Canon sin fronteras. Группа авторов

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el bien de la humanidad, justifica la muerte de millones de personas.

      ¿Qué le ocurre al ciudadano del capitalismo? Que en vez de trabajar para sí mismo, disfrutando de lo que hace, sufre ocho o diez horas diarias en un trabajo que debe aguantar como puede. Por eso, cuando llega a casa, no quiere pensar, sino llenarse de efectos (visuales, emocionales, corporales…) que le permitan enfrentar las ocho o diez horas del día siguiente (Adorno y Horkheimer, 2013: 150). Debo reconocer que no discrepo en nada con esto. Como iré desarrollando, discrepo respecto al reduccionismo de pasividad que esta realidad implica; respecto a la manera fácil con que Adorno pierde al sujeto y frivoliza la complejidad de todo objeto estético, haya sido producido como haya sido producido; respecto a la escasa importancia otorgada al efecto, sin considerar su potencialidad ratificadora e incluso cierta negatividad no reconocida por el filósofo alemán.

      Imaginemos una película de ciencia ficción que siguiera estos planteamientos, una película muy muy efectista que contuviera todos los tópicos más simples del género: muchos disparos, peleas de humanos contra robots, naves de combate, telequinesis para mover objetos con la mente, personajes que vuelan, artes marciales… es decir, un absoluto sinsentido desde el punto de vista de la negatividad. Supongamos que para conciliar dicha vacuidad, se le ofreciera al receptor un trasfondo muy básico que pareciera filosófico. Esta película existe. Se titula The Matrix (1999). Precisamente, muchas de las críticas a esta cinta se basan en la teoría de los efectos de Adorno, utilizada, en realidad, para atacar cualquier película de ciencia ficción que contenga muchos efectos especiales y escasa explicitud y complejidad críticas. En un sentido más amplio, ésta es la misma reprobación que se realiza contra la cultura popular: la pérdida de varios elementos que definen por sí mismos a la alta cultura, tales como la belleza, la complejidad del objeto en sí mismo más allá de los efectos que provoque, la negatividad respecto a los problemas sociales, el valor del arte en beneficio del valor del dinero, la alerta contra las amenazas del fascismo, la verdad respecto al mundo y, por supuesto, las relaciones productivas entre sujeto y objeto.

      Quiero aclarar aquí que no estoy en contra de esta manera de analizar ciertos objetos estéticos. No sólo nuestra experiencia se enriquece en muchísimas ocasiones con dicha forma de mirar, sino que aporta una óptica dura, crítica, imprescindible para detectar obras que sacuden los presupuestos de la “moral”, la sociedad y la política. El problema no es lo muchísimo que aporta al análisis de creaciones que cumplen con los requisitos que acabo de comentar, sino la imposibilidad de aplicación a películas como 2001. Tanto su presupuesto como el gran estudio ante el que respondía Kubrick, como su falta de interés por los problemas sociopolíticos, deberían condenar esta obra al infierno de lo frívolo y lo kitsch. El único objetivo de Metro-Goldwyn-Mayer fue sacar dinero con la película y, seguramente, sus responsables habrían censurado cualquier sugerencia de comunismo o de inmoralidad. Es decir, no me cabe duda de que la película habría sufrido una dominación clara del discurso por parte de la industria si hubiera ido por ciertos derroteros. ¿Cómo defenderla bajo el paraguas de la Escuela de Frankfurt?

      3. Desde el siglo xix, existe una fuerte democratización de la cultura. Los nuevos lectores y espectadores exigen su propia cultura y es normal que la tengan a su pobre nivel. Debemos considerar estos objetos estéticos como obras mediocres para gente ignorante y adormecida que no se interesa por los terribles problemas sociopolíticos que vivimos.

      Puede pensarse que la propuesta de Eco se convierte en el adalid de la cultura popular. Al fin y al cabo, sale Superman en la portada. No obstante, en el fondo, nada de esto critica fuertemente la teoría de los efectos de Adorno y, de hecho, mantenemos hoy estos argumentos en nuestras defensas de la ciencia ficción y en los ataques a las “malas” películas y novelas de ciencia ficción. Es decir, con esto salvamos Blade Runner, una película en la que la gran empresa capitalista toma el papel de Dios creando seres humanos. Podemos salvar así también El show de Truman (The Truman Show, 1998), Gattaca (1997), aunque sería discutible, Niños del hombre (Children of Men, 2006), aunque habría que preguntarse si Adorno estaría de acuerdo. Incluso, si nos ponemos rigurosos con el ataque a la industria del placer, podemos defender Wall·E (2008) por la distopía que presenta.

      Éste es el motivo por el que, en los


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