¡Ganar!. Brad Gilbert
llegaba al Grandstand estaba de mi lado! Me alentaba en cada tiro. Aullaba cada vez que corría cada pelota y me rompía el lomo en lo que era un verdadero baño de vapor. Les encantaba. Y a mí también me encantaba.
Becker estaba afectado. Los largos aullidos y lamentos en alemán continuaron: “Mis pies queman. ¡Quiero ponerlos sobre hielo!”. Fue como una inyección de adrenalina para mi sistema. Sabía que, si perdía el control, lo vencería. Boris se frustraba cada vez más. De haber estado a dos puntos de llevarse el partido (cuando saqué en el tercer set 4-5, 30-30) y el boleto a los cuartos de final, pasó a tener un montón de trabajo por delante. Y en condiciones climáticas que hasta un camello odiaría.
En el 5-5, Boris amenazó con quebrar mi saque. Lo intentó dos veces y falló. No era una linda manera de mantenerlo, pero lo mantuve. Boris tenía que sacar 5-6. Fuimos hacia nuestras sillas para el cambio de lado. Decidí cambiarme la remera para darme un pequeño empuje mental, ponerme algo fresco y seco. Y realmente empecé a trabajar con mi pensamiento, a repasar mi plan de juego: “Mantente alerta. No regales puntos estúpidos. Hazlo jugar algunas pelotas y sigue pegando hacia su drive. ¡Que cometa errores!”.
En el fondo empecé a escuchar algo, un sonido en la multitud. Eso alteró mi concentración. Levanté la vista y vi a dos adolescentes corriendo por los pasillos. Agitaban banderas de Estados Unidos y el público se contagiaba: “¡USA! ¡USA!”. Se escuchaba cada vez más fuerte. Los fans se habían involucrado de verdad. “¡USA! ¡USA!”. Miré hacia el rincón donde estaban sentados mi familia y mi entrenador, Tom Chivington. Estaban de pie y alentando. La emoción que corría por el Grandstand era electrizante. Se me puso la piel de gallina con más de 32 ºC de calor. Estaba inyectado de confianza.
Volvimos a la cancha con Boris 5-6 en el saque. La multitud zumbaba. Boris sacó cuatro veces. No ganó un punto. ¡Lo quebré en cero y gané 7-5 el set! La gente rugía y me dio una ovación de pie: “¡USA! ¡USA!”. Flameaban más banderas. De pronto estábamos dos sets iguales. El partido empatado, ¿verdad? Error.
Yo ya había ganado. El partido no había terminado, pero yo ya había ganado. Miré de reojo a Boris y podía ver que estaba terminado. Su energía se había ido. Sus ojos estaban muertos, sin chispa ni lucha. Su lenguaje corporal me decía que ese día ya no daría batalla.
No se trataba de una cuestión física sino mental. Boris era un súper atleta y estaba en gran forma. Lo que se había debilitado era su determinación. Boris estaba frustrado con el partido. Solo quería irse de allí. Como pensé que ocurriría.
Comienzo del quinto set. Mi saque. Y otra vez Becker no amenazó. Lo mantuve con facilidad. Boris sólo ganó dos puntos en dos games. La marca ya estaba hecha. Quebré, mantuve, quebré y mantuve.
Estaba 5-0 arriba y solo me había tomado diez minutos. Al menos se sintió así de rápido. Boris se las ingenió para conseguir un game, pero perdió 6-1.
El partido había durado cuatro horas y diecisiete minutos en condiciones opresivas de calor y humedad, una caja de sudor. A pesar de que había sido programado para la tarde, eran casi las diez de la noche. Había perdido más de tres kilos. Pero estaba tan entusiasmado que podía correr un maratón. Jimmy Connors me “desentusiasmó” dos días después en los cuartos de final. Pero no me sacó nada del orgullo de haber batallado desde dos sets abajo para ganarle en cinco. Nunca antes Boris Becker había perdido después de haber ganado dos sets.
La preparación previa paga
Muchas cosas me salieron redondas ese día, pero fui capaz de sacarles ventaja porque me había preparado antes del partido para el estilo de juego y el temperamento de Boris Becker. Cuando me tuvo contra las cuerdas, vi la manera de ganarle, porque entendía su juego y su temperamento. Había salido a jugar el partido con una fuerte preparación mental. Sabía qué quería que ocurriese y qué quería evitar que ocurriese. Parte de eso tenía que ver con los golpes y con la estrategia. Parte de eso tenía que ver con la personalidad, tanto la mía como la de mi rival. Esa preparación me sirvió cuando la necesité.
