José Kentenich, una vida al pie del volcán. Dorothea Schlickmann

José Kentenich, una vida al pie del volcán - Dorothea Schlickmann


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hoy se despide de usted muy atentamente,

      P. Francisco Wagner,

      Rector del Seminario Menor de Vallendar”.

      Si existiese una carta del rector del internado dirigida al Provincial, tendría un texto similar.

      Para el P. Kentenich el nombramiento de director espiritual, vale decir, formador espiritual de los muchachos, fue algo totalmente inesperado. En ese nuevo año lectivo hacía seis meses que había sido destinado a la docencia en latín y alemán, y súbitamente fue sacado de la actividad docente. Le quedaron dos días para preparar su primera conferencia para las clases superiores.

      El P. Kentenich venía observando desde hacía mucho tiempo a esos alumnos, y percibido la revolución que se estaba gestando. En un corredor encontró uno de los papelitos que los chicos dejaban caer intencionalmente: “Una casa en la que no reine la alegría debe ser cerrada enseguida”. En otro se leía: “Queremos ser libres como lo fueran los Padres”. Se había enterado de la verdadera rebelión sólo indirectamente, al ser testigo de la indignación de algunos colegas. Por eso había preferido mantenerse al margen. Pero no había dejado de advertir lo que les sucedía a los muchachos. Se trataba de una anhelo oculto de mayor libertad. Ellos querían ser tomados en serio. Detrás de la revolución, que estalló una tarde durante el tiempo libre, había algo bueno: sólo había que detectarlo y valorarlo correctamente. Porque quizás se podían aprovechar esas fuerzas que se estaban liberando, pero… ¿cómo? ¿cómo ganar a los jóvenes para auténticos ideales?

      En realidad esos jóvenes “no eran en absoluto religiosos en lo más profundo de su interior”. Ciertamente muchas cosas eran sólo prácticas piadosas que se hacían sin un íntimo compromiso, eran cumplimiento puramente formal que no había echado raíces en sus corazones. Se habían fatigado rápidamente de tantas devociones del orden del día y ya no querían escuchar más discursos piadosos. Algunos seguramente estaban allí porque así lo habían querido sus padres o porque su situación económica no les dejaba otra posibilidad de educación. ¿Cómo enseñarles la fe y la religiosidad en cuanto valores y ganancia para su personalidad y vida? ¿Cómo encauzar hacia algo constructivo sus fuerzas que habían hecho eclosión de manera vital y revolucionaria?

      Esas reflexiones del P. Kentenich se conectaban con algo que estaba latente en él desde hacía mucho tiempo… Tal revolución de los muchachos, ¿acaso no era un signo típico de los tiempos nuevos, signo de la gestación de un “nuevo tipo de hombre” que clama por libertad y autodeterminación? Los alumnos mayores del internado quizás eran sólo un caso ejemplar de ello… ¿No estaría Dios abriendo una puerta para que él transmitiera a esos chicos lo que él mismo había conquistado al precio de arduas luchas y ardía en el fondo de su alma? Pronto maduró en él un plan que les expondría al comienzo de su conferencia de presentación.

      Foto 7: Todos los seminaristas del Seminario Menor de Schoenstatt-Vallendar, 1912.

      El P. Kentenich toma algunas hojas, las dobla por la mitad en sentido longitudinal, a fin de realizar correcciones o complementaciones en el espacio vacío de la izquierda, tal como suele hacerlo cuando escribe sus homilías. Luego toma su pluma, la moja en el tintero colocado en la parte superior de su pupitre. Por un momento cierra los ojos y se imagina a los jóvenes ante sí, imagina lo que les está pasando, lo que los moviliza, lo que sienten… y recuerda cómo él mismo pensaba cuando tenía esa edad. En primer lugar les dice, aludiendo a una sátira de Conrado A. Kortum, conocida por los alumnos: “En razón del nombramiento del nuevo director espiritual… se produjo un general estiramiento de cuellos”. La “Jobsíada” era un libro que los chicos leían a escondidas sosteniéndolo debajo del pupitre, porque en él se le tomaba el pelo al clero de manera bastante irrespetuosa, pero con humor.

