Y tú serás el río. Cecilia
si lo dice por el qué dirán, no se preocupe. Usted sabe que a mí…
Mi abuela lo miró con cierto reproche y una mezcla de tristeza resignada, pero no insistió porque sabía que no iba a persuadirlo.
En contra de lo que esperaba, Sara prefirió quedarse en casa, y mi padre no hizo siquiera un intento por convencerla, tal vez porque, después de las palabras y el gesto de disgusto de mi abuela, no quiso empeorar las cosas.
Yo sabía que mi padre era anticlerical y antimonárquico. Siempre decía que la Restauración solo había servido para afianzar en el poder a la oligarquía, al caciquismo y, por supuesto, a la Iglesia; de ahí mi asombro por aquella decisión que no esperaba. Sin embargo, pasado el primer momento, me sentí entusiasmada, aunque no quería mostrar mi euforia, sobre todo delante de mi abuela.
Parecía que estábamos en fiestas. Muchas de las calles por donde iba a pasar la comitiva del rey se habían engalanado, incluso habían confeccionado alfombras de flores como en el día del Corpus y, en la plaza del Ayuntamiento, había un tapiz que representaba el escudo de España.
La plaza de la Constitución estaba adornada con arcos y banderas y por todas partes se veía a la gente del pueblo intentando coger el mejor puesto para ver pasar al rey.
Yo no hacía más que mirar a un lado y a otro. Mi padre me llevaba cogida de la mano y, de vez en cuando, me la apretaba, como para cerciorarse de que aún seguía allí. Esa manía la tengo yo también con mis hijas.
Entramos en la plaza. Frente al antiguo convento de San Agustín, convertido en cuartel, esperaban al rey una serie de militares, con el uniforme de gala y en posición de descanso, y una banda de música, a la espera de una señal del director.
Al otro lado se agolpaba la gente. Yo, que gracias a mi padre había conseguido subir al quiosco, no quería perderme detalle.
Pronto oímos una especie de alboroto. El rey había llegado a las inmediaciones de la plaza. Los soldados se pusieron en posición de firmes. Luego se oyó un «¡presenten armas!» y, en ese momento, la banda empezó a interpretar el himno nacional.
La verdad es que, a pesar del uniforme, a mí me pareció que el rey tenía menos porte que aquellos soldados. Lo encontré algo esmirriado y como poquita cosa. Nada que ver con la idea que yo tenía, por aquel entonces, de cómo debía ser un rey, influida por tanta leyenda de reyes fuertes y belicosos.
Cuando acabó el himno, Alfonso XIII despidió militarmente a la tropa y luego se volvió para saludar al pueblo, que no se perdía detalle. En ese momento, un grupo de campesinos que había permanecido inmóvil y silencioso, con la mirada asombrada puesta en toda aquella parafernalia, a una señal de no sé quién, empezó a vitorear al rey, mientras este salía de la plaza y, en comitiva, se dirigía al Ayuntamiento.
Mi padre no quiso seguir. Imagino que no le gustó nada la reacción sumisa de aquellos campesinos a los que bastó una señal para que empezasen a vitorear a un rey al que no creía que quisieran demasiado. «Solo había en ellos la admiración de los siervos por su señor». Así que me dijo que no tenía sentido continuar detrás del rey, «como corderos».
A mí sí que me hubiera gustado ir detrás de toda aquella gente que gritaba vivas al rey y parecía llena de entusiasmo, pero cualquiera le decía nada. Cuando mi padre decidía, no había nadie que le llevara la contraria. Una sola mirada bastaba para que desistiéramos de cualquier intento.
Mirando hacia atrás veo su rostro atractivo pero, casi siempre, serio; su actitud firme y el respeto –a veces miedo– en nuestros ojos. Y, al lado, el rostro sereno de mi madre, que, por su parte, intentaba suavizar toda aquella severidad y, muchas veces, le ocultaba alguna que otra chiquillada.
Mi padre, por más que intentaba disimularlo, estaba preocupado por el futuro, sobre todo por el nuestro, al que veía venir con cierta desconfianza. La situación era difícil para las islas. Sabía la dificultad que entrañaba depender de otras naciones como Inglaterra, que en aquellos momentos era la principal importadora de nuestros productos, y además los ingleses eran unos importantes inversores, cuyos beneficios no estaba nada claro que fueran para el lugar en el que invertían.
