José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann
muy gastados, de niño. ¡Y encima su cabeza rapada! En la comisura de sus labios se esboza una dolorosa seriedad. La desesperanza parece llenarlo todo.
Cuando la madre regresa a Colonia, no puede apartar de su mente la mirada triste del muchacho y reflexiona una y otra vez sobre la situación. No parece haber esperanzas para lo que desea su hijo.
¿Cómo superar los obstáculos que se oponen a ese anhelo de su corazón de ser sacerdote?
Un día surge una posibilidad. El P. Savels había escuchado de boca de su hermana, religiosa dominica de Arenberg, que la congregación misionera de los palotinos tenía en Ehrenbreitstein un Seminario Menor para sus vocaciones. Allí se podía obtener un título privado de bachiller. Los palotinos - así se decía - formaban sacerdotes misioneros para África. Aceptaban muchachos provenientes de hogares pobres o de situación familiar similar a la existente en el caso de José. Pero la madre vacilaba. Ciertamente grande era su alegría porque José podría ser sacerdote, pero ella había contado con tenerlo en su cercanía. Y ahora debería separarse nuevamente de su hijo por mucho tiempo: ¿Sería enviado José a la misión de Camerún y quizás ya nunca regresaría de allí? ¿No había otra posibilidad? ¿O acaso, como se lo había expuesto al P. Savels, ella tenía que casarse con el padre del niño para que José fuera legitimado desde el punto de vista del derecho canónico y pudiera así llegar a ser sacerdote diocesano? De ese modo no sería necesario ingresar a una congregación misionera y se quedaría en Alemania… ¡No! Su confesor sostuvo una opinión muy distinta: si ése fuese el único motivo para casarse, él desaconsejaba tal paso.
En torno de la fiesta de Pascua de 1900, José, ya de catorce años, escribió un poema en el que se percibe cómo la madre no podía hacerse a la idea de que su hijo fuese sacerdote misionero. En una especie de himno al amor (“El poder del amor”) José pedía: “Guía los pensamientos de mi madre, a quien no quiero lastimar”. El poema toca además el tema de un posible casamiento de sus padres. José no se sintió atraído por otras propuestas vocacionales que se le hicieron. Vale decir que todavía en la Pascua de 1900 no había cesado esa lucha, si bien José por entonces hacía ya seis meses que vivía en Ehrenbreitstein.
El Seminario al pie de la fortaleza de Ehrenbreitstein
El 15 de agosto de 1899 José había recibido su certificación de estudios primarios cumplidos. Pero la decisión por Ehrenbreitsein se dilató hasta muy entrado el mes de septiembre. En el último minuto la madre aceptó el consejo de su confesor, si bien con angustia en su corazón. A continuación había que proceder rápidamente, porque ya había comenzado el año lectivo en Ehrenbreitstein. José tenía que hacerse un examen médico y obtener el correspondiente certificado, y llenar y firmar el formulario de ingreso. Todo eso se realizó el 22 de septiembre de 1899.
Al día siguiente José viajaba en tren en dirección a Coblenza-Ehrenbreitstein. Su madre le había preparado la valija y acompañado a la estación de trenes de Colonia. José vestía finalmente pantalones largos y disfrutaba el viaje río Rin arriba, expectante, alegrándose de lo que vendría: los estudios de escuela secundaria, una primera e importante etapa en el camino hacia su ansiada vocación sacerdotal.
Frente a él se sentaba el P. Savels, que contemplaba pensativamente al muchacho. ¡Por cuántas cosas había pasado José, un chico delgado y de 1,50 m. de altura! Sin embargo, ¡cuánta energía había puesto para hacer posible lo imposible! El muchacho era fuerte.
Llegaron al Seminario Menor palotino. El P. Savels cumplió con las formalidades y pagó los doscientos marcos oro para la pensión anual del muchacho, dinero que había que abonar por adelantado. Con orgullo Catalina le había dicho a su confesor que ella misma solventaría los costos de estudio, pero naturalmente ese monto no se pudo reunir tan rápidamente.