      Quizás, reflexiona el P. Kentenich, esperaban un Padre muy distinto, uno que pudieran admirar como, por ejemplo, el sacerdote que viene a caballo de la parroquia vecina para ayudar con las confesiones. El P. Kentenich se sonríe y escribe: “Ustedes están asombrados y decepcionados”. A él sólo lo conocían sus alumnos del curso donde era docente. En el pasillo le preguntó a Theile, en son de broma, sobre qué debía decir en su conferencia de presentación. Éste le contestó con desparpajo: “Bueno, diga algo sobre el genitivus objectivus”. En ese momento Theile estaba en pie de guerra con ese capítulo de la gramática latina. Enseguida toma en cuenta esa observación. No quiero hablarles “desde arriba”, piensa el P. Kentenich, ni reprenderlos, tal como de mí lo esperaría el rector. Los chicos deben sentir que los tomo en serio…Y es importante que reine una atmósfera distendida. Eso abre los corazones. No quiere caer en falencias que sufriera en su propia educación.

      Todo va fluyendo de su pluma. Se esfuerza en ponerse en el lugar de los jóvenes, para comprender su pensamiento y sentimientos. Y quiere también presentarles su proyecto, el “programa” que tiene en su mira, quiere señalarles un ideal para la juventud. Pero ellos han de decidirse libremente. Eso es para él muy importante. Y así en la página siguiente escribe que él no piensa hacer “nada, absolutamente nada, sin su pleno consentimiento”. Ya habían sido tutelados por bastante tiempo; era hora de aprender a decidir por sí mismos, a desarrollar confianza en sí mismos, autoestima, guiarse a sí mismos. La palabra clave era “autoeducación”. De ese modo encauzaría sus energías y fuerzas desbordantes hacia un objetivo real. Su afán de libertad, su deseo de independencia: ¡Ésos eran los puntos de enlace! Si lograse explicarles el objetivo de la “verdadera libertad, la libertad interior” que a él mismo le era tan preciosa, podría ayudarlos a independizarse de circunstancias externas que ellos - él y los muchachos -, por ahora no podían cambiar. Y por esa vía podrían llegar a ser hombres interiormente libres.

      En el marco de esa solidaridad con los alumnos vierte todo su programa en una única frase: “Queremos aprender a educarnos a nosotros mismos para ser personas firmes, libres y sacerdotales”. Pero no se prescinde de la heteroeducación, no; porque se agrega: “Bajo la protección de María…”. En efecto, la Sma. Virgen ha de asumir la parte que corresponde a la heteroeducación. Lo que ella había realizado en él podría también realizarlo en los jóvenes.

      El P. Kentenich toma de nuevo la pluma: “Bajo la protección de María queremos aprender a educarnos a nosotros mismos para ser personas firmes, libres y sacerdotales”. El P. Kentenich decide que ese programa ocupará a los jóvenes a lo largo de todo el año, siempre y cuando éstos lo acepten. Por eso quiere motivarlos, darles razones suficientes para que descubran la importancia de la autoeducación… quiere exponerles claramente su proyecto. Es un modo de demostrarles que los toma con gran seriedad.

      Y así comienza a enumerar una serie de razones: La autoeducación es algo moderno en los ambientes cultos, y es importante que el hombre aprenda a decidirse por sí mismo en una época de creciente manipulación. Los muchachos - reflexiona -, estaban continuamente sometidos a decisiones tomadas por otros: reglas que norman todo el día, mucha vigilancia y control, la presión de las duras sanciones. Justamente ayer, recuerda, hallándose arrodillado en el coro de la capilla de la casa, donde no era visto por los chicos, observó las consecuencias de una educación basada sólo en reglamentaciones. El estatuto de la casa prescribía que los alumnos rezaran el rosario. Pero en lugar de rezar, los chicos estaban allí empujándose unos a otros, al punto de que uno de ellos, de pronto, fue lanzado fuera del banco. Cuando se creen no observadas, personas formadas por una educación de ese tipo ponen de manifiesto lo que realmente las motiva e interesa. Todo lo religioso puede ser algo como prendido con alfileres, ser una mera adherencia. Al observar la conducta de esos chicos, por su mente cruzó como un relámpago el pensamiento: “Mi método no puede resultar peor que éste, así que… ¡me arriesgaré!”

      Sí; quiere asumir el riesgo de aplicar una pedagogía de libertad a despecho de todas las desilusiones que pueda cosechar. Contará con ellas desde el principio. Quiere ganar para el reino de Dios personas libres, remeros voluntarios y no galeotes. En la medida en que le sea posible, desea capacitar a los jóvenes para que lleguen a ser hombres así, libres, remeros libres. Porque en el futuro sólo sacerdotes de esas características podrán dar un testimonio convincente de su sacerdocio.


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