Peregrinos del absoluto. Rafael Narbona
cuando se acercó a nosotros tanto que pudimos matarlo. Lo místico apunta a las verdades más profundas, a lo más íntimo e inefable. Esta tensión revela que la raíz última de lo real no es visible. El mundo físico está soportado por algo que no es evidente. Si queremos conocer ese fundamento deberemos desprendernos de los prejuicios que nos confinan entre límites empobrecedores.
A finales del siglo V, la mística cristiana adquiere consistencia filosófica con el Pseudo-Dionisio. Frente al conocimiento deductivo y estrictamente racional se perfila la unión inmediata y extática con Dios. No es una experiencia que pueda objetivarse conforme a las exigencias cartesianas de claridad y distinción, sino una penumbra iluminada por un amor ardiente. No hay evidencias, aunque sí una certeza inflamada por el encuentro con lo sobrenatural. Hasta el siglo XVII, la mística no alcanza la condición de sustantivo. A partir de entonces, lo místico será un tipo de experiencia que delimita una región en la que la razón —al menos, la razón físico-matemática— se revela impotente. El contacto con Dios exige que el ser humano se descalce y avance desnudo aceptando que el lenguaje es un pobre cayado y la razón una pordiosera. ¿Puede existir la mística al margen de las religiones positivas? ¿Es posible un misticismo estrictamente subjetivo en el que la conciencia prescinda de cualquier mediación o dogma? Gershom Scholem entiende que no: «No cabe una mística abstraída del sistema al que pertenece. El místico anarquista de su propia religión es una invención sin fundamento. Los grandes místicos han sido fervorosos adeptos de su religión». La mística es una experiencia que —casi— siempre acontece en el seno de una tradición, canalizada por un lenguaje religioso determinado. Podemos ampliar, no obstante, el ámbito de la mística si entendemos que es una experiencia del absoluto. Dios, el Espíritu, el Todo, el Universo, el Ser o incluso la Nada son susceptibles de movilizar la conciencia inspirando una vivencia mística. Lo místico no es solo la conciencia directa de la presencia divina; es un estado donde el conocimiento no se objetiva en conceptos, sino en vivencias situadas en el límite de lo que se puede contar y expresar. De ahí que la mística recurra a la poesía, el género que no concibe la palabra como una herramienta, sino como una revelación.
La mística no es una vivencia colectiva. Tiene lugar fuera de la sociedad y la historia. El contemplativo busca la soledad para desposarse con el absoluto. Se aparta del mundo, pero no odia el mundo. Busca esa hendidura que permite atisbar lo que no aparece en la experiencia cotidiana. Algunos consideran que es un camino abocado al fracaso; otros entienden que es la senda de la salvación. El místico palpa lo infinito en lo finito; conoce el trasfondo que sostiene lo contingente animando su vida y su continuidad. La experiencia mística es un momento de discontinuidad que, sin embargo, muestra la profunda continuidad y la unidad del ser. Su apertura a lo infinito ensancha lo real. Frente al cosmos cerrado de la visión científica, postula un universo abierto, con una dimensión espiritual. La presencia no se agota en lo manifiesto; es necesario interpretarla y repensarla, pero siempre habrá algo que se nos escape y que no podamos comprender con el lenguaje de la filosofía o de la ciencia. La poesía y la música no creen en los significados inequívocos, sino en las paradojas. Lo sagrado nunca podrá percibirse con nitidez; por eso violenta el lenguaje, exigiéndole más de lo que puede expresar. El infinito siempre será misterio, enigma, «ángel terrible» que nos hiere y nos salva, nos desconcierta y nos rescata. «Qué sea Dios —escribe Silesius—, lo ignoramos; no es la luz, ni el espíritu; ni la verdad, ni la unidad; no es lo que llaman deidad; no es sabiduría ni entendimiento; no es amor ni voluntad, ni bondad; no es una cosa ni su contrario; no es esencia ni sensibilidad; es lo que ni tú ni yo ni criatura alguna ha sabido jamás antes de haberse convertido en lo que él es». Juan de la Cruz emplea antítesis para referirse a sus experiencias místicas: Dios es una «llaga» que hiere tiernamente, «cautiverio suave», «música callada», «soledad sonora». Se llega a Él mediante el silencio, el retiro, la oración, la humildad, la oscuridad, la confianza total.
