José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann

José Kentenich, una vida al pie del volcán - Dorothea Schlickmann


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Una educación basada en moldes, una educación que espera lo mismo de todos, ¿es adecuada para el hombre de hoy? Por naturaleza sentía íntima repugnancia de hacer las cosas sólo porque otros las hacen, o marchar en la dirección en la que todos marchan sin poder preguntar o pensar con independencia. La masa seguirá a todo lo que se mueva. A José una tal actitud le resultaba ajena. En él había algo que no encajaba en ese horizonte, y buscaba la causa en sí mismo, en sus faltas y debilidades. En esta ocupación mantuvo su autonomía y prosiguió su camino en soledad.

      De cuando en cuando el P. Kolb invitaba a los estudiantes a conversar, a dialogar sobre ideas y espiritualidad. En determinado momento José dejó de participar en las reuniones. Su compañero Carlos le preguntó la razón. José le respondió con toda franqueza que no se había cumplido con el objetivo de tales reuniones: “El único que habla es el P. Kolb. No hay diálogo sino monólogo”.

      A José no sólo lo atormentaban esas preguntas. Poco después del noviciado tuvo síntomas de una enfermedad cuya oculta peligrosidad ni él ni su entorno advirtieron en un primer momento. Las primeras manifestaciones no fueron interpretadas correctamente: frecuentes cuadros de cansancio, falta de apetito y de sueño. José atribuía su dolor de cabeza a la trampilla del desván que había caído accidentalmente sobre su cabeza. Adelgazaba más y más, por largos períodos padecía de leve fiebre, y una tos peculiar como la de un resfrío que no acaba de curarse. El director lo envió a recuperarse a diferentes lugares, pero no se produjo mejoría alguna.

      Su estado se agravó en abril de 1907, al punto de que el Consejo Provincial determinó que suspendiera por completo el estudio hasta el otoño. En el verano del mismo año, la consulta hecha a un médico de Coblenza arrojó el terrible diagnóstico: tuberculosis. En ese mismo mes José fue enviado a Bad Wörishofen para someterse a un tratamiento en el que se ponían grandes esperanzas.

      En su juventud, el sacerdote Sebastián Kneipp, fundador del sanatorio de dicha localidad, se había curado de su tuberculosis sometiéndose a baños en un lago de montaña de aguas heladas, y por esa vía había redescubierto la fuerza curativa del agua. Las “curas Kneipp” habían cosechado ya grandes éxitos, incluso entre pacientes de tuberculosis. El proyecto del P. Kneipp de edificar una casa especialmente destinada a tuberculosos fracasó finalmente por la resistencia de los habitantes del lugar, temerosos del contagio. La tuberculosis generaba a menudo tales reacciones de pánico.

      En la hoja de la historia clínica de José, el médico tratante de Bad Wörishofen consignó el diagnóstico arriba, a la derecha; pero lo hizo en caracteres de estenografía y con letra pequeña, para que nadie pudiera descifrarlo con facilidad. El P. Kentenich estaba gravemente enfermo y había que aislarlo enseguida por razones de contagio. Las crisis de apnea le generaban ataques de pánico, sobre todo a la noche. Se le prescribió descanso, recostarse con frecuencia en las reposeras, someterse a tratamientos de agua y dar paseos breves. A ello se sumó la prescripción de una dieta abundante, con mucha manteca y leche. José estuvo internado allí dos meses y, a despecho de lo que se podía esperar, su estado mejoró ostensiblemente.

      Entre tanto en el Consejo Provincial, en Limburgo, se entabló un debate sobre si la “disposición a la enfermedad existía ya antes del ingreso al noviciado”, porque, de ser así, dicho ingreso habría sido no válido. Un compañero de José, de apellido Weiler, igualmente enfermo de tuberculosis, tuvo que abandonar pronto la comunidad. Curiosamente no fue el caso de Kentenich. Fueron meses de tensión en los que no sabía qué sería de él. Esa incertidumbre y el sentimiento de impotencia de cara a una terrible enfermedad, le hicieron experimentar hondamente toda su limitación humana.

      En esos seis meses en los que José fue dispensado del estudio, profundizó en las obras de Santo Tomás de Aquino, que leía en latín. En ellas encontró un tema que lo interpeló de manera especial, y en el que se detuvo largamente: la teoría de la independencia y “autonomía de las causas segundas”, vale decir, del ser humano y de la creación. Era evidente que Dios, el creador y causa primera de toda la creación, había querido expresamente esa autonomía en el hombre.

