se vio sola, el miedo volvió a los ojos de Carmen.

      –¿Me van a echar, señorita?...

      –¿Cómo vamos a echarte ahora, con dos criaturas?

      –Es que ¿conoce usted a Amparo, la chica que trabaja cas los Asancios? Pues la echaron porque se quedó preñada. Claro que fue porque...

      –Ibas a decir que el padre era el señorito, ¿no? Mira, Carmen, no me hagas hablar… Lo que tienes que hacer es seguir trabajando en la finca y poner a tus hijos en la escuela, aunque solo sea para que aprendan a leer, a escribir y las cuatro reglas.

      –Oh, qué va, doña Julia. Los chicos, ya sabe usted, no creo que tengan cabeza pa eso. Mejor me ayudan en la finca cuando sean un poco mayorcitos y a la chica, a ver si la cogen en alguna casa.

      –Ni hablar de eso, Carmen. Los chicos tienen que ir a la escuela; y por la finca no tienes por qué preocuparte, ya he hablado con tu primo Tomás y le he prometido un buen jornal si te echa una mano.

      –Pero ¿qué dicen don Ismael y sus hermanos?

      –Todos están al corriente de mi conversación con tu primo y están conformes. Además, con sus ocupaciones, mi marido no tiene tiempo de encargarse de estas cosas.

      El rostro de Carmen se distendió.

      ¿Sabe, doña Julia? Mi padre no quería a los niños, y eso que eran suyos. Levantarles la mano no se la levantó, gracias a Dios, porque entonces yo… Pero los amenazaba y los insultaba; los llamaba zoquetes, mal nacidos y cosas por el estilo. Ellos se callaban porque eran demasiado chicos y no entendían, y le tenían miedo. Pero cuando Toñito fue creciendo, yo vía cómo lo miraba, y rezaba para que padre no se diera de cuenta, porque si no, un día de estos…

      Yo la escuchaba, mientras ella acompañaba su conversación al desgrane de las piñas de millo, en la azotea.

      Sí, pensaba «un día de estos…». Pero la rebelión nunca llegaba, con una Iglesia manipulando con falsos designios divinos y los caciques presionando y amenazando a unos campesinos analfabetos y llenos de miedo.

      Amparo fue de las menos afortunadas. Carmen me contó su historia, e intercedió por ella, aunque yo, por desgracia, ya sabía, no solo la historia de Amparo, sino varias que, como esa, se repetían en unas casas donde los señores se creían dueños de vidas y haciendas.

      Fue una de tantas víctimas de la estulticia y la falta de escrúpulos de una clase social que, con la impunidad que le concede ese cierto poder, pretenden conservar el derecho de pernada y se sienten autorizados a abusar de los que están a su servicio.

      Y lo peor de todo es que ellos creen realmente que tienen derecho a ello, porque así está escrito, no se sabe dónde.

      Amparo era una muchacha muy guapa, con unos ojos claros que, ahora, miran acusadores, y un cuerpo que llamaba la atención. Era costurera y trabajaba por horas en algunas casas de, como ella decía, «gente rica».

      –El muy hijo de puta me llevó a su habitación con la excusa de darme una camisa para que se la cosiera. Yo sabía que su madre estaba cerca, en la sala de al lado, y por eso me confié. Luego… para qué contarle. ¿Chillar? ¿Pa qué? Estoy segura de que su madre sabía todo lo que estaba pasando… Y luego fue ella misma la que me echó, la que me llamó desgraciada y pervertida o algo así… Que si pensaba que así iba a conseguir dinero, estaba muy equivocada…

      Y a la calle, como un perro.

      Empezó a trabajar en su casa, a base de encargos, y a duras penas iba sacando adelante a su hijo. Luego ocurrió lo de la casa de los Montes. La llamaron para que ayudara con el ajuar de una de sus hijas y esta vez fue en el zaguán. Aquel día se había quedado hasta tarde para terminar una pieza. Cuando se despidió de la señora, ya era de noche. Al atravesar el zaguán, alguien le tapó la boca, mientras otro la agarraba con fuerza. A pesar de la oscuridad, supo perfectamente quiénes eran, aquel perfume era inconfundible.

      Amparo vomitó y ya no volvió a la casa.

      Nació su segundo hijo


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