Y tú serás el río. Cecilia
yo pedirlo, por aquel padre al que, a pesar de su carácter autoritario, quería mucho. Luego pensé en mi hermana, y me preguntaba cómo se habría tomado aquel encargo.
Pero ella, al contrario que yo, se lo tomaba con tranquilidad, sin dejar que sus obligaciones la perturbaran.
–¿Eso te dijo?... Pues será cuestión de no llevarle la contraria –me contestó cuando yo le hablé de aquella conversación.
En ese momento me di cuenta de que mi padre solo había hablado conmigo y Sara no sabía nada.
Y yo, cada día, levantándome, pensando en las numerosas obligaciones que pesaban sobre mí –aunque también pienso que no hubiera sabido qué hacer sin ellas– y diciéndome: «Ánimo, Julia, no te puedes rendir, no puedes caer enferma ni dejarte vencer por la tristeza».
III
–¡Bueno, pues ya estamos saliendo del pueblo! ¡Hay que ver, Julia, concuña, cómo te quieren los vecinos! Allí estaban todos. ¿Y qué me dices de Carmen?...
–Tú siempre tan oportuno, cuñado –le interrumpe Daniel, mientras yo salgo de mi ensimismamiento–. Anda y déjate de conversaciones, que tienes que atender a la carretera.
Anselmo refunfuñó por lo bajo y yo intenté quitarle importancia al asunto. Al fin y al cabo, la idea de llevarnos había partido de él.
–No van a estar alquilando ahora un taxi, teniendo mi coche… Además, así veo a mi hermana, que hace meses que no voy por allí.
Yo accedí, pero le puse como condición que le pagaría el gasoil.
Carmen… Sí, Carmen llevaba en la finca de Los Codesos, que habían heredado mi marido y sus hermanos, toda la vida. Su padre, Antonio, era el medianero y ella había nacido allí.
Antonio completaba sus ganancias de medianía trabajando a jornal en otras fincas, y a Carmen, desde que pudo valerse, la puso a trabajar en las huertas junto a su madre, porque, según decía, el muy animal, la escuela era solo para los ricos y los gandules.
Cuando yo la conocí, recién casada con Ismael, su padre acababa de quedarse viudo. Poco tiempo después, el carácter de Carmen cambió. Si antes era una muchacha alegre y siempre dispuesta a cualquier trabajo, por duro que fuera, ahora su mirada se había vuelto triste, desconfiada. Yo pensaba que era por la ausencia de su madre, aunque su tristeza no parecía la misma que ocasiona una pérdida.
Cuando se sentía observada intentaba fingir, pero yo sabía que algo le estaba pasando.
Hasta que un día, entro en casa y se encaró
conmigo.
–Señorita, voy a tener un hijo.
Ante mi mirada interrogante, ella bajó la cabeza y dijo en un susurro: «Es de padre».
Apreté los puños, pero no pude contenerme.
–¡Sinvergüenza, canalla! Pero ¿cómo se ha atrevido?
–Él dice que está solo, que después de la muerte de madre…, que es un hombre, pero que no iba a irse de putas teniendo una mujer en casa, así que…
–Pero ¿tú qué hiciste?
–¿Y qué quería que hiciera, señorita? Le tengo miedo. Usted sabe que es de los que no se aguantan la rabia y…
No pudo continuar porque estalló en un sollozo.
A pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, fue uno de los jornaleros quien dio la noticia. Había oído el llanto de un niño que provenía de la casa de Antonio. Luego vio salir a Carmen con la criatura e internarse en unos maizales.
–No sé cómo demontre se le ocurrió salir de la casa. A lo mejor fue buscando algo de calor, porque allí dentro hace un frío del carajo –les dijo a sus compañeros de taberna.
Me imaginé la escena. Yo ya había visto la casa una vez, cuando fui con mi marido a buscar unas papas, si es que podía llamar casa a aquella especie de cuarto rectangular, hecho de piedra sin revestir, con un solo espacio, dividido en cuatro por una especie de cortinas de arpillera que colgaban de unas vigas que a mí se me antojaron muy débiles para sostener siquiera una techumbre como esta, de tejas, muchas de ellas rotas.
