Y tú serás el río. Cecilia

Y tú serás el río - Cecilia


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un momento pensé que iba a arremeter contra las monjas, pero no fue así. Su respuesta fue más serena de lo que esperaba y, quizá por eso, más convincente.

      –No, Julia, la masonería no tiene nada que ver con una secta, ni mucho menos con Satán. Es una sociedad con fines filantrópicos, fundada en la fraternidad entre los hombres, y cualquiera puede abandonarla cuando desee. Lo que pasa es que ni al poder ni a la Iglesia les interesan sociedades de librepensadores y humanistas que suponen un peligro para su estatus, de ahí que se apoyen en mentiras y exageraciones para justificar su persecución. ¿Y qué dice Sara de todo esto?

      Al ver mi cara de desconcierto, se adelantó a mi posible respuesta diciéndome que no me preocupara, que estaba seguro de que ella pensaría lo mismo, solo que «ya sabes que ella es muy reservada y seguramente pensó que me disgustaría».

      Luego, señalándome los anaqueles de su biblioteca, me dijo que el espíritu estaba allí, en los libros, y no en las iglesias, donde la semioscuridad y el olor a incienso aturden y predisponen a los crédulos.

      Tuvo que explicarme lo que significaban las palabras librepensadores, filantrópicos y fraternidad, aunque esta última me sonaba más, sobre todo por mis lecturas acerca de la Revolución francesa, y me di cuenta de que, en el fondo, a mi padre le encantaba contribuir a hacer de mí una muchacha culta, lejos del modelo de mujer hacendosa y doméstica, que, sin embargo, tampoco desdeñaba.

      Aun así, y no sé si por apoyar a mi hermana –que parecía estar encantada con todo lo que le contaban las monjas–, por miedo o por pura novelería, seguí preparándome para la primera comunión. De hecho, decidimos no comunicarle nada a nuestra madre, a pesar de que sabíamos que nos apoyaría. No queríamos arriesgarnos… Bueno, eso fue lo que me dijo mi hermana cuando me vio dispuesta a confesarle mis temores.

      Y, por fin, llegó el día tan ansiado por Sara y tan temido por mí.

      Aquel domingo, nos pusimos nuestro mejor traje y nos fuimos a la iglesia, como siempre. Mi padre sabía que el estar en un colegio religioso nos imponía algunas obligaciones, como la de asistir a misa los domingos, a riesgo de expulsión, lo que toleraba porque no le quedaba más remedio. Por eso, nos despidió como siempre, sin recelo alguno. Para él era un domingo más.

      Sin embargo, yo intuía que esto no iba a quedar así.

      Llegó el martes y, al regresar del colegio, mi padre me llamó a su despacho. Yo, en contra de toda lógica, no malicié nada. Mi padre muchas veces nos llamaba para darnos algún recado o preguntarnos algo, pero vi que Sara se había puesto pálida, a pesar de que a ella no la había llamado, y algo me dijo que se acercaba tormenta.

      –Mírame a la cara, Julia –dijo mi padre con tono sereno–. Mírame a la cara y dime si es verdad que tu hermana y tú han hecho la primera comunión.

      Yo era incapaz de mentirle, sobre todo porque sabía que lo notaría enseguida.

      Fue la primera y última cachetada que recibí de él.

      Se arrepintió inmediatamente y me pidió perdón, con lo que mi asombro pudo más que mis ganas de llorar. Luego me dijo que lo que más le había dolido no era que hubiésemos comulgado, sino el engaño.

      Por qué me llamó a mí y no a las dos fue una pregunta que me estuvo rondando varios días.

      Cuando se lo conté a mi hermana, se puso muy seria y luego me abrazó, pero no dijo nada.

      Bueno, sí, dijo que nuestra madre también se había molestado un poco porque no le habíamos dicho nada a ella, que igual hubiera convencido a mi padre. Aunque esto lo dudo mucho.

      Yo, desde luego, a partir de ese día ya tuve claro que eso de la Iglesia no iba a traerme más que problemas y que, al fin y al cabo, a mí los rezos y demás nunca me habían gustado.

