Yo, Manuel Azaña. Francisco Cánovas
embargado por una profunda consternación. ¿Cómo era posible —me preguntaba— tanta barbarie? ¿Cómo se podía justificar un ataque de aquella naturaleza contra personas inocentes? Cuando se restableció la normalidad el coronel Saravia me informó de los detalles de la masacre.
—Ha sido una operación de castigo —afirmó con el semblante serio—. Al fracasar el ataque enemigo del pasado día 8 por la Ciudad Universitaria han reaccionado de forma salvaje.
—¿Qué pretenden —pregunté dolido— esos locos?
—Causar pánico y quebrar la resistencia de Madrid —contestó Saravia—. El comportamiento ejemplar de los madrileños revela nítidamente con quién está pueblo. Por otra parte, los nazis están utilizando España como campo de pruebas de sus planes destructivos.
—¿Cómo es posible que Franco haya autorizado algo así?
—No respeta ningún código ético. Además, es absolutamente inexplicable que permita agresiones de alemanes o italianos contra españoles, pero está practicando una guerra de exterminio de los adversarios.
—¿Ha habido muchas bajas? —pregunté temiendo lo peor.
—Sí —respondió—, más de mil, pero todavía no sabemos la cifra exacta porque todavía se están realizando labores de desescombro. Los destrozos materiales han sido enormes.
—¿Qué ha sido del Museo del Prado?
—Afortunadamente no ha sufrido ningún percance, aunque varias bombas cayeron cerca. En cambio, la Biblioteca Nacional, el Museo Antropológico, la Academia de Bellas Artes y las Descalzas Reales han sufrido daños importantes. La peor parte se la ha llevado el Palacio de Liria, que ha sido incendiado y parte de él se ha venido abajo. Los soldados del V Regimiento han salvado las obras de estos edificios.
—Hay que hacer todo lo posible —apunté a ese propósito— para salvar el patrimonio artístico.
París Soir, News Chronicle y otros medios dieron a conocer al mundo los detalles de este violento ataque: Oh, vieja Europa —escribió el corresponsal de París Soir—, siempre tan ocupada con tus pequeños juegos y tus graves intrigas. Dios quiera que toda esta sangre no te ahogue. Por su parte, el cuerpo diplomático, bajo la presidencia del embajador de Chile, emitió una contundente nota de protesta: Se ha llegado, por unanimidad, a la conclusión de que la lucha fratricida ha alcanzado tal grado de encono y tragedia que hace creer que se desprecian las prácticas de humanidad que deben observarse aun en las más enconadas contiendas y, por lo tanto, desea hacer una expresión clara y enérgica del rechazo con que ve que no se atienden aquellos imperativos y normas universalmente adoptados para evitar casos como el de los bombardeos aéreos, que causan numerosas víctimas indefensas en la población civil, entre ellas muchas mujeres y niños.
A mediados de diciembre me llevé otro disgusto cuando mi cuñado, Cipriano de Rivas, me informó que le habían robado varios cuadernos de mi diario. La costumbre de reflejar mis vivencias y mis inquietudes en una especie de diario la inicié en 1911, durante mi estancia en París, y luego continué desarrollándola de forma discontinua, según las circunstancias. Desde el 20 de febrero de 1936 fui incapaz de escribir una sola nota, dada la preocupación que me causaba la inestabilidad política. Superada aquella etapa crítica, volví a tener la necesidad de disponer de un cuarto de hora de sosiego y lucidez para plasmar lo que rondaba por mi cabeza. La complejidad de la política apagaba la imaginación, esterilizaba el espíritu y producía un paulatino empobrecimiento. Por eso, de vez en cuando, me sentía impelido a leer un buen libro o a reflejar con la pluma los asuntos de la actualidad, los movimientos de las potencias internacionales o las perspectivas del futuro. A veces irrumpía mi vocación literaria, fluyendo un lenguaje más cuidado que describía los parajes naturales, el gusto por la tertulia desinteresada o los recuerdos cobijados en la memoria. En otros momentos aparecían los problemas humanos, las certezas y las dudas, los juicios morales, el optimismo y la desesperanza. Los aspectos familiares quedaban excluidos, ya que pertenecían a la privacidad de cada uno. Escribía estas notas de corrido, tal como salían, con la tinta menos mala, la más legible, destilada de ironía. No tenían un destino determinado, aunque en alguna ocasión las utilicé de materia prima de escritos más elaborados, como La velada en Benicarló, que comencé precisamente por aquellas fechas.
