José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann

José Kentenich, una vida al pie del volcán - Dorothea Schlickmann


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que diese una conferencia sobre un determinado tema. El muchacho aceptó la propuesta con entusiasmo y tomó el libro que se le ofrecía. Pero cuando llegó el momento, tuvo miedo. Se retiró entonces a un rincón del jardín, y allí proseguía escribiendo en su libreta. Jamás habría aparecido en la sala de estudios si algunos de sus compañeros no lo hubieran llevado con suave violencia hasta el ambón. “Pero cuando superó el susto inicial”, relataba más tarde, “se abrió una brecha en el muro de la timidez, y no sólo en mí, sino en nuestro curso, despejándose así el camino para actuar por propia iniciativa”.

      Como en Ehrenbreitstein, al P. Kentenich le interesaba acostumbrar a los jóvenes a la independencia. Les explicaba que sólo puede pasar a ser posesión nuestra lo que ha sido “libremente querido”, lo que uno ha decidido por sí mismo, lo que uno ha elaborado y conquistado. Todo lo demás es “sólo un rótulo pegado que se cae rápidamente”. Sabía por propia experiencia que justamente lo que se ha conquistado al precio de ardua lucha nos hace fuertes y seguros, incluso a la hora de enfrentar resistencias y peligros. A fin de fomentar esa independencia necesitaba algo que uniese entre sí a los muchachos en una tarea común y a la vez les diese más espacio libre para su actividad. Una auténtica comunidad desarrollada por ese camino facilitaría la solidaridad de sus miembros, y los uniría en una meta común. Una comunidad de tales características promovería asimismo el desarrollo de la personalidad. Pero para ello se necesitaba otro espacio de socialización, más allá del marco del internado y de las asociaciones de curso obligatorias.

      En agosto de 1912 el P. Kentenich asiste junto con el Provincial y el P. Behrendt al Congreso Mariano celebrado en Tréveris. Allí toma contacto con una institución que podía servir a esa finalidad. Los jesuitas habían prestado un gran servicio a la Iglesia - reflexionaba el P. Kentenich - con dos instituciones: los ejercicios ignacianos y las “Congregaciones Marianas”. Estas últimas habían comenzado en Alemania, en el s. XVI, en tiempos de la Reforma, bajo la dirección del P. Jacobo Rem. Por entonces el P. Rem, con algunos jóvenes de la nobleza, había puesto en marcha una renovación de la fe en todo el sur de Alemania. Ese grupo de élite se caracterizaba por la devoción mariana y una santa vida apostólica. A comienzos del s. XX las Congregaciones Marianas habían cobrado un nuevo florecimiento.

      Lo que desde el punto de vista pedagógico le interesaba al P. Kentenich en relación con las Congregaciones Marianas, y sobre lo cual había leído algunos textos, era la posibilidad de conformar una comunidad libre y fomentar la “autonomía moral”. Además las Congregaciones Marianas apuntaban a una renovación moral y religiosa a través de un testimonio creíble de vida cristiana. La Congregación Mariana ofrecía un espacio de socialización donde llevar una vida cristiana abrazada por libre decisión, autónoma. La participación era voluntaria y los jóvenes podían elegir libremente sus autoridades.

      El 27 de octubre el P. Kentenich les había mencionado ya a los jóvenes la Congregación Mariana. Si se fundara una en Schoenstatt, entonces una institución tradicional adquiriría un rostro totalmente nuevo, aun cuando la central de las Congregaciones Marianas, con sede en Viena, les fijara algunas condiciones.

      No obstante pronto el P. Kentenich hubo de dejar de lado estas consideraciones. En el verano el cuerpo de profesores había decidido no dar lugar a una Congregación Mariana en el seminario, arguyendo que los palotinos constituían ya una congregación y la devoción mariana estaba fundamentada de todas maneras en sus estatutos. El director espiritual conocía asimismo la opinión de los muchachos sobre el tema: tachaban a la Congregación de “asociación piadosa” o “asociación de la cintita azul”, convencidos de que era algo sólo para chicas. El P. Kentenich vio con claridad que todavía era muy temprano para esa iniciativa. Pero lo que podría servir como preparación del terreno era una especie de “Asociación Misionera”. En ese caso se podía contar con menos resistencia. La misión era en definitiva un objetivo central de los palotinos y con esa consigna se podría entusiasmar también a los jóvenes.