      Poco a poco José Kentenich cobró claridad sobre las consecuencias que para el campo pedagógico acarrearían esas reflexiones de Santo Tomás: si Dios permitió que el hombre fuera depositario de tal independencia y lo dotó de valores propios, ¿no es lícito tener un alto concepto del ser humano, reconocer su importancia como individuo y valorar mucho todo lo que él lleva a cabo sobre la tierra, siempre y cuando esté en consonancia con la causa primera, con Dios y las leyes de su creación? La independencia del ser humano, ¿no es algo querido por Dios? La autoestima, ¿acaso es sólo una forma de “orgullo” y no parte de un plan divino? Y todo las demás cosas que se gestaron en la Modernidad, ¿no están contempladas en la Divina Providencia? El tiempo, ¿no es también “una voz con la que nos habla Dios…Voces de los tiempos, voces de Dios?”. Los pensamientos de José giraban y giraban en torno de estos interrogantes. Y éstos no sólo valían para “los felices tiempos del pasado”, sino para el presente y el futuro.

      No obstante estas intuiciones, a modo de relámpagos de la mente, eran como piezas de un mosaico que aún no podía componer. Si bien su cuerpo se hallaba en proceso de recuperación y sanación, su mente y su alma se atormentaban con muchas preguntas que se acumulaban tremendamente. Y no podía hablar con nadie sobre ellas.

      En el transcurso de sus estudios se confrontó con los más difíciles temas de la filosofía que lo interpelaron hondamente. El combate intelectual comenzó como algo muy inocuo y secundario. El detonante que lo llevó a plantearse una de las preguntas más importantes sobre el ser y el sentido de la vida humana, y que acabaría generando en él una gran crisis espiritual, no residió ante todo en la reflexión filosófica, sino en una vivencia casi trivial, oculta en una cotidianidad a primera vista intrascendente:

      En el noviciado José había entablado amistad con un compañero que se hallaba uno o dos años más adelantado. A pesar de su actitud reservada, finalmente había hallado entre sus pares uno que parecía comprenderlo. Carlos era un muchacho de extraordinario talento, sociable y de conversación fluida e interesante. José seguía sus discursos ante los otros estudiantes, en las disputas o debates académicos que tenían lugar en latín tres veces al año, ante toda la comunidad de la casa. Esos debates estaban destinados a fomentar la aplicación a los estudios. El discurso de Carlos fue brillante y obtuvo el aplauso unánime de todos. De su boca brotaban sentencias fundamentales de la dogmática y su correspondiente análisis. Todo expuesto con solvencia y destreza.

      Pero un día, en la sala de estudio José fue testigo de cómo Carlos se vanagloriaba de manera exagerada e insincera. José abandonó la sala silenciosa e inadvertidamente, muy conmovido. Esa persona que él había admirado, que se había convertido para él en punto de referencia tras tantos años de soledad, era alguien que no se ceñía fielmente a la verdad. Y justamente a José le interesaba sobremanera la verdad. Ciertamente se trató de una nimiedad, de una debilidad humana, pero en su interior se desencadenó un alud. José comenzó a preguntarse: Si Carlos dice cosas que no son verdad, ¿quién me dice a mí que lo que él expone tan brillantemente sobre dogmática sea una verdad fuera de toda duda?

      En las semanas siguientes sus pensamientos habían dejado ya de lado ese pequeño incidente, así como la persona del compañero, y se adentraron en otra región. Porque en el análisis de la filosofía de la Modernidad topó con preguntas mucho más profundas: “¿Existe en absoluto una verdad y cómo conocerla?” ¿Acaso la verdad no es algo sólo relativo, acaso no es algo distinto según sea quien la contemple, tal como lo expusiera Kant? Por ese camino José se confrontó masivamente con la pregunta por el fundamento de la fe y la credibilidad. ¿Quién o qué garantizaba aquello en lo que él había creído con tanta seguridad? Las dudas planteadas aumentaron cuanto más intenso fue el estudio de la filosofía del Modernismo y cuanto más trató de hallar sólo por vía de la razón una respuesta a las preguntas que lo atormentaban. La situación lo llevó a un mayor aislamiento de su entorno y a un agravamiento de su soledad. Porque… ¿a quién confiar tales preguntas?

      Se


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