      Por un momento, después de lo ocurrido, pensé que mi padre nos iba a quitar del colegio, pero no fue así; incluso seguimos yendo a misa los domingos, claro que yo no comulgaba. Sin embargo, Sara, convencida de sus creencias, siguió haciéndolo, arriesgándose a una reprimenda de mi padre que nunca llegó. Me pregunto por qué, porque estoy segura de que mi padre estaba enterado. En un principio, pensé que mi madre tenía algo que ver, pero aun después de su muerte mi padre siguió igual, sin dar señal de que sabía lo de Sara.

      Es más, ni siquiera después de que dejáramos el colegio dijo nada acerca de la asistencia de mi hermana a misa. Yo pretendía encubrirla, yendo con ella, como de paseo, y dejándola a la puerta de la iglesia.

      –Dentro de media hora aquí –me decía.

      Y yo estaba allí, puntual, como un reloj, y dudando, cada día más, de que mi padre no supiese de nuestras artimañas.

      Los recuerdos acuden en tropel, sin orden ni concierto. Salto de un acontecimiento a otro, sin saber qué me lleva a esto. Ahora mis hijas están entonando una canción que habla de una casa y un reloj de pared y, de pronto, vuelvo a dar un salto en el tiempo.

      VI

      –Ya verán en qué casa más bonita van a vivir

       –oigo que dice Daniel.

      Sonrío y miro las caras expectantes de mis hijas.

      De la casa donde nací recuerdo sobre todo el frescor y la penumbra del zaguán; y la puerta que, pasado este, se abría a un recibidor, a cuya derecha estaba la escalera que subía al piso principal.

      Era como entrar en un mundo que solo me pertenecía a mí, ni siquiera a mis hermanos, a pesar de que ellos también traspasaban el mismo umbral.

      Aquella entrada tenía algo de todos nosotros, de mi padre, de mi madre, de mis hermanos, y yo me había posesionado de ella de tal manera que tenía la impresión de que cambiaba según mis estados de ánimo, aunque yo, tratando de racionalizar, achacaba estos cambios a que, en ocasiones, el zaguán y el recibidor estaban demasiado húmedos y oscuros. El aire, a veces, parecía adensarse y me obligaba a subir de dos en dos los escalones, hasta llegar a la planta principal, donde otro recibidor, cálido y luminoso, me esperaba. Entonces, respiraba hondo y la casa volvía a ser mi refugio.

      Era como si aquel corto espacio tuviese la facultad de adivinar mis pensamientos, mis culpas, incluso las de los demás.

      Luego me asomaba a una de las ventanas del salón. En la casa de enfrente se posaba un mirlo cada atardecer, y su canto sobresalía entre los demás pájaros invisibles que también le cantaban al ocaso.

      Yo lo contemplaba, preguntándome a quién se dirigía ese mirlo.

      Tal vez a otro que estaba cerca, en otro tejado, o sobre un árbol. Tal vez a sí mismo, como hago yo cuando me encuentro sola, simplemente para romper el silencio.

      Luego, pasaba por el despacho de mi padre, donde estaba la biblioteca.

      Mi hermano Nicolás me decía que entrar en aquel lugar le gustaba menos cuando estaba mi padre.

      –Aunque, si te digo la verdad –me confesó–, a mí lo que realmente me atrae es el piano del salón. Sin embargo, ese olor a papeles y a tinta del despacho; las cartas, los legajos amontonados, por orden de fecha, en una esquina; la bandeja con las plumas y el abrecartas, hacen que desee sentarme frente a aquella mesa recia, de caoba, e imaginarme ya adulto, abogado, notario o procurador, o lo que sea, solucionando y tramitando todos aquellos papeles que ahora me parecen jeroglíficos…

      »Pero cuando está padre es distinto. Siempre voy por algo: porque me ha mandado llamar o porque me han dado algún recado para él. (No sé por qué no se lo dan a Juan, que es el mayor). Entro con sigilo, como si mis pasos fueran a molestarle, y me quedo clavado, frente a su mesa, esperando a que me pregunte. A veces me da la impresión de que se va a levantar, a mirarme muy serio y a echarme en cara algo que no he hecho, y que yo me voy a quedar allí, quieto, mudo, sin poder defenderme.

      »Sí, ya sé que son imaginaciones mías y que eso nunca ha ocurrido ni ocurrirá. Siempre me sonríe y me agradece el recado, pero mi respeto, mejor dicho, mi miedo, me produce una


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