Los fenómenos extraordinarios de la vida mística, como, por ejemplo, la levitación, los estigmas o el ayuno místico nos producen perplejidad. Conviene subrayar que la mística no es magia, sino ontología y postula que lo real no se agota con lo que llamamos «naturaleza». «Hay cosas fuera de ella —escribe C. S. Lewis en Los milagros—; no sabemos aún si pueden penetrarla. Las puertas pueden estar cerradas a cal y canto o puede que no lo estén». La mística golpea esas puertas y obtiene una respuesta que puede despertar asombro, veneración o incredulidad, si bien no siempre es la misma. Algunos místicos descubren que «todo es uno y uno es todo». Esa vivencia de la totalidad es una forma de comunicación con la naturaleza. Liberada de la servidumbre del yo, el alma individual se expande y abraza el ser adquiriendo una conciencia cósmica en la que se borra la escisión entre lo exterior y lo interior. En otros casos, se produce el encuentro con el fondo último del ser, la potencia de la que todo procede y que está más allá del tiempo y el espacio, pero que en sí misma es el origen del tiempo y el espacio. En ciertas tradiciones, la unión del alma con Dios se produce mediante el amor. No es un acto de comprensión, sino un encuentro personal.
Cada tipo de experiencia alumbra una visión diferente del mundo: profana, monista o teísta. En todos los casos se experimentan sentimientos de gozo, liberación, paz e inefabilidad. Teresa de Jesús canta de felicidad tras sus encuentros con el Esposo. Cioran tiembla de ebriedad ante la posibilidad de fundirse con la Nada por medio del suicidio. Rilke se emociona escuchando a un coro de niños en una iglesia española, sintiendo que se adentra en el misterio de lo sagrado. Bataille se estremece al contemplar la fotografía de una ejecución por medio del martirio de los mil cortes o de los cien pedazos. Hay una mística atea, que identifica lo absoluto con la Nada o el Espanto. No me parece inoportuno afirmar que los últimos balbuceos de Kurtz en El corazón de las tinieblas, la famosa novela de Joseph Conrad, expresan una vivencia mística. Kurtz ha conocido el fondo último de la vida, el corazón de ese claroscuro donde transcurre nuestra existencia, y solo es capaz de balbucir: «El horror, el horror». La magdalena de Proust también es una vivencia mística. Se trata de una especie de eucaristía profana en la que el pasado vuelve a la vida. La memoria actualiza lo que fue, mostrando que nada muere, que hay una permanencia que solo se hace visible mediante el arte.
A veces el absoluto se revela a través de la música. Berlioz abrió los ojos del alma a García Morente, hasta entonces escéptico. Freud asimila la experiencia mística a un «sentimiento oceánico»; admite que nunca había experimentado algo así, pero también reconoce que carece de sensibilidad para la música. En las Upanishads, los doscientos libros sagrados del hinduismo, la experiencia mística conduce al centro de la rueda de la existencia y revela la profunda unidad de todas sus partes. El místico hindú trasciende la división sujeto-objeto y la dualidad espíritu-ser participando en la transparencia perfecta de lo absoluto. Es una ruptura, una discontinuidad, un salto en el vacío: «Hace cesar el mundo fenoménico; es tranquilo y dulce». En la mística budista se produce la liberación total; no es experiencia de Dios, sino una visión del flujo existencial, o samsara, experimentado en su verdadera realidad, con toda su carga de dolor inútil y recurrente. La liberación del samsara conduce al nirvana, que solo puede definirse con fórmulas negativas, como cesación del sufrimiento o desapego. El nirvana es «la otra ribera», un refugio en medio del caos, una isla en mitad de una inundación; es pacificación, verdad, pureza; también, lo casi innombrable e incognoscible: «Nadie puede medirlo. / Para hablar de él no hay palabras. / Lo que el espíritu podría concebir se desvanece. / Todo camino está cerrado al lenguaje».
En el taoísmo, la experiencia mística implica respeto hacia la autonomía de la realidad. Es la vía del wu wei, que expresa conformidad con el Tao, la potencia indefinida de la que procede todo, el principio eterno y trascendente que no pude ser explicado por medio de conceptos y que ni siquiera puede ser nombrado: «El que lo conoce, no habla; y el que habla, no lo conoce». El Tao no es acción, pero no cesa de producir realidad. Su poder, como señala Lao Tzu, se parece a la acción del agua, cuya suave obstinación acaba rompiendo la poderosa roca: «Lo más blando o débil del mundo / vence a lo más duro». El taoísmo no promete la inmortalidad. El sabio acepta con serenidad la muerte, pues sabe que es una ley de la naturaleza. La mística taoísta solo ofrece participar en la vida del Tao.
¿Existe una mística judía? Si por «mística» se entiende la unión directa con Dios, la respuesta es negativa, pero si