La niñez desviada. Claudia Freidenraij
Así, partimos de la década de 1890 porque representa un quiebre en la historia de la infancia minorizada. Consideramos que esos años constituyen un momento de alta tensión en el que es posible constatar una vigorización de las preocupaciones de las “elites morales” por esa niñez desviada y una intensificación de la intervención policial sobre la infancia y la juventud plebeyas. Esa renovada intervención policial se verifica en la producción de una mayor normativa (disposiciones y edictos policiales) que buscaba ordenar la presencia infantil en el espacio público, con la intención de reducirla e, idealmente, eliminarla. A su vez, la década de 1890 fue testigo de la expansión de la capacidad de encierro estatal general (acorde con la multiplicación de establecimientos carcelarios dependientes tanto de la policía de la Capital como del Ministerio de Justicia), así como de la diferenciación del encierro infantil respecto del de los adultos. Fue a lo largo de esos años cuando las preocupaciones públicas se transformaron en políticas concretas dirigidas a intervenir en la vida cotidiana de niñas, niños y jóvenes pobres de Buenos Aires: desde la fundación del Patronato de la Infancia en 1892 hasta la inauguración (después de una década de gestiones, marchas y contramarchas) del primer reformatorio argentino en 1898, la década de 1890 constituyó un claro punto de partida. Del mismo modo, 1919 –momento de sanción de la ley 10.903, de Patronato de Menores– constituye otro mojón ineludible en la historia de la infancia y la juventud de las clases laboriosas, que elegimos como cierre de nuestro período por constituir un elemento altamente simbólico que cristaliza y legitima una serie de prácticas que se institucionalizaron a lo largo de los años que estudiamos. La Ley de Patronato, que estuvo en vigencia en nuestro país hasta su derogación en 2005, consagró la “doctrina de la situación irregular”, una concepción del derecho de menores que los interpreta como objeto de tutela y protección segregativa en virtud de la cual el Estado se reservaba el derecho de intervenir a través de sus organismos administrativos y judiciales en la vida de niñas, niños y jóvenes calificados en situación de “abandono moral o material”, facultando a los jueces para “disponer” de ellos sin necesidad de que mediara la comisión de delitos. Las medidas tutelares que la Ley de Patronato vino a legitimar legalmente en 1919 llevaban tres décadas practicándose. En este sentido, el período 1890-1919 constituye un nudo central para entender la historia de la infancia minorizada en la Argentina del siglo XX hasta hoy, porque fue entonces cuando se sedimentaron prácticas, políticas, representaciones e instituciones que estaban llamadas a perdurar durante los cien años siguientes.
1. La producción histórico-social de la delincuencia
La propuesta que atraviesa este libro parte de una perspectiva compartida por muchos investigadores acerca del carácter artificial, social e históricamente construido del delito y la delincuencia. Tanto desde el campo de los estudios sobre la infancia como desde el de la historia social del delito y la justicia, una serie de científicos sociales vienen trabajando en este sentido, y señalando la necesidad de reflexionar sobre los procesos sociales que contribuyen a “la valoración de ciertas prácticas como ilegales”, proceso que “pose una historicidad específica que debe analizarse en cada caso” (Yangilevich, 2012: 17).
Como advierte Máximo Sozzo (2009: 2), pensar el delito como “invención humana” y advertir la “ficción” que implica esta concepción “no implica tratarlo como mera ilusión”, sino tomar conciencia sobre la complejidad del objeto. En este sentido, es preciso pensar la criminalidad infantil en su contexto de producción: los procedimientos que la definen, los instrumentos con que se gestiona y se controla, las políticas públicas que se tejen a su alrededor (que son tanto penales como asistenciales) y las instituciones que intervienen en esa empresa. Esta investigación se interroga por el carácter de esa transgresión; la interpela como objeto de estudio y se pregunta en qué medida eso que se llamaba “transgresión” y “delito” no era otra cosa, ¿en qué consistía concretamente aquello que los contemporáneos identificaban como “delincuencia precoz”?, ¿hasta qué punto no deberíamos pensar en la construcción histórica del delincuente precoz como el resultado de un proceso de criminalización de las prácticas, las conductas y los hábitos de un sector social? Este libro pretende recorrer estos senderos procurando dar cuenta del lugar de los sujetos en esos procesos históricos; de sus relaciones y experiencias.