      Pero las cosas no eran tan fáciles como se lo había imaginado el P. Kentenich. Se opuso notoria resistencia de parte de los docentes partidarios de la “vieja escuela”: ¿Por qué tales extravagancias? ¿Por qué participación voluntaria? Unos decían que si se admitía algo así, eso debía ser asunto de toda la escuela; otros objetaban que sólo serviría para distraer a los chicos del estudio. Y había otros que ya al cabo de de las primeras semanas se mostraban escépticos para con el director espiritual y sus métodos pedagógicos modernos: “Sencillamente es demasiado joven e inexperto”.

      Pero pronto se ganó a algunos jóvenes para esa idea. Éstos impulsaron la iniciativa con el respaldo de su director espiritual. En cuanto vino el P. Provincial de Limburgo, fueron a solicitarle permiso para fundar una “Asociación Misionera”. Si bien había escuchado ya algunas objeciones de parte de los demás profesores, tras varios encuentros con los muchachos y con el P. Kentenich, el P. Provincial aprobó el plan. De alguna manera confiaba en el P. Kentenich y sobre todo veía que los jóvenes habían desplazado el foco de su interés: ya no se hablaba más de una “revuelta palaciega”; ahora se trataba de una Asociación Misionera. En poco tiempo se había cosechado un éxito pedagógico que no debía frustrarse. El rector, P. Wagner, coincidió con él.

      Así pues en las vacaciones de Navidad de 1912/1913 se fundó la Asociación Misionera. Los miembros líderes fueron reuniendo más interesados, redactaron una especie de estatuto de la Asociación junto con el P. Kentenich en calidad de director de la Asociación, y autoridades propias elegidas de entre las propias filas. Ahora se procedía muy democráticamente. Los debates sobre temas y acciones de la Asociación habrían podido competir en ciertos momentos con el parlamento del imperio alemán.

      El P. Kentenich había abierto a los muchachos un nuevo campo de acción. Y ellos comenzaron a trabajar con ímpetu: vender almanaques misioneros, juntar estampillas, escribir a los misioneros que ya estaban en Camerún, informarse por los misioneros que retornaban, organizar fiestas misioneras públicas, convocar reuniones, elaborar conferencias, debatir en común qué, cuándo y cómo hacer lo que había que hacer, y naturalmente tener una caja propia.

      Los jóvenes disfrutaban a sus anchas la libertad ganada. En algunas reuniones se caldeaban los ánimos. El P. Kentenich se sentaba atrás, en un rincón, y los escuchaba. Intervenía sólo cuando ya no había más remedio o cuando se le pedía su ayuda. Callada y cuidadosamente brindaba su apoyo a los jefes, y se dedicaba a todo muchacho que iba a consultarlo. Daba conferencias a los jóvenes, en las que orientaba la mirada también hacia la tarea de “misionar el propio corazón”. Por esa vía continuaba trabajando en el desarrollo de la personalidad de los estudiantes. Convencido de las buenas fuerzas que hay en cada ser humano, fortalecía la autoestima de los jóvenes haciendo que reconociesen y experimentasen sus propios valores personales.

      A poco de comenzar su labor en Vallendar, le llamó la atención el alumno José Fischer, un verdadero “alborotador”, al menos así lo calificaban los profesores cuando se quejaban de él. No obstante esas quejas, el P. Kentenich supo percibir cualidades del alumno que evidentemente habían escapado a los demás docentes. Así pues le dio la mano a José diciéndole: “¿Así que tú eres José Fischer? Ya he escuchado muchas cosas buenas de ti”. José quedó perplejo, inmóvil en el corredor, mientras el P. Kentenich desaparecía detrás de la gran puerta. El comentario no había sido dicho con ironía, sino con sinceridad - pensó José. Más tarde solía recordar aquel primer encuentro personal que le había infundido tanto ánimo y confianza en sí mismo. Por entonces nadie hubiera imaginado que justamente Fischer sería el primer prefecto de la posterior Congregación Mariana.

      El P. Kentenich procuraba abrirles a los jóvenes un camino original hacia la madurez y hombría que ellos anhelaban. Ya al cabo de pocas semanas les exponía en una conferencia: “En sus ‘Pensamientos sobre la educación’, Locke dijo una vez aquella hermosa frase: ‘Cuanto más tempranamente traten ustedes a su hijo como a un hombre, tanto más tempranamente se hará hombre’. Cuanto más tempranamente en nuestra autoeducación nos tratemos como hombres, tanto más tempranamente nos haremos hombres”. Hacia fines del primer año lectivo, antes de las vacaciones de verano de 1913, el P. Kentenich expresó su convicción con las siguientes palabras: “Hace tiempo que han dejado de ser niños. Por eso


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