Y tú serás el río. Cecilia
aguardiente. Hasta que se hizo demasiado evidente y ya no le encargaron nada más ni la admitieron en casa alguna.
–Pero yo no soy una puta, señorita, y por eso tengo que pedir. Porque están los chicos y ellos no tienen la culpa. Gracias a las monjas, que de vez en cuando me dan algo de ropa y comida, y gracias a usted, que no me desprecia y siempre me ofrece un plato de comida en su propia cocina, y encima me da pa los chicos…
–Dale las gracias a Carmen y a tus hijos, que, como bien dices, no tienen la culpa de nada.
–Mis hijos, mis hijos son guapos, y buenos; no como esos satanaces que me los hicieron, que ojalá se los trague pronto la tierra…
Carmen y yo, apoyadas a veces por Catuja y Candelaria, intentábamos convencerla de que no bebiera.
–Hazlo, al menos por tus hijos…
–¿Mis hijos?... Mis hijos saben lo que lucho por ellos y…, bueno, es verdad que el mayorcito está todo el día «madre, no beba, madre, no beba». Pero qué quiere… Yo, si no bebo, no aguanto.
Hoy no apareció a despedirme. Estoy segura de que no estaba en condiciones. Se ha descuidado mucho y no le vaticino un buen final…
Y mientras tanto, los verdaderos culpables de su situación, dándose golpes de pecho y comulgando todos los domingos en esas iglesias donde, incluso, tienen un sitio reservado, como en el infierno.
IV
Daniel se ha puesto a hablar con las niñas para distraerlas, pero eso no impidió que Sara se sintiese mareada. Tuvimos que parar en una cuneta. Yo reaccioné y la ayudé a bajar. Tenía que haberme dado cuenta antes. No entiendo cómo me puedo ensimismar de esa manera.
–No es nada, ya verás que con el aire…
–No tenías que haber estado mirando por la ventanilla todo el tiempo –le dijo Daniel, al tiempo que Sara vomitaba todo el desayuno.
–¡Ánimo, que ya queda menos!
Daniel empieza a contar historias y leyendas. De vez en cuando entona una canción para que las niñas lo acompañen. Yo intento unirme a ellas…
Aquella tarde, mi hermana Sara y yo nos subimos en una calesa de dos caballos, junto a nuestro padre, para ir a Santa Cruz. Habían pasado ya cinco años de la muerte de nuestra madre y de Elisa, y mi padre decidió que ya era hora de que dejásemos aquellos vestidos tristes. Así que, aprovechando la llegada de un barco, procedente de Inglaterra, que traía mercancía, entre la que se encontraban telas de diferentes clases y colores, además de tafetanes y otros materiales para la confección de sombreros y bolsos, que era muy difícil encontrarlos por aquí, nos propuso el viaje a la capital, para que eligiéramos lo que más nos gustase.
Fue una gran novedad. La noche anterior apenas dormimos, preguntándonos cómo sería ese viaje, con parada obligatoria en Tacoronte, para pernoctar en el famoso Hotel Camacho, que, según había oído, funcionaba de acuerdo a las costumbres de sus principales clientes, por lo general viajeros ingleses. Es decir, como decía mi padre, «todo a su hora exacta». Era la primera vez que dormíamos fuera de casa, y todo aquello nos sonaba a
aventura.
–¡Fíjate, Sara, me han dicho que el hotel hasta tiene teléfono! –dije con tal entusiasmo que no tardé en arrepentirme, pues entendía que no eran propias de mi edad esas explosiones de júbilo.
A pesar de que se acercaba el verano, el tiempo estaba lluvioso. Tiempo norte, decían. Pero ya mi padre nos había asegurado que, una vez que hubiésemos pasado La Laguna, el sol luciría sobre el mar y la ciudad de Santa Cruz. Claro que para eso aún quedaba una noche en el famoso hotel.
Salimos cerca de las tres y, después de un viaje a ritmo de trote y en el que las nubes alternaban con grandes claros, llegamos a Tacoronte, casi a la hora del ocaso. Allí, frente a la estación del tranvía, sobre una roca, se alzaba el Hotel Camacho, un edificio rectangular del que sobresalían dos cuerpos. En uno de ellos estaba la entrada principal, precedida por un jardín en cuyo centro había una fuente. Todo muy al estilo inglés, con su tejado a dos aguas, de teja inglesa, rematado por una crestería, tan típica de otras casas de extranjeros que habían fijado su residencia en el Valle.
