Yo, Manuel Azaña. Francisco Cánovas
Santiago Ramón y Cajal, permanecí un año en París investigando la política francesa, disfrutando de las obras artísticas del Louvre y las interpretaciones de Sarah Bernhardt, paseando por los Campos Elíseos y conociendo aquella vida cosmopolita. Realmente, París ofrecía una admirable síntesis entre tradición y modernidad, un equilibrio que le permitía ser lo que era sin tener que renegar de su abolengo. La experiencia parisina resultó muy positiva, ya que me permitió apreciar la interrelación entre la inteligencia y la política, la solidez de los valores republicanos y el dinamismo cultural y artístico de la sociedad francesa.
En 1913 fui elegido Secretario del Ateneo de Madrid, institución que desarrollaba una notable labor cultural y política. La crisis de la Restauración, la situación de las clases trabajadoras y la discriminación de la mujer suscitaron acaloradas discusiones en las que participaron personalidades como Besteiro, Ortega, Unamuno, Bergamín, Díaz Canedo y Pérez de Ayala. Poco después me afilié al Partido Reformista, que lideraba Melquíades Álvarez, con el propósito de trabajar por la transformación de la sociedad sin recurrir a la revolución violenta. Desde el primer momento me involucré activamente en la vida del partido, formulando propuestas doctrinales, participando en la junta nacional y presentándome a las elecciones de diputados, pero encontré serias dificultades para desarrollar mis proyectos porque la política estaba en manos de unas cuantas familias que vivían acampadas sobre el país, convirtiendo al pueblo, que debía ser soberano, en lacayo. Mis ideas liberales fueron plasmadas en escritos y conferencias como Los días del Campo Laudable, En los nidos de antaño y Siendo rey Alfonso Onceno. La guerra europea de 1914 fue seguida por los españoles con un interés extraordinario. Los conservadores, los militares y los religiosos apoyaron a Alemania, mientras que los liberales, los socialistas y trabajadores nos inclinamos a favor de Francia e Inglaterra, que enarbolaban la bandera de la libertad. En el plano personal aquella fue una etapa gris e indecisa en la que no conseguía encontrar mi camino. El entorno en el que me desenvolvía no me agradaba. No sabía muy bien a qué dedicarme: ¿A la literatura? ¿A la función pública? ¿A la política?... A veces me sentía invadido por la ansiedad y la desesperación, de las que sólo conseguía librarme aislándome en la biblioteca, emborronando cuartillas o caminando sin rumbo por el campo. Al no poder sacar lo que llevaba dentro me sentía insatisfecho y contemplaba el horizonte como si estuviera cerrado por una losa de plomo.
Afortunadamente, la literatura y la política me ayudaron a salir adelante. En 1920 edité, con mi amigo Cipriano de Rivas, La Pluma, revista mensual dedicada a la difusión de la literatura, el teatro, el ensayo y la música, que publicó trabajos de Valle-Inclán, Pérez de Ayala, Américo Castro, Lorca, Juan Ramón Jiménez y Adolfo Salazar. Tres años después asumí la dirección de España, semanario fundado en 1915 por José Ortega y Gasset, en el que abordé temas de actualidad como la crisis de la monarquía, el militarismo o la guerra de Marruecos. Por otra parte, mi traducción de La Biblia en España de Borrow fue elogiada por Manuel Bartolomé Cossío, animándome a escribir El jardín de los frailes, reconstrucción autobiográfica en la que relaté las falacias educativas del colegio de los agustinos de El Escorial. En el ámbito político decidí dar un golpe de timón, apoyando en 1924 el cambio hacia la República.
—¿Estás seguro? —preguntó Cipriano, intuyendo los riesgos que entrañaba.
—La monarquía se ha agotado —contesté de forma rotunda—. El respaldo del Rey a la dictadura del general Primo de Rivera manifiesta su incapacidad para presidir la vida española.
—¿Y el Partido Reformista?
—No ha sido valiente para impulsar la renovación democrática —respondí—. Se ha quemado, no tiene futuro.