José se hallaba ahora, por primera vez, en el patio interior del predio de los palotinos. Delante de él veía el edificio central de larga fachada, los otros dos edificios que estaban enfrente, y el molino ya fuera de servicio. José miró en derredor, contemplando su nuevo hogar: la hermosa terraza donde crecía la hiedra, junto al muro de la antigua cantera, contra la colina. Siguió girando y vio el bonito edificio anexo que albergaba la sala de estudio en su planta baja, con acceso directo al patio interior y muchas ventanas que hacían de ese espacio un lugar luminoso y atractivo. La sala de estudio tenía incluso un escenario, como José había escuchado, porque también servía a los cuatro cursos mayores como sala de recreación y fiesta. En la planta superior estaba la capilla del seminario, con ventanas ojivales y vitrales de color. A la derecha del anexo se hallaban dos edificios más, un tanto descuidados. En uno funcionaba el gimnasio; el otro se usaba como aula. En ese momento José no podía imaginar que más tarde él daría clases allí como profesor de alemán y latín.
Finalmente contempló el elegante edificio central que se alzaba junto a la calle principal. Elevó sus ojos hasta las ventanas de los dormitorios y las habitaciones de los Padres. En la planta baja se escuchaba ruido de vajilla. Allí tenía que estar el comedor. ¡Qué impresión tan diferente de la que daba el oscuro edificio de ladrillos de Oberhausen! Allí, en cambio, todo era luminoso y aireado, se le abría un nuevo horizonte. Desde las habitaciones superiores se gozaba de una hermosa vista del Rin y los bosques aledaños. Por encima del terreno de los palotinos se alzaba, allá arriba, en la cima de la colina, la poderosa fortaleza levantada en tiempos de Napoleón. Y ahí se detuvieron sus ojos: Sí; el Seminario era realmente hermoso, agradable, acogedor - pensó para sí -, no obstante se hallaba a la sombra de una fortaleza militar, quizás la más grande del valle del Rin, que con sus numerosas cañoneras y baluartes recordaba luchas y guerras de tiempos pretéritos. Una imagen adecuada a su situación personal: Así había sido también su vida hasta ese momento - su rostro se tornó muy serio -, una lucha, de ninguna manera un juego de niños…
El rector se hizo presente en el patio, saludó al ingresante y lo llevó enseguida al aula, al P. Juan Mayer, quien con ágil paso salió a su encuentro y le estrechó con amabilidad la mano. El P. Mayer era joven y muy estimado por los estudiantes, porque poseía un especial talento pedagógico. Amaba su trabajo y era muy comprensivo para con los jóvenes. Pronto José le tomó confianza. ¡Qué bueno que fuera destinado a la clase del P. Mayer!
El P. Savels ayudó a cumplimentar las restantes formalidades. Sólo faltaba que José escribiera su currículum, que faltaba en los documentos presentados. Pero José se negó. ¡No se le podía exigir eso! Antes prefería ser hermano religioso y cuidar enfermos - respondió con decisión-. A nadie le importaba sus secretos de familia: eso era asunto privado. Todos se asombraron de la firmeza de su actitud, y finalmente se lo dispensó de tal requisito. Hasta hoy no existe en las actas de los palotinos un currículum de José Kentenich. Luego de ese breve debate, José depositó sus pocas pertenencias en el armario asignado que compartía con otro compañero. ¡Realmente comenzaba una nueva vida!
El domingo se sentó a escribir una carta a la madre. Tenía mucho que contarle. Que tenían latín todos los días, ocho horas por semana; a ello se agregaban otras asignaturas como alemán, matemática, geografía, historia, ciencias naturales con botánica y zoología, y naturalmente religión. Le relató cuántos compañeros de curso tenía, y que los Padres eran amables, sobre todo el P. Mayer, todos bastante jóvenes. También le escribió sobre la comida y el horario diario: se levantaban a las 5.40 hs, dedicaban mucho tiempo al estudio y a las clases, en total nueve horas por día. A ello se agregaban los tiempos de oración: oración de la mañana, de la tarde, rosario y misa. Prácticamente no olvidó detalle alguno: cuándo y dónde regía el silencio, cómo se distribuían las dos horas y media de tiempo libre y pausas que tenían diariamente, y en las que no siempre se podía hablar. A la noche se apagaba la luz más o menos a las 21 hs., porque al otro día había que levantarse temprano.
Más tarde sus cartas no fueron tan largas como esa primera escrita en Ehrenbreitstein; por lo común escribía una carilla y media, y por cierto nunca devotas, como relata Enriqueta. Pronto apenas le quedaría tiempo para escribir. Estudiaba con tesón y se entregaba a sus ocupaciones de tiempo libre: leer y hacer caminatas. Anotaba en su libreta todos los libros extracurriculares que leía en esos años. Un cúmulo de libros de diferentes géneros y temáticas.
Ya