Al estallar la guerra encomendé a Cipriano que guardase mis cuadernos personales en un lugar seguro de Ginebra, donde desempeñaba el cargo de Cónsul de España. A principios de diciembre desapareció de su despacho un paquete de documentación que contenía tres cuadernos de mi diario, correspondientes a los años 1932 y 1933.
—Estoy consternado —confesó, temblándole la voz cuando me dio la noticia.
—Es una verdadera contrariedad. ¿Quién ha podido hacerlo? —pregunté.
—Antonio Espinosa San Martín, el vicecónsul —contestó sin dudarlo.
—¿Seguro?
—Sí —reafirmó—. Era uno de los pocos funcionarios que accedían a mi despacho sin levantar sospechas, aunque es bastante probable que haya tenido la complicidad de alguna secretaria. Nada más robarlos desertó al bando enemigo.
—¿Sabes dónde está ahora?
—En Génova, protegido por los fascistas.
—Debes formalizar en la comisaría de policía la denuncia de robo contra él.
—Lo haré inmediatamente.
El robo de mi diario me molestó muchísimo, ya que si Espinosa lo entregaba a los rebeldes cabía la posibilidad de que lo manipularan para desacreditarme y generar rencillas entre los dirigentes de la República.
Una vez asentado en Cataluña promoví diversas iniciativas para cohesionar a los dirigentes republicanos y mejorar las relaciones de los Gobiernos de Cataluña y de España. No fue, la verdad, una tarea fácil. Me reuní varias veces con Carlos Pi y Suñer, Alcalde de Barcelona, Pedro Bosch Gimpera, Rector de la Universidad, y con otros amigos catalanistas, pero advertí la existencia de problemas complejos. Una vez aplastada la rebelión militar las organizaciones que respaldaban a la República siguieron en Cataluña caminos diferentes. La Confederación Nacional del Trabajo, el Estat Catalá y otras formaciones extremistas aprovecharon la crisis para asaltar a la democracia e impulsar una escalada revolucionaria. El Gobierno autónomo, dirigido por republicanos de izquierda, al verse desbordado, secundó esta dinámica, usurpando competencias del Estado en materias esenciales como la defensa, la emisión de moneda, el control aduanero y los transportes. Los anarco-sindicalistas promovieron la incautación y la colectivización de la mayoría de las industrias, incluso las relacionadas con la producción de materiales de guerra. El emergente Partido Comunista se infiltró en la Unión General de Trabajadores para reforzar sus posiciones y limitar el predominio anarquista. Por lo demás, el Partido Obrero de Unificación Marxista, de orientación trotskista, descalificó la República burguesa del señor Azaña, como decían sus proclamas, preconizando la revolución comunista auténtica. Cada organización alzaba su bandera particular y reivindicaba sus objetivos inmediatos. Los socialistas y los comunistas defendían la necesidad de alcanzar una mayor cohesión y disciplina, con la consigna primero ganar la guerra. En cambio, los anarquistas y los trotskistas contestaban con revolución y guerra al mismo tiempo. Como consecuencia de todo ello, Barcelona se convirtió en la ciudad más caliente de la retaguardia, albergando muchísimas armas empuñadas por las fuerzas policiales, los militantes de los partidos y los milicianos para dirimir sus diferencias. El escenario se complicó con la presencia de espías enemigos que buscaban la oportunidad para encender la mecha que desatara el conflicto.
En los despachos que tuve con Luis Companys intenté convencerlo de la necesidad de poner orden en aquel desbarajuste y de circunscribir la actuación de la Generalidad a las competencias estatutarias, suprimiendo la Consejería de Defensa y las demás atribuciones estatales usurpadas, pero no me hizo caso. En aquella dinámica revolucionaria había demasiado viento en las cabezas. Algunos dirigentes catalanes no se daban