José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann

José Kentenich, una vida al pie del volcán - Dorothea Schlickmann


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1909 José Kentenich ya había pasado por años muy difíciles de lucha, de ahí su certeza de que sólo había una tabla de salvación para él: entregarse sin condiciones al Dios buscado, al Dios puesto en duda; dejar todas las cartas en su mano, tal como lo consigna en su diario: Dar los pasos siguientes “tomado como un niño de la mano de su padre poderoso”. Es la única posibilidad de evitar la desesperación. “Dios es quien dispone las cosas…”. Así, en esa delicada situación, se tranquiliza. Hay algo que lo sostiene. No; hay alguien que lo sostiene. En él existe una fuerza que no proviene de él; la experimenta y se asombra…

      El P. Kolb cierra la puerta pensativo, luchando aún con las lágrimas, y retorna a su escritorio. ¡Qué trágico destino! Conoce a José Kentenich desde el noviciado mejor que cualquier otro Padre; y está convencido de que se le hace una injusticia al estudiante. Por último él es su confesor y conoce su serio empeño, la fiel observación de todo lo que era importante para José desde el noviciado; conoce la noble sensibilidad de ese joven, sus intenciones honestas, su talento excepcional. A menudo no se entiende a hombres de tales características, se los juzga erróneamente. ¿Pero por qué era tan obstinado y sincero hasta el autoaniquilamiento? ¿De dónde ese afán de saberlo todo?

      El P. Kolb estaba desconcertado. ¿Qué hacer? ¿Escribir a Roma solicitando una revisión de la decisión? El correo toma su tiempo y cuando arribara la respuesta sería ya demasiado tarde. Tenía que haber otra salida. Hablaría de nuevo con cada uno de los miembros del consejo para al menos hacer cambiar de opinión a uno de ellos, explicarle que se estaba cometiendo una injusticia.

      Y eso es lo que pasa a hacer enseguida. A través del diálogo personal endereza algunas cosas. Cuatro semanas luego de la primera resolución, el P. Kolb vuelve a convocar la “consulta” y solicita - algo que en la historia palotina quedó como un caso único - una nueva votación. Se saca las bolillas de la urna de votación: esta vez tres blancas para el “sí” y dos negras para el “no”. De ese modo se salvaba la vocación de José Kentenich al sacerdocio. El mismo día el P. Kolb lo hace venir y le comunica lleno de alegría el nuevo resultado. Le aconseja que sea más prudente; lo exhorta a mostrarse más dócil sobre todo ante la autoridad y dar muestra de mayor respeto. En este sentido a José Kentenich se le ocurre la idea de pedir ayuda a dos compañeros. Éstos debían observar si durante las clases era demasiado tajante el tono o los contenidos de sus palabras. José estaba decidido a corregirse. En su libreta anota el siguiente propósito: “En las clases suspendo por completo mi juico y sencillamente me sujeto a la opinión de los profesores”. ¡Como si fuese tan fácil!

      Al final José mismo no supo a ciencia cierta cómo salió de ese torbellino de dudas, luchas, necesidades y obsesiones. Lo que sí sabía era que “un íntimo y profundo amor a la Sma. Virgen había mantenido su alma de alguna manera en equilibrio”. La vivencia de la consagración a la Sma. Virgen que había tenido en su infancia le permitió salvar el abismo de la crisis intelectual. Nuevamente eran los brazos de la Madre del Cielo los que lo sujetaron y sacaron del abismo. Era el fenómeno del amor que acabó conociendo más hondamente. Con la Sma. Virgen había cosechado experiencias que nadie podía arrebatarle: su persona representaba todo el cosmos de la fe, lo encarnaba y garantizaba. Ella tuvo una profunda influencia sobre él, sobre su desarrollo, tal como lo confesara más tarde, sobre su subconsciente… A través de ella vislumbró cuán inmensa es la realidad de Dios, más allá de las fronteras con las que se ve confrontada la razón.

      Quizás fuera ella también la que en el momento decisivo lo alentó a asumir la audacia de la fe, a arriesgar todo dando “el salto mortal de la razón, la voluntad y el corazón”. “Sé como un niño que camina tomado de la mano de su Padre poderoso”, había escrito en su diario. Recién cuando alcanzó la cima del volcán y ya no supo qué hacer, cuando se cerraron los caminos a derecha e izquierda y experimentó su total desvalimiento en el plano racional, fue entonces capaz de desasirse, de abandonar las seguridades intelectuales y asumir la audacia del amor. No se precipitó al abismo sino que cayó en los brazos de Dios. Esa experiencia fundamental hizo que la fe fuese para él un tesoro imperdible, un tesoro por el que había luchado duramente, una seguridad inconmovible en su vida.