En términos generales, la documentación disponible ha sido producida por diferentes actores sociales e institucionales que formaban parte de las elites morales. A medida que avancé sobre sus informes y estadísticas, sus memorias y actas, sus crónicas y disertaciones, me convencí del carácter artificial, en el sentido de ser un producto socialmente construido, de las categorías con que estas elites organizaban el mundo. Buscando dar cuenta de las múltiples formas de intervención estatal sobre la “infancia abandonada y delincuente”, me encontré con que muchas de ellas fueron dirigidas a regular, ordenar, influenciar y modificar las formas de vivir de esos sujetos. Profundamente convencidos de que sus intervenciones sobre esos niños torcerían el rumbo (equivocado) de sus vidas, las elites morales no se limitaron a asilar a los huérfanos y a corregir a los delincuentes, sino que operaron sobre un vasto y heterogéneo conjunto: los niños y los jóvenes de clase trabajadora. ¿Cuánto de lo que estas crónicas contaban sobre la “niñez desviada” era real y cuánto había de inventado? ¿Cuánto era prejuicio y cuánto retrato de aquello que observaban? ¿Cuánto de la vida cotidiana de esos muchachitos llegaba a filtrarse entre líneas en los discursos censuradores –altamente prescriptivos y preceptivos– sobre sus usos y costumbres? ¿Era posible hacer esa distinción?
Estas preguntas me alentaron a recuperar algunas contribuciones más clásicas provenientes de la historia social para intentar reconstruir las condiciones materiales y las formas de vida de los niños y los jóvenes de la clase trabajadora y a rebuscar en esa tradición historiográfica (en su metodología y entre sus herramientas) para procurar reponer los rasgos más sobresalientes de esa cotidianeidad sobre la que las elites morales operaron. Esto implicó, por un lado, recurrir a otras fuentes que en un principio no estaban dentro de mi horizonte documental: memorias y autobiografías, aguafuertes y crónicas urbanas, novelas y cuentos. Por otro lado, supuso la lectura a contraluz de las fuentes de que disponía: una lectura atenta a los pliegues, a lo marginal, a lo implícito, a lo sugerido (más que a lo efectivamente dicho); una lectura a contrapelo que me permitiese reconstruir esa vida cotidiana de los niños y jóvenes plebeyos. Puesto que lo que me interesaba era la criminalización de esa vida cotidiana, me interrogué acerca de cómo se asocian ciertas formas de vivir con comportamientos caracterizados como predelictuales, que ameritan iguales correcciones que los delitos mismos. ¿Cómo se construyen, a lo largo de los treinta años que recorre este libro, formas de clasificar y juzgar las conductas infantiles que a su vez informan maneras específicas de caracterizar su “peligrosidad” y su necesidad de corrección?
En la medida en que este libro pretende dar cuenta de cómo ciertos aspectos de esas formas de vivir características de la infancia y la juventud de las clases plebeyas de fines del siglo XIX se convierten en objeto de la “actividad criminalizadora del Estado” (Marteau, 2003: 3), proponemos observar cómo las elites morales confluyeron en la sanción moral de ciertas prácticas, actitudes y conductas. En este sentido, esta investigación procura sacar a la luz los mecanismos que pusieron en juego distintas agencias y agentes estatales en el proceso de conversión del “niño” en “menor”.
De este modo nos interrogamos tanto por las características de la denuncia de una permanente inflación de la delincuencia de menores como por la naturaleza de esa delincuencia. ¿De qué estaba hecha la “delincuencia infantil”? ¿En qué medida los niños y jovencitos que la engrosaban habían, efectivamente, delinquido? Sin alentar una mirada romántica y edulcorada de esos niños y jóvenes, nos propones desbrozar los motivos por los cuales entraban en contacto con la policía y las defensorías de menores, las dos agencias estatales más frecuentadas por ellos. ¿Cómo contabilizaba el Estado ese fenómeno y qué trato le dispensaba? En las respuestas a estas preguntas veremos en acción a múltiples agentes y agencias estatales. Policías, estadísticos, políticos, defensores de menores, jueces, médicos legistas y administradores penitenciarios dieron vida a sendas instituciones involucradas en la tutela de los menores. Comisarías, leoneras1 y depósitos policiales, oficinas