Los tres ventanales, sobre la entrada, con sus visillos blancos, invitaban a asomarse para contemplar desde allí el jardín, donde una serie de paseos estaban bordeados por plantas, distribuidas de forma aleatoria. Limoneros, adelfas, geranios, naranjos y magnolios se mezclaban en un estudiado desorden.
Mi padre nos dijo que si queríamos contemplar el paisaje, hasta la costa, podíamos subir a la azotea. Nos advirtió que subiésemos con los echarpes, porque a esa hora ya hacía bastante fresco. Tenía razón, pero valía la pena pasar un poco de frío, porque desde allí la vista era espectacular.
Casas dispersas, de piedra, se diseminaban a lo largo de aquellas tierras que descendían hasta el mar, con cultivos diferentes, entre los que destacaban las viñas; y, de vez en cuando, nos sorprendía la presencia de palmeras que parecían vigilar los caminos, a cuyos bordes crecían geranios y flores de Pascua. Los contornos de la costa a aquella hora del atardecer se veían con nitidez. Todo se destacaba: cada casa, cada árbol, cada palmera, como si quisieran dejar constancia de su existencia individual y única. Abajo, el mar parecía quieto e invitador, pero sabíamos que allí las costas eran abruptas y el mar chocaba con fuerza contra las rocas. Y todo, con ese color naranja que traen los ocasos.
De pronto oímos una algarabía que procedía del jardín de entrada. Era un grupo de jóvenes estudiantes que entraba en el hotel. Sara se empeñó en que bajáramos.
–Pero ¿y qué dirá padre?
–Le diremos que hacía mucho frío aquí arriba.
Así era Sara. Parecía no arredrarse ante nada, ni siquiera ante mi padre: claro que yo tampoco le tenía tanto miedo… Un respeto, eso sí.
Cuando llegamos a recepción, ya le estaban dando las llaves de nuestras habitaciones, y los jóvenes se disponían a registrarse en el hotel, sin tener en cuenta la cara de malhumor con la que los atendió el recepcionista.
Mi padre nos dijo que la actitud de aquel empleado con los jóvenes era la habitual, sobre todo cuando había ingleses hospedados, porque estos terminaban, siempre, dándole las quejas por el alboroto que armaban los muchachos.
Pero nosotras estábamos encantadas ante aquella alegría que se nos contagiaba, aunque intentábamos disimular.
Cenamos muy temprano. Hora inglesa, ya saben, puntualizó mi padre.
El comedor era amplio y se abría al jardín trasero por una puerta acristalada que, por la hora, permanecía cerrada y con los visillos corridos para protegernos mejor del fresco de la noche. Había unas seis o siete mesas, tres de ellas ovaladas, en las que podían sentarse unas seis personas, y cuatro redondas, más pequeñas, para cuatro. Las sillas, con respaldo redondo de madera, tenían el asiento tapizado de un color beige oscuro. En dos estanterías acristaladas se veía gran cantidad de platos, vasos, copas, botellas, colocadas en perfecto orden. En sus gavetas, cubiertos, manteles y servilletas esperaban reponer a los usados. Dos grandes arañas de cristal iluminaban, con calidez, la estancia.
Los tres nos sentamos en una de las mesas redondas que estaban más cerca de la puerta que daba al jardín.
La cena también tuvo su nota cómica. Nos pusieron un puchero caliente y oloroso. Todos festejamos aquel plato. Todos menos los tres ingleses que se alojaban en el hotel, dos mujeres y un hombre, que miraban con una mezcla de asco y estupor la bandeja llena de verduras, con garbanzos, papas y carne. Cogían el tenedor y parecían escarbar en todo aquel plato, preguntándose por dónde empezar.
Uno de los muchachos, el más bromista, supongo, se dirigió a los ingleses.
–¡Eh, misters! ¿A que en su tierra no existe un condumio como este?
Las señoras hicieron un mohín de desprecio y el caballero los miró como si no hubiera entendido nada –lo que