José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann

José Kentenich, una vida al pie del volcán - Dorothea Schlickmann


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de índole apologética. Estas últimas obras apuntaban justamente a refutar las doctrinas de Kant, Hegel, Nietzsche y otros “herejes”. A diferencia de lo que era común en su entorno, José profundizó en el estudio de la manera de pensar y las argumentaciones de dichos autores. Simplemente no podía conformarse con un conocimiento superficial de las cosas: ésa era su fortaleza y a la vez su debilidad. En todo lo que hacía, seguía la consigna: “Si lo haces, que sea a fondo”. Pero esa radicalidad aumentó el dramatismo de su confrontación con el pensamiento de la Modernidad.

      Pronto advirtió que los argumentos de la filosofía de la Modernidad no podían refutarse tan fácilmente. No bastaba con tildar a Kant de “idiota”, tal como se leía en un texto apologético… A juzgar por todo lo que José había leído hasta el momento, para Kant y otros filósofos modernos la verdad era algo relativo. Según ellos no había una verdad absoluta, sino una relativa: el mundo sólo es como se nos aparece; no podemos decir que sea realmente así. Por ende nada hay realmente seguro. “Tampoco nuestra fe está asegurada - concluyó José Kentenich -, en la fe caminamos sobre un terreno totalmente inseguro. La fe es en realidad una gran audacia”.

      De esta manera todo en su interior comenzó a vacilar, todo sobre lo cual había construido su vida hasta ese momento. Y no tenía a quién confiarse. Al contrario, la mayoría de los profesores tenían miedo cuando el macilento estudiante que estaba sentado al fondo del aula, a la derecha, volvía a levantar la mano para plantear una pregunta crítica. Una excepción era el P. Francisco Behrendt, que trataba y discutía con los estudiantes sobre doctrina social de la Iglesia y marxismo. El P. Francisco no temía una real confrontación con las corrientes ideológicas modernas. Pero al cabo de los dos primeros semestres de estudio dejó de ser su profesor. Recién hacia fines de su época de estudiante vuelve a aparecer el nombre de ese docente en la certificación de estudios de José.

      José Kentenich era un “fanático de la verdad” por excelencia y no podía vivir “como si”. Leía hasta altas horas de la noche pero más tarde confesó que “por esa vía no había madurado más”. José no lograba progreso alguno por vía del mero conocer. Las preguntas que se acumulaban en él lo interpelaban existencialmente. No sólo conmovían los pilares de la fe y no sólo se limitaban al plano puramente mental-intelectual, sino que incidían en el plano espiritual, en la vida del alma.

      Más adelante descubrió con claridad que no sólo él padecía esa situación. Las reflexiones de la filosofía de la Modernidad repercuten, ciento cincuenta años más tarde, en la vida, el alma y el mundo del ser humano; y lo hacen más de lo que suele imaginarse. José Kentenich señalaría que el ateísmo surgido en Occidente había pasado a ser causa de inseguridad psicológica, miedo y pérdida de vinculaciones. Afirmaría incluso que el ateísmo lleva a actitudes y acciones inhumanas, al desprecio del ser humano.

      Sucedió en unos de los últimos días del verano, aún cálido. Luego de la clase José se halla frente a la puerta que lleva al patio. Guarda silencio, respira el aire fresco. Por un momento cierra los ojos: Dios mío, ellos no entienden de lo que realmente se trata. Vuelve a contemplar mentalmente la escena: los estudiantes se mofaban de la clase de filosofía que acababan de escuchar, por la superficialidad, arrogancia e ignorancia que veían en ella. ¿No se dan cuenta de lo que está pasando? Despunta una nueva era. Ya no podemos volver más a la seguridad absoluta de una fe inobjetada. No podemos barrer esta realidad bajo la alfombra y burlarnos de ella. El semblante de José denota preocupación…

      José trató siempre de asegurar con argumentos racionales la estructura de la fe. Por último sostenía obsesivamente con la voluntad “todo el complejo de la fe” que había comenzado a vacilar. Siguiendo el modelo de Santo Tomás de Aquino, en los trabajos que debía presentar exponía toda una sarta de pruebas de la existencia de Dios; no obstante se daba la cabeza contra la pared. Cuando iba a confesarse, se acusaba siempre de “cavilaciones”: en su caso eran una “obsesión”.