–Claro que, si no fueran los ingleses, serían los franceses, los alemanes… –afirmaba.
Había que estar preparados para todo y, por eso, más de una vez nos dejó claro que no toleraría por nada del mundo que sus hijas fueran unas damiselas tontas e inútiles, cuyo único deseo es encontrar un buen marido. Niñas educadas, decía, para no pensar por sí mismas, para no plantearse nada más allá de lo que diga una sociedad que las convierte en dependientes.
Yo lo miraba asombrada. Me costaba creer que aquel hombre tan severo pudiera tener ese tipo de ideas con respecto a las mujeres. Me imaginaba que esas ideas las sacaba de los libros que tenía en su biblioteca y que releía una y otra vez, como si se los quisiera aprender de memoria. Recuerdo el Cándido, de Voltaire, aquel cuyo ayo decía que estábamos en el mejor de los mundos posibles. No sé si hoy diría lo mismo.
Por otro lado, todos sabíamos de sus convicciones anticlericales, que le llevaban a afirmar que la gente necesitaba la religión porque en ella buscaba el refugio a sus miedos y la esperanza en una vida mejor que no llegaba. Y «de ese miedo y de esa esperanza se alimenta esta clerigalla que fomenta la resignación y el servilismo». De eso se aprovecha la Iglesia, decía, y para conservar a toda costa su poder se alía a la oligarquía, que tiene en los caciques sus principales valedores. Estos «señores» de gran número de vasallos, a veces un pueblo entero, al que controlan.
Sin embargo, y ante la perspectiva de nuestra educación, no dudó en inscribirnos en el colegio de San José de Calasanz, regentado por monjas. Otra sorpresa más, y creo que no solo para mí, sino para toda la familia, incluida mi madre.
Las monjas parecían estar siempre en pie de guerra contra el caos que, según ellas, teníamos en la cabeza. «Perdona a tu pueblo, Señor», repetían, y yo me preguntaba si ese pueblo seríamos mi hermana y yo.
Siempre que nos llevaban a la capilla, lo que hacían dos o tres veces al día, sus rezos me parecían interminables, pero miraba a Sara, que parecía no cansarse, y me sentía algo avergonzada. Así y todo, no podía evitar distraerme mirando hacia la ventana, que dejaba entrar un rayo de sol plagado de diminutas partículas flotantes. A punto estaba de tocar el brazo de mi hermana para que ella también mirara aquel prodigio, cuando oí el esperado amén.
–Y de esto, nada a vuestro padre –decía aquella monja venida de Valladolid, con un acento rudo y áspero.
A mí no me gustaba nada todo aquello. Sobre todo, cuando nos empezaron a preparar para hacer la primera comunión. Estaba segura de que tarde o temprano mi padre se iba a enterar, y no quería ni pensar en su posible reacción. Lo único que me gustaba era la lectura de la Biblia, que me sumergía en un mundo terrible y atrayente, de dioses vengativos, de asesinos, de amores incestuosos, de vida y de muerte. Un mundo que no me era del todo ajeno, pues en mi casa había una biblia de la que mi padre nos leía los salmos, algunos proverbios y varias historias de reyes y profetas, advirtiéndonos siempre, eso sí, que nada era cierto.
Tal vez las monjas pensaban que lo que ellas llamaban nuestras almas estaban en peligro, al saber que nuestra madre había dejado parte de nuestra educación «en manos de un descreído».
Claro que, como es natural, ella le debe obediencia a su marido. Y seguro que por eso mismo tampoco asiste a su obligación dominical.
–Sí, queridas niñas –nos decía aquella monja–, no dudo que vuestro padre, todo un procurador, sea honrado y justo, pero está falto de fe o, lo que es peor, es miembro (según tenemos entendido) de una secta que tiene mucho que ver con Satán.
Cuando oímos esto, mi hermana se santiguó, siguiendo el ejemplo de las monjas, pero yo estaba tan aterrorizada, o tan incrédula, o las dos cosas a la vez, que no pude hacerlo. Y es que, a pesar de que yo estaba dispuesta a no creerme nada de lo que me dijeran, aquellas religiosas tenían el poder de hacerme dudar y de meterme el miedo al infierno, a ese castigo eterno que yo convertía en pesadillas que duraban varias noches.