Y tú serás el río. Cecilia

Y tú serás el río - Cecilia


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hermana y yo aguantábamos como podíamos la risa, y mi padre, severo, nos ordenó que atendiésemos a la comida y dejáramos a los demás.

      La cena terminó sin mayores problemas y, como estábamos muy cansadas, Sara y yo dimos las buenas noches y subimos a nuestra habitación, mientras mi padre pasó al hall, donde se quedó un rato leyendo el periódico.

      Nuestra habitación, contigua a la de nuestro padre, daba a la trasera del hotel y se abría, con una ventana alta y estrecha, a la parte norte.

      Las camas eran blandas y con dosel. Pero apenas tuvimos tiempo de fijarnos en el resto de la decoración. Lo único que nos llamó la atención fue un gran espejo que se cogía toda una hoja del armario y un par de butacones tapizados de amarillo, pero estábamos tan rendidas por el viaje y las distintas emociones, aparte de que no habíamos dormido nada la noche anterior, que nos metimos en la cama e, inmediatamente, caímos en un sueño profundo y tranquilo.

      A las siete de la mañana estábamos en pie. Desayunamos un tazón de leche caliente, con un poco de pan con mantequilla. Todo muy rápido, porque la calesa nos esperaba. Como nos habían dicho, la niebla que nos había acompañado, ocultando el paisaje a pocos metros de la carretera, empezó a disiparse desde que pasamos La Laguna.

      Fue impresionante la bajada desde La Laguna a Santa Cruz. El sol se iba alzando por los macizos de Anaga y, cuando pasamos el Fielato, donde tuvimos que parar, para declarar que no llevábamos nada por lo que tuviésemos que pagar la tasa correspondiente, al coger la primera curva el panorama me pareció grandioso. Desde allí, el sol iluminaba el mar quieto de las dársenas, y la ciudad, con sus casas hasta de tres plantas, se extendía mansamente hasta él.

      Nos dirigimos hacia la plaza de la Constitución, donde está el monumento que conmemora la victoria de los españoles sobre los guanches. Una gran columna de mármol de Carrara, coronada por la imagen de la Virgen de Candelaria, y, en su base, cuatro figuras que, según dicen, representan a los cuatro reyes guanches que, con su traición a los suyos, favorecieron la victoria de los conquistadores.

      Me preguntaba por qué razón estaban allí aquellos cuatro menceyes, si era cierto lo de su traición. Claro que quien lo esculpió, un tal Pasquale Bocciardo, natural de Génova, según nos informó nuestro padre, se supone que no tenía ni idea de la historia, y se limitó a cumplir el encargo de alguno de los gerifaltes de la isla. A su alrededor, las principales casas de la ciudad y el Casino, en la esquina inferior de la plaza, frente al castillo de San Cristóbal, en cuyos muros, algo derruidos, se notaba ya el paso de los años.

      Pasamos el castillo y seguimos hacia el muelle. Cuando llegamos, ya habían desembarcado los pasajeros y parte de la mercancía estaba sobre la explanada, esperando a que la llevaran a su destino. El barco, en la quietud de la dársena, se alzaba enorme al lado de los correíllos. Un mástil, en la proa, que servía de ayuda para descargar la mercancía parecía vigilar la gran chimenea central, que ahora reposaba en la calma de la escala. El olor a mar se unía a otros indefinidos que formaban también parte de aquel paisaje. Y allí, frente a la marquesina, por donde desembarcaban los viajeros, había unas casetas de madera y, en una de ellas, que parecía servir de almacén, encontramos lo que estábamos buscando. Elegimos varias telas –procurando que no coincidiésemos en los colores–, rafia y otros materiales para hacer sombreros.

      En una fonda cercana al puerto almorzamos un pescado frito con papas arrugadas que nos supo a gloria. El olor a vino recio, mezclado con el del tabaco y el pescado frito, es algo que siempre permanecerá en mi memoria.

      No teníamos demasiado tiempo porque, esta vez, el viaje iba a ser en tranvía hasta Tacoronte y allí cogeríamos una calesa. Sin embargo, mi padre no quiso que nos fuéramos sin visitar la plaza del Príncipe, donde, según se decía, iban a pasear las señoritas de la alta sociedad santacrucera. Afortunadamente, a aquella hora del mediodía estaba desierta –la verdad es que no me hubiera gustado nada encontrarme con alguna señorita de esas– y pudimos gozar de la sombra de los hermosos laureles de Indias, mientras contemplábamos el quiosco central y los jardines que rodeaban la plaza.