      Para él cada vez se hacía más claro que si no existía la verdad, tampoco existía Dios; y si no existía Dios, toda nuestra vida no tendría sentido. Había llegado al límite, al límite de su existencia mental y psicológica. Todo lo que hasta ese momento había constituido su vida, sus luchas desde la infancia, la fuerza que lo había sostenido hasta ese día en medio de las dificultades de la vida, todo eso se tambaleaba ahora terriblemente.

      “Periculosam incedit viam” había escrito un profesor sobre él en su informe: “Va por un camino peligroso”. José jugaba con fuego, se movía al borde del cráter del volcán y tenía la sensación de que en cualquier momento se precipitaría al abismo, podría caer presa de enajenación mental. “Fueron luchas tremendas”, escribiría años más tarde. Pero no se rindió; luchó por aquello en lo que estaba anclada su vida. Porque una cosa era cierta: si ese volcán finalmente entraba en erupción, no habría escapatoria para él. Tenía que haber una salida; pero aún no había salvación a la vista.

      Las luchas dejaron huellas. No asombra que José Kentenich diese a los demás la impresión de ser una persona extraña, muy seria y cerrada. En vez de mantener una actitud prudente y diplomática en la rutina estudiantil, con sus preguntas críticas irritaba no sólo a los profesores sino en parte también a sus compañeros, que preferían una vida más tranquila.

      En esos años José “padeció el suplicio de Tántalo del hombre moderno”, como él mismo lo llamara. Pero justamente esa experiencia lo ayudó a entender las “dudas de fe”, el “escepticismo” y el “pensar mecanicista” que en su análisis de la realidad separa, como con un bisturí, cosas que van y deben ir juntas. Por esa vía José estuvo en condiciones de desenmascarar peligros. Y logró comprender el pensamiento de quien era considerado el gran “odiador de Dios” y a la vez protagonista de una nueva era: F. W. Nietzsche. A menudo José Kentenich se refería a él; jamás lo demonizó, porque él mismo había pasado por similares crisis intelectuales. Pero a diferencia de él, Kentenich halló en edad relativamente joven una solución a la atormentadora cuestión de Dios que inquietara a Nietzsche durante toda su vida.

      En razón de su innegable talento intelectual - su rendimiento fue siempre “digno del mayor elogio”-, José era convocado a disputas. En una de ellas, en mayo de 1908, planteó contraargumentos tan serios que los tres estudiantes que oficiaban de “defensores” se vieron derrotados. Tuvo que intervenir entonces el profesor de dogmática, Juan Hettenkofer, que era asimismo miembro del Consejo Provincial. Pero finalmente se le agotaron sus argumentos; hizo valer entonces su autoridad de especialista, porque al fin y al cabo él era el experto en ese campo. Pero con inexorable consecuencia José Kentenich le respondió con un axioma en latín: “Lo que puede ser afirmado sin pruebas puede ser rechazado sin pruebas”. Un murmullo general corre por el salón: un “¡oh!” de asombro y a la vez de regocijo entre los estudiantes, y un “¡esto es inaudito!” entre los profesores. Más tarde el estudiante Kentenich tomó conciencia de que en aquel momento él sólo apuntaba a la verdad y no había tenido en cuenta que el profesor era muy susceptible. Admitió que había sido una falta de tacto de su parte, que había avergonzado a su profesor delante de todos. Una señal de su inmadurez… El episodio acarreó después una consecuencia preocupante.

      En agosto de 1909 se realizó la votación para la admisión a la así llamada profesión perpetua. Tres de los cinco miembros del Consejo Provincial, entre ellos el prof. Hettenkofer, votan por la no admisión de José Kentenich. Aducen que José sería poco dócil en su relación con las autoridades y que su fe sería vacilante. ¿Quién podría estar seguro de que, ordenado sacerdote, perseveraría? El P. Kolb, miembro del Consejo Provincial, convoca al joven seminarista y le pregunta: “¿Sabe ya el resultado de la consulta? Su breve respuesta: “Sí” - “¿Qué dice usted? - “Dios lo ha dispuesto así” - “¿Qué piensa hacer ahora?” - “En primer lugar, obtener mi bachillerato”. En efecto, en caso de no ser admitido al sacerdocio, para cursar una carrera universitaria necesitaba un bachillerato con reconocimiento estatal.

      El P. Kolb queda admirado por el muchacho: “Ahí estaba él: delgado, pálido, enfermizo. Pero de alguna manera, a la vez, impertérrito”. Al P. Kolb le asomaron las lágrimas. Despide


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