José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann

José Kentenich, una vida al pie del volcán - Dorothea Schlickmann


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hacer. Entonces simplemente fui con él a la capilla. La madre superiora nos la había mostrado al hacernos una guía por la casa. Nos dirigimos a la imagen de la Sma. Virgen. Allí encomendé a José a la Sma. Virgen, lo consagré a ella. Le pedí en voz alta que desde ese momento velara maternalmente por él, que fuese su madre, porque yo ya no podría cuidarlo más; que lo educara. A fin de que ella no olvidara que yo le confiaba lo más valioso, mi único hijo, colgué en torno de su cuello la única joya que poseo: mi crucecita de oro de la primera comunión. José quedó muy silencioso, absorto. Me pareció que de alguna manera estaba como muy ausente.

      Rece, Padre, por él y también un poco por mí. No sé cuándo y con qué frecuencia podré visitarlo, si tendrá vacaciones y podrá visitarme. Rece, Padre, por favor, también por esta intención.

      No quiero dejar de agradecerle cordialmente por toda su preocupación.

      Sé que no hay otra salida, lo sé.

      Lo saluda a usted,

      Su agradecida, Catalina Kentenich”.

      Si la madre de José hubiese escrito una carta a su confesor sobre aquel día de 1894, podría haberlo hecho en estos términos. No nos ha llegado ningún testimonio de Catalina sobre esa vivencia en el orfanato. Todo lo que se expone en la carta que presentamos proviene de documentos de archivo y de lo que el mismo José Kentenich relatara más adelante. Porque aquel acontecimiento en la capilla del orfanato tuvo que haber sido tan decisivo para él que volvió a recordarlo toda la vida. Más tarde, cuando comienza su labor de director espiritual en el internado de Vallendar y asume una responsabilidad pedagógica para con los alumnos, se sintió motivado a relatarles un poco esa vivencia del 12 de abril de 1894, sin decirles que se trataba de su propia historia.

      Lo que llama la atención en todos los informes es que el P. Kentenich no cuenta nada sobre su propio dolor a la hora de la despedida. Sólo habla de la madre, de su sufrimiento que él, como hijo suyo, tuvo que haber sentido hondamente. Y así se refiere a “la gran necesidad” en que se ve su madre, “la angustia de su corazón”, “su preocupación” y las “circunstancias adversas” y “situación crítica” que llevaron a dar ese paso. Nada de velados reproches, nada de amargura, si bien él mismo sufrió mucho… Pero por encima del dolor resplandeció otra experiencia que tuvo que haber sido más impresionante aún: la consagración a la Sma. Virgen. Una consagración que pasó a ser algo así como una vivencia fundamental de su infancia y vivencia clave de toda su vida.

      Más adelante José Kentenich subrayaba que esa temprana consagración, sellada hondamente junto con su madre, constituía el cimiento de toda la obra de su vida. Desde entonces la Sma. Virgen había asumido un puesto clave en su vida: “Ella me formó, me educó personalmente desde mis nueve años de edad”. Desde niño había rezado de rodillas una oración compuesta por él mismo, y le parecía como si la Sma. Virgen lo hubiese ido educando según los valores expresados en dicha plegaria: “Dios te salve, María, por tu pureza conserva puros mi cuerpo y mi alma, ábreme ampliamente tu corazón y el corazón de tu Hijo. Concédeme un profundo autoconocimiento y la gracia de la perseverancia y de la fidelidad hasta la muerte. Dame almas y todo lo demás tómalo para ti”. Esa oración, frase tras frase, se fue arraigando en él con el paso de los años.

      ¿Qué hubo en aquella consagración a María que tanto lo conmovió y cobró tal poder sobre su vida? Sin duda en aquella hora de consagración José tuvo la vivencia personal de una realidad misteriosa que desde entonces determinó su vida más que nunca: Dios. En medio del dolor de la separación de su querida madre, experimentó, a través de la Sma. Virgen, una intensa cercanía de Dios: Dios está aquí; Dios me ama muy personalmente, aun cuando permita el sufrimiento. En los brazos de la Sma. Virgen estoy seguro, tan seguro como el Divino Niño en su regazo.

      Esta vivencia fue tan fuerte que su recuerdo nunca lo abandonará, tampoco en tiempos de crisis. Más tarde hay indicios de que a través de la Sma. Virgen experimentó hondísimamente cómo Dios es realmente. Fue el encuentro con el “Dios Padre que nos ama con un amor misericordioso, y que no puede hacer otra cosa que amarnos infinitamente”, tal como lo formulara más adelante.

