Peregrinos del absoluto. Rafael Narbona
un disparate atribuirle un simbolismo sexual de corte freudiano. Quizá la carmelita descalza se inspirase en uno de sus libros predilectos, el Tercer abecedario espiritual del sacerdote franciscano Francisco de Osuna, en el cual ya aparecen el querubín, el dardo y el fuego como elementos de la visión mística. Una vez más, Teresa de Jesús actúa como una escritora que combina lo vivido y lo leído para transmitir su experiencia interior. ¿Por qué subraya con tanto énfasis la dimensión física de la vivencia mística? En La piedra y el centro José Ángel Valente responde así a esta pregunta: «El místico tiene una muy definida relación con el cuerpo. No hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo. En la plenitud del estado unitivo, cuerpo y espíritu han abolido toda relación dual para sumirse en la unidad simple». Valente añade: «La noticia del evangelio es una noticia carnal. Su sustancia extrema sería esta: el Verbo se hizo carne». Teresa de Jesús comprendió perfectamente ese acontecimiento y por eso destacó la participación del cuerpo en la experiencia mística. El escándalo de la fe cristiana consiste en que convierte el cuerpo en el templo donde se manifiesta lo divino. La carne no es despreciable, como creía la tradición que parte del orfismo y desemboca en el gnosticismo, tras pasar por la escuela pitagórica y la Academia platónica. «Nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpo», advierte Teresa de Jesús (Vida, XXII, 10). Francisco de Osuna ya había señalado que: «Doquiera que vayas lleves tu entendimiento contigo y no ande por su parte dividido, así que el cuerpo ande por una parte, y el corazón por otra».
Rosa Rossi aprecia en la experiencia mística «una gran semejanza con las formas de libre aparición de imágenes que acompañan toda experiencia creativa». La experiencia mística es creatividad, pero no invención. «La experiencia del místico —escribe José Ángel Valente— es una experiencia de confines, de puntos de horizonte donde todo converge». El místico puede ser un gran escritor, como Teresa de Jesús, pero no un simple soñador. Es un testigo de la verdad, no un fabulador. En lo más íntimo de su ser, Dios se hace Presencia. Teresa de Jesús habría suscrito la frase de John Henry Newman: «¿Qué es el cielo si Tú no estás allí? Una pesada carga».
Teresa de Jesús no se caracterizó por su mansedumbre, sino por su rebeldía. El nuncio Sega no ocultó el disgusto que le producían sus iniciativas, describiéndola como «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz». Teresa de Jesús se disculpó alegando: «En este tiempo son menester amigos fuertes de Dios». Conviene aclarar sus palabras: no se atribuye fortaleza, sino una gran determinación de amar. La vida cristiana no se basa «en pensar mucho, sino en amar mucho» y «todos son hábiles de su natural para amar». La tenacidad de la reformadora se encuadra en esa lucha por la libertad que define lo mejor del ser humano. No se dejó intimidar por los sectores de la aristocracia y el clero que intentaron boicotear la reforma. Nunca se menospreció, si bien admitió sus errores y jamás se desvió de su propósito esencial: «Bien veo […] que estoy hecha una imperfección, si no es en los deseos y en amar» (Vida, XXX, 17).