Cuando la situación se tornaba desesperante, tuve una brújula mental que me mantuvo en curso y me mostró la manera de volver al partido. En lugar de dejarme arrollar y aceptar la derrota, me convencí de que había una manera de ganar.
Boris era un caballero. Más tarde esa noche estaba en una discoteca llamada The Heartbreak, sobre Varick Street en Manhattan. Cerca de la medianoche sentí un golpe en el hombro. Era Boris. Me felicitó por el triunfo y hablamos del partido cerveza de por medio. Me dijo que odiaba esas condiciones climáticas de calor y humedad. Le dije que a mí me encantaban. Me dijo que se tenía que hacer algo respecto de los aviones que sobrevolaban los partidos. Le dije que me encantaban esos aviones. Bromeó un poco y me dijo que la próxima vez no sería tan afortunado. Cinco meses más tarde le gané en el Masters en el Madison Square Garden. No había aviones, calor ni humedad.
Cada jugador es único
¡Pero Connors es el más único!
Ante Jimmy Connors, mi “autovisualización” o mi análisis previo al partido y mis conclusiones fueron completamente diferentes, porque su juego y su personalidad diferían mucho de los de Becker. Primero y principal, me recordé a mí mismo que debía bloquearme ante los elementos externos. En este caso, no eran el viento ni el sol, sino el caos que él podía crear con el público y las autoridades. Jimmy trataba al público como si él fuera el conductor y ellos, la banda. Conseguía que hicieran lo que él que se proponía.
En un punto importante, Jimmy conseguía de pronto que 14 000 personas se enloquecieran, hincharan por él y en contra de su oponente (a saber, yo) con un gran alboroto. Me recordé que era de esperar, así que debía ignorarlo. Era parte de su plan de juego. Pero como ya verán, ante Connors todo esto era más fácil decirlo que hacerlo.
(Si Jimmy hubiese estado en el lugar de Becker en el partido del US Open que acabo de describir, habría hecho algo perturbador con el público cuando empecé mi levantada en el tercer set. Y cuando me puse arriba en el tie-break, doy por hecho que habría sacado parte de su “inventario” para sacudir mi ímpetu: una discusión con un juez de línea, un insulto, algo por el estilo. Nunca me habría dejado encaminarme tan fácilmente hacia el triunfo).
Para jugar contra Jimmy, también planeaba jugarle tiros con slice a su drive (la llamaba mi máquina de cortar fiambre). Nada fuerte. Que la pelota solo le picara un poco menos. Sabía que cuando pegaba desde la línea de saque, Connors tenía tendencia a bloquear con su revés. Si lo hacía, era lo que estaba esperando. Quería estar listo para adelantarme, pegarle e ir detrás de ella.
La devolución de saque de Connors también requería una consideración especial antes del partido. Tenía una de las mejores devoluciones de saque de la historia. Su especialidad era empardar un gran servicio. Se las ingeniaba para que la raqueta aguantara la bola y la mantuviera en juego. Lo que debía ser un ace o un winner, te llegaba de vuelta y Jimmy se mantenía en el punto. No necesariamente mataba la pelota. Conseguía devoluciones fantásticas y después era capaz de pegarle a la bola con dirección (ubicarla donde no pudieras aplicar tu mejor tiro).
De inmediato tomaba tu ventaja y la convertía en una desventaja. Y lo hacía porque era un gran adivinador. Cuando acertaba, incluso el mejor servicio tenía respuesta.
Pero el aspecto importante era que él no mataba con esa devolución de saque. Eso me permitiría ir por un winner o algo que produjera una devolución más débil. En caso de que él adivinara, me vendría de vuelta. Si no adivinaba, yo ganaría el punto. Y en caso de fallar el primer saque, sabía que él no me haría tragar el segundo, como hacía Becker.
Esto cambiaba por completo mi estrategia de saque. Al sacarle presión a mi segundo saque, Jimmy me permitía jugar el primero con mayor margen. Sabía que un servicio que ante cualquier otro jugador sería un ace, con Jimmy me vendría de vuelta. No dejaría que me sorprendiera. Ese era el elemento que Connors siempre llevaba a la fiesta. Si dejabas que te molestara, te hacía aflojar el primer saque o te llevaba a