      Fue un día armonioso en el que logré olvidarme de todos los problemas.

      V

      –Desde esta roca que ustedes ven, ahí arriba, en los llamados altos de Tigaiga, se arrojó el mencey Bentor, el último rey de Taoro, que prefirió morir antes de ser esclavizado por los conquistadores. –Eso decía Daniel, mientras mis hijas miraban hacia arriba, como intentando imaginar la caída mortal del mencey.

      –Daniel, ¿por qué no les cuentas historias más…, no sé…

      –¿Más amables? Pero si esta les encanta, ¿verdad?

      Sí, realmente no me explico cómo a los niños les gustan tanto esas historias terribles, cómo les atraen, incluso el miedo que les producen.

      Yo, la verdad, no me creía esos cuentos de hecatombes y apocalipsis, aunque reconozco que cuando las contaban, me metía tanto en ellas que llegaba a sentir verdadero miedo.

      Recuerdo cuando se decía que el mundo se iba a acabar con la nueva aparición del cometa Halley, pues, aun en el caso de que no chocara con la Tierra, los gases de su cola eran tan venenosos que acabarían con la humanidad. Lo cierto es que no me creí demasiado esas historias, pensaba que eran las exageraciones propias de la gente, como cuando caen tres gotas y hablan de tormentas. Mi padre nos aseguraba que eran habladurías, que ningún científico se había pronunciado al respecto y que lo más seguro era que el cometa pasase cerca de la Tierra, pero no lo bastante como para hacer daño a nadie. Además, nos explicó que era un fenómeno que ocurría cada setenta y seis años y que, desde la primera aparición, no había ocurrido nada.

      Pero no todos se lo tomaban con la tranquilidad de mi padre. Se decía que, incluso, algunas personas se habían suicidado, pero a mí me pareció otra exageración más, y tampoco lo creí.

      Parecía que todos los acontecimientos importantes se mezclaban: primero nuestra visita a Santa Cruz y ahora el paso del cometa.

      –Además, Julia –añadió mi padre–, si vives lo suficiente, tendrás la oportunidad de ver el cometa dos

       veces.

      No creo que pueda llegar a los noventa años, pero en aquel momento me entusiasmé con la idea, sobre todo al saber que el cometa venía acompañado de un baile de estrellas, que podríamos ver desde la azotea.

      Aun así, cuando se fue acercando la fecha prevista, sentí algo de inquietud.

      Aquel día, al oscurecer, subí a la azotea; quería ser la primera en recibir la noche. El cielo estaba más estrellado que de costumbre y me pareció ver que algunas estrellas se movían. ¿Qué podría pasarme? Si el cometa nos envenenaba con los gases, como decían, no me iba a salvar por quedarme dentro de mi casa. Así, al menos, contemplaría el baile de las estrellas y lo vería llegar, ardiente y luminoso.

      En ese momento oí pasos. Mi padre y mis hermanos subían la escalera. Estuvimos pendientes del cielo. Las estrellas empezaron a moverse más ahora y, de pronto, ¡allí estaba! Bajo un mar de estrellas en movimiento, el cometa, como una enorme estrella fugaz, se dejó ver, imponente, grandioso. Pasó cerca, pero no demasiado. La cordillera se iluminó y el mar siguió su estela duplicando nuestro asombro, allá en la

       lejanía.

      No sé por qué esta relación del cometa con el mencey. Debería estar más atenta a las niñas… Bueno, parece que ahora Daniel les está contando la leyenda del Jardín de las Hespérides. Al menos ahí no hay menceyes arrojándose por ningún sitio. Ya ni siquiera tenemos rey y, como dice mi hermano Juan: ¡mira que nos costó que se fuera el muchacho!

      Cuando se anunció la visita de Alfonso XIII a Canarias, mi padre, para distraernos a mi hermana y a mí, quiso llevarnos a conocer al rey, aprovechando que venía ese día al Valle.

      –¿Estás seguro, Alonso? Solo hace un año y…

      –Doña Clemencia, no veo nada malo en que mis hijas salgan conmigo a presenciar un acontecimiento como


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