A pesar de su aprecio por la vida ermitaña, Teresa de Jesús rehuyó el campo y buscó la proximidad de las ciudades más prósperas y dinámicas. Los conventos de las carmelitas descalzas se alzaron en una franja de doscientos kilómetros de ancho, donde se concentraban las universidades más prestigiosas de la época. En esa zona, que recorre España de norte a sur, desde Bilbao a Sevilla pasando por Burgos, Medina del Campo y Toledo, florecieron el humanismo, el erasmismo, el iluminismo y el luteranismo, ferozmente reprimido. Teresa de Jesús no quiso permanecer al margen de los acontecimientos, sino participar en la renovación espiritual de su tiempo. Sería una insensatez atribuirle un precoz feminismo, pero sabemos que la idea del matrimonio no le agradaba. No quería someterse a un hombre e identificaba la vida conventual con un espacio de libertad. En el Libro de las fundaciones no oculta la felicidad que le produce «este gran consuelo de vernos a solas» y comenta desinhibida: «Mirad de qué sujeción os habéis librado, hermanas». Piensa que las mujeres poseen más cualidades para transitar por la vía contemplativa. No en vano, Cristo buscó su compañía y les otorgó su confianza: «Señor de mi alma, cuando andábades por el mundo, las mujeres, antes las favorecistes siempre con mucha piedad y hallastes en ella tanto amor» (Camino de perfección). El camino hacia Dios no es una progresión lineal, sino de un viaje por las estancias del alma. La metáfora del castillo interior refleja ese sentido ascendente que impregna la humildad teresiana: conocerse a uno mismo no implica renunciar a los «altos pensamientos», sino rebelarse contra la mediocridad. La humildad es virtud y la virtud es excelencia, ambición, santidad: «Dios nos libre, hermanas, cuando algo hiciéramos no perfecto decir: “no somos ángeles”, “no somos santas”. Mirad que, aunque no lo somos, es gran bien pensar, si nos esforzamos, lo podríamos ser, dándonos Dios la mano» (Camino de perfección).
La experiencia mística de Teresa de Jesús es una tensión inacabable, un movimiento que nunca se interrumpe, un viaje interminable, pues su destino último es Dios, una realidad infinita. Juan Martín Velasco explica ese progreso sin fin con el término epéxtasis, utilizado por Gregorio de Nisa para describir las experiencias místicas de san Pablo, que confiesa haber olvidado lo que dejó atrás, «lanzándome (epecteinomenos) a lo que queda por delante». Las reliquias de la reformadora del Carmelo soportaron las mismas extravagancias que las de Voltaire. Después de la autopsia, uno se queda con el cerebro del filósofo; otro, con el corazón. El París de 1791 reclama un brazo. De un modo similar, los restos de Teresa de Jesús se repartieron entre Alba de Tormes, Ávila, Ronda, Roma, Santiago de Compostela, Sevilla, Toledo, Cádiz, Puebla de Zaragoza (México) o París, no sin sufrir toda clase de peripecias. La mística teresiana nos dejó reliquias, pero, sobre todo, nos legó una invitación a la felicidad. La sed de Dios nunca se calma cuando se ha comprendido que el alma, infinita en su devenir, solo se contenta con la perspectiva del encuentro real con Dios, infinito en acto. La mística teresiana constituye el umbral de una vida nueva. Se discute sobre la naturaleza de las visiones, sin mencionar que el contacto con lo sobrenatural diviniza al ser humano salvándolo de la angustia y la soledad. Como apunta Pablo de Tarso en la Carta a los gálatas: «Vivo yo; mas no yo, es Cristo quien vive en mí». La unión perpetua con Dios en la alegría no es una sucesión de iluminaciones discontinuas, sino una continuidad que impregna toda la existencia, incluso en sus aspectos más insignificantes. La unión con Dios no separa del mundo; por el contrario, permite comprender toda su belleza y apreciar la importancia de cada forma individual. La resurrección de la carne no es una extravagancia, sino el reconocimiento de la trascendencia de todo lo que irrumpe en la existencia. La mirada de Dios no es el panóptico de Jeremy Bentham, sino una expresión de amor comprometida con la preservación de todo lo que vive. El místico descubre este hecho, auténticamente milagroso, y por eso rebosa gozo y alegría. La biología no es una objeción contra Dios, sino la evidencia de su poder creador, como advirtió fray Luis de Granada.
Teresa de Jesús escribía de rodillas en su celda, un espacio parco, frugal, con un pequeño reclinatorio. Su mano corría a una velocidad vertiginosa. Se ha hablado de sencillez, pureza, espontaneidad y elegancia, pero también de rudeza, casticismo y «estilo ermitaño» (Menéndez Pidal), humilde y deliberadamente descuidado. Se ha dicho que su prosa refleja el lenguaje familiar de la Castilla