      Esa experiencia fundamental lo sostuvo en los años siguientes, no fáciles, en el orfanato. Las experiencias cosechadas allí le abrieron el camino hacia una nueva pedagogía. “Desde la infancia yo había observado siempre lo que es educación y cómo se educaba en general, y me dije: ‘No; así no se puede educar, hay que hacerlo de otra manera’”. Ya tempranamente se aprecia en él esa característica de observar la vida, de captar los procesos del alma de las personas y reflexionar sobre ellos. La inclinación a lo pedagógico era innata en él. Dios le hablaba a través de las personas y “del estado de sus almas”. Veía en las “voces de los tiempos” una fuente de conocimiento de lo que Dios quería, posiblemente también porque él mismo había sufrido mucho ya tempranamente, y experimentado de cerca al dolor ajeno. Las vivencias de infancia y juventud, no fáciles, se convirtieron en fuerza motriz que, como él mismo lo confiesa, lo impulsaron al sacerdocio: Quería regalar hogar a otros, “aun cuando el propio corazón anhelase hogar”.

      José pasó años difíciles. Echaba de menos su casa y se escapó dos veces del orfanato. Capturado en el camino, preguntó dónde estaba el río Erft, el río que pasaba por Gymnich. Una de las religiosas del orfanato dijo que “no había sido un chico fácil de educar”. Pero otra religiosa relata que una vez lo había encontrado solo en los lavabos, donde había sido enviado a modo de castigo. Lo había hallado arrodillado, inmóvil, “totalmente ausente”, sin advertir su presencia.

      Pero evidentemente no sólo hubo esa fuerza religiosa que él sentía en sí y que lo ayudó a superar sano y salvo esos años. En José aumentó además el gusto por aprender, por el conocimiento, por los libros. La escuela se convirtió para él en un refugio. Cuando se despedía a los mayores del orfanato, él y sus compañeros los miraban partir con melancolía. Uno dijo: “¿Seremos algún día grandes como ellos?” A lo que respondió José: “No es eso lo importante sino…” - y se tocó la sien - “lo que hay aquí dentro”.

      Su refugio espiritual estaba en la íntima convicción: Mi madre piensa en mí, reza por mí. No me abandonó aquí, sino que me entregó a la Sma. Virgen. Para asumir el sufrimiento, para elaborarlo, se procuró un cuadernillo de poesías. Con él aprendería a versificar. Uno de sus compañeros de entonces, Germán Müser, más tarde periodista, recuerda que sus primeros poemas trataban todos sobre el dolor. José hubo de aprender tempranamente cómo asumir circunstancias difíciles, cómo aceptar el sufrimiento sin confundirse ni quebrarse. Hay que afrontar el dolor, beber el cáliz hasta el final, no reprimirlo. Escribiendo encontró un canal para sacarlo a luz y así aliviar su alma.

      El 24 de abril de 1897, a los once años, José tomó su primera comunión. Fue el día en que volvió a asegurarle a su madre que quería ser sacerdote. “Hijo, entonces tenemos que rezar mucho”. Esas fueron las únicas palabras que su madre le dijo a modo de respuesta. Pero le infundieron pocas esperanzas. En aquella época un hijo natural no podía ser sacerdote. La situación lo obligaba dolorosamente a confrontarse con tanto mayor intensidad con su destino familiar. No obstante José se mantuvo firme en su resolución.

      Foto 2: El día de su primera comunión 1897.

      Se acercaba el fin de la escuela primaria en Oberhausen. Catalina Kentenich visitaba nuevamente a su hijo. Desde la primera comunión el chico había cambiado visiblemente, contaba trece años y entraba en la pubertad. Un tío político de Colonia, Reiner Greiss, muy cercano a ellos, acompaña a la madre y se sienta entre ambos en un banco del jardín del orfanato. Habla y habla tratando de explicarle a José la situación. “Es un hombre bueno”, piensa José, “sólo quiere ayudar”. Sin embargo José mira con semblante distraído, triste. ¿Por qué no lo ayuda su madre? El tío muestra orgulloso su nueva cámara fotográfica. José piensa: “Algo así sólo se consigue en Colonia. Aquí sólo los fotógrafos profesionales tienen un aparato semejante”. El tío se levanta y quiere sacarles una foto. Madre e hijo no están acostumbrados a sacarse fotos. La madre adopta


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