      Una vez más, y ahora existencialmente, cobró conciencia de la realidad de Dios. Había sido guiado por un camino en el que no se le había ahorrado lucha alguna. Pero en esa senda advirtió con claridad que la fe, en momentos de necesidad, no tiene que descartar la razón, sino iluminarla, y que el conocimiento no es sólo una facultad de la razón. También el corazón es un “órgano de conocimiento”. Estas experiencias le brindaron un nuevo modo de asegurar la fe. El fragor de las luchas se fue aplacando. Paulatinamente se hizo una gran calma en su interior.

      Pero recién cuando “se sumergió en la vida”, cuando comenzó su labor pastoral y pedagógica, tomó conciencia del profundo sentido de todas las luchas, necesidades y sufrimientos, y halló la necesaria compensación para su orientación unilateralmente intelectual. Sobre todo le fue posible entonces brindar a otros los conocimientos y experiencias que habían madurado en él a través de todos esos años. Mucho más tarde confiesa en un texto autobiográfico: “Hominem non habeo, no tengo a nadie que me ayude (cf Jn 5, 7)… así lo viví. De ahí el firme principio: Que en lo posible no le pase a ningún otro lo que te pasa a ti. De este principio brota la fuerza para renunciar sencillamente a uno mismo. Ofrezcamos un hogar a otros, aun cuando nuestro propio corazón clame también por hogar”.

      Luego de tantas dificultades exteriores e interiores, el 8 de julio de 1910 el P. Kentenich es ordenado sacerdote. Cumplía así el sueño de su vida por el que había tenido que luchar duramente. Ese día habría de convertirse en un muy especial punto culminante de su vida que, contemplado desde afuera, no llamaba particularmente la atención.

      Monseñor Enrique Vieter era vicario apostólico en Camerún y se hallaba de vacaciones en la patria alemana. Él es quien ordena sacerdotes a los ocho candidatos. La ceremonia se lleva a cabo en la pequeña capilla de la Casa de las Misiones. El recinto estaba colmado de invitados y apenas había lugar para todos. La madre de José había enviado a su hijo una lista con propuestas de a quiénes invitar a la celebración. José eligió a algunos parientes, a su amigo de vacaciones y primo de segundo grado, Pedro Hessler, y al padre de éste, y naturalmente al P. Savels. Lamentablemente la abuela había fallecido un año antes, al igual que la tía Sibilla, la hermana mayor de la madre. Los parientes quedaron impresionados por el vasto y moderno edificio y sus amplios espacios, iluminados incluso por luz eléctrica, cosa que aún no se conocía en el pueblo. Y luego, naturalmente, la misma ceremonia de ordenación. Los conmovió mucho cuando al principio vieron a esos jóvenes, incluso a su José, tendidos por tierra. “Adsum”, heme aquí, estoy dispuesto, escucharon que José respondía con firmeza.

      Foto 5: 8 de julio de 1910, en el día de su ordenación sacerdotal, con Monseñor Vieter.

      La madre de José y su prima Enriqueta se quedaron después toda una semana en Limburgo, particularmente teniendo en cuenta que dos días más tarde José celebraba su primera misa como sacerdote. Ambas disfrutaron de ese tiempo junto a él. Difícilmente podía saberse lo que acontecía en el interior de José. Enriqueta fue la primera que notó un cambio en él. Ciertamente se lo veía tan delgado y serio como antes.

      No obstante, si bien acababa de ser ordenado sacerdote, irradiaba una especie de paternidad sacerdotal, al punto de que Enriqueta se sintió animada a confesarse con él pocas semanas más tarde, y en esa oportunidad confiarle cosas muy personales. Si bien era cinco años más joven que ella, la prima experimentó en él una tal madurez humana y empatía para con las preocupaciones de su alma, que le resultó fácil desahogarse. Desde hacía mucho tiempo venía arrastrando esa carga espiritual sin hallar un sacerdote a quien confiarle todo con franqueza. Enriqueta escribe una carta de agradecimiento a su primo “fraternal”. En ella le dice que si bien aún no se ha tranquilizado del todo, él la ha ayudado y consolado mucho. Enriqueta pensaba en la bondad y cariño con el que José había acogido


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