Una puerta estrecha y dos ventanas pequeñas era todo lo que había para dar luz y calor.
Sabía que mi marido y sus hermanos habían intentado que se fuera a otra casa, construida en un terreno yermo y no muy alejada de la finca, y colindante con otras casas, también destinadas a medianeros de fincas vecinas. Pero a Antonio le parecía que aquel sitio donde ahora vivían estaba mejor. Sobre todo, más oculto.
–Yo se lo agradezco mucho a los señores, pero aquí entre la huerta de papas y la de millo estamos bien. Ustedes saben que aquí todos son unos culichiches, que siempre están pendientes de uno, y nadie se tiene por qué enterar de cuándo entramos o salimos. Además, así tengo todo más vigilado. Y, bien mirado, esto es mucho mejor que el pajar donde nació un servidor. Y ya ve usted lo fuerte que he salido, sin nada de mariconadas. La casa. Bueno, la casa, si a ustedes les parece bien, la dejamos pa cuando la chica se case.
No hubo manera de convencerlo, y eso que incluso lo amenazaron con echarlo. Pero era un buen trabajador, y, al parecer, de confianza, y mi marido y sus hermanos no querían perderlo. Él lo sabía, no era tonto, y permaneció en sus trece. Además, pronto dejó claro que no estaba dispuesto a que otro viniera a lo que consideraba suyo, y estaba decidido a amenazar a todo aquel que pretendiera quitarle el puesto, «aunque lo hubiesen buscado los amos».
Ahora pienso que cedieron con mucha facilidad porque, en el fondo, les interesaba que Antonio siguiera trabajando la finca, y se convencieron –para tranquilizar su conciencia– de que ya habían insistido lo suficiente y de que, si Antonio se empeñaba en quedarse en aquella casucha, era cosa de él.
Bueno, tal vez estoy siendo algo injusta… Al fin y al cabo, la casa permaneció sin ocupar hasta que, después de la muerte de su padre, Carmen se fue a vivir allí con sus hijos. Fue ella la que me dijo lo de las amenazas de su padre. Claro que, en ese momento, ya no podía hacerle nada.
Como ella misma me dijo, la casa le había parecido un paraíso.
–Señorita, ni comparancia. Allí hay mucha luz y calor, y las habitaciones están separadas por tabiques, como Dios manda, y hasta la cocina tiene chimenea, con lo que ya no me veo cocinando fuera, como antes, o si llovía abrir bien las ventanas, y aguantar que la casa se llenara de humo y olor.
Lo básico era para Carmen un lujo que, a partir de entonces, pudo disfrutar.
La noticia se extendió. Fueron las mujeres las que se encargaron de difundirla. No faltaron las elucubraciones acerca de la paternidad de la criatura y muchos señalaron, con descaro y acierto, a Antonio. En las tabernas, los parroquianos se daban codazos al ver pasar a Carmen y comentaban con malicia.
Al fin, después de unos años, el pueblo estaba pasando un buen rato a costa de la desgracia ajena.
Carmen bajó, dos días después, con la niña. Temía las iras de mi marido y sus hermanos y se fue derecha a mi casa.
–No sé, doña Julia, igual ahora nos echan de la finca.
–Nada más lejos de eso, Carmen.
Se echó a llorar y yo le dije que nada de lágrimas. Fui tan tajante que ella abrió mucho los ojos y cesó su llanto.
Pero aún le quedaban tragos amargos.
Primero fue la inscripción en el registro civil, en el que, a falta de padre conocido, le pusieron sus mismos apellidos, y a mí todo aquello me pareció una burla cruel del destino.
Luego el bautizo, al que asistimos mi marido y yo, como padrinos de la niña. Se celebró muy temprano, antes de la primera misa. El cura lo decidió así para, según él, evitar curiosidades y burlas malsanas. Sin embargo, no dejó pasar la ocasión para predicar sobre ese deber del pobre de aceptar