En Apelación a la República manifesté las ideas y los motivos que me llevaron a adoptar aquel compromiso. La dictadura militar revelaba que la monarquía era irreformable y que el camino hacia la democracia pasaba por la República. Por eso, toda acción política responsable tenía que promover inexcusablemente el cambio. Para hacerlo posible, animé la creación de Acción Republicana, mi partido político, integrado por un grupo de profesores, escritores y artistas, en el que estaban José Giral, Enrique Martí, Ramón Pérez de Ayala, Honorato de Castro, Teófilo Hernando y Cipriano de Rivas. Casi todas las semanas nos reunimos en el laboratorio de la farmacia situada en el número 35 de la calle de Atocha, que pertenecía a Giral, catedrático de Química Orgánica de la Universidad Complutense, quien con el tiempo se convertiría en mi principal colaborador político. Acción Republicana se dio a conocer con un manifiesto, que redacté yo mismo, en el que proclamaba la necesidad de impulsar un amplio movimiento social, desde los trabajadores hasta la burguesía, capaz de realizar el cambio democrático, identificado sin vacilación alguna con la República. Poco después nos dispusimos a sumar fuerzas, acercándonos a los partidos republicanos de Lerroux, Domingo y Ayuso para conmemorar conjuntamente el 11 de febrero, aniversario de la Primera República. Estas iniciativas favorecieron la constitución de la Alianza Republicana, agrupación coordinadora que amplió nuestra proyección pública. La Alianza difundió otro manifiesto, suscrito por Antonio Machado, Gregorio Marañón, Nicolás Salmerón, Miguel de Unamuno, Vicente Blasco Ibáñez, Juan Negrín y Leopoldo Alas, que reivindicó la creación de escuelas, la reforma agraria, la solución del problema de Marruecos y la ordenación federativa del Estado. A consecuencia de todo ello mi vida cambió considerablemente, viéndome obligado a participar en numerosos comités, negociaciones y contactos a través de los cuales conocí a Alejandro Lerroux, con quien tantas migas estaría llamado a hacer, consolidé la amistad con José Giral y traté a Juan Hernández Saravia y Leopoldo Menéndez, militares con quienes años después establecí una relación entrañable.
Aunque cada vez estaba más ocupado, siempre procuraba sacar unas horas para la lectura y los proyectos literarios. Así, conseguí finalizar El jardín de los frailes, evocación de experiencias juveniles que me removió hasta los poros. Las palabras de aliento de Besteiro, Salinas y Guillén me animaron a investigar la obra de Juan Valera, con quien tanto me identificaba, que resultaría galardonada en 1926 con el premio nacional de Literatura.
Por aquel tiempo comencé a interesarme por Lola, hermana de mi amigo Cipriano. Siempre me había parecido una chiquilla, dada la considerable diferencia de edad que había entre nosotros, pero de pronto, casi sin advertirlo, se convirtió en una mujer atractiva. Cuando iba a recoger a su hermano sentía la necesidad de encontrarme con ella, de llamar su atención, de cruzar unas palabras... Me gustaban sus ojos, su sonrisa, su dulzura... Lola entró un día en mi corazón y se convirtió en la protagonista de mis sueños, pero ¿podía mantener una relación seria con ella? ¿O era tan sólo una tentación quimérica? ¿La diferencia de edad constituía un problema insalvable? ¿Cómo se lo explicaba a Cipriano? La razón y el corazón libraron un duro combate, pero al final el amor superó los obstáculos que se interponían entre nosotros. En la fiesta de carnaval de 1928 Ricardo Baroja organizó un baile de disfraces. Yo acudí, haciendo un alarde de ironía, vestido de cardenal y Lola de damisela del Segundo Imperio. Durante un rato estuvimos conversando discretamente separados de los demás, aunque todos se dieron cuenta de mi interés por ella. Lola estaba guapísima, radiante, atractiva. Mi corazón ansioso y quimérico se convirtió en un volcán de ternura. Una tarde, cuando estaba con Cipriano en el Ateneo, decidí plantearle el asunto que me quitaba el sueño.
—¿Crees que debería casarme?
La pregunta le extrañó mucho, quedándose paralizado, sin saber qué contestarme.
—No se trata de un matrimonio por interés —añadí—, sino de algo serio...
—¿Ah sí? —exclamó sorprendido— ¿Y quién es la afortunada?
—Lola, tu hermana —afirmé, mirándole fijamente a los ojos para ver cómo reaccionaba.
—¿Lola? —contestó sin esperarlo.
—Sí, ella...
Afortunadamente Cipriano comprendió mis razones y apoyó la relación. Mi cuñado Ramón Laguardia, teniente coronel de Caballería, pidió formalmente a Matías Rivas Cuadrillero la mano de su hija. La boda se celebró el 27 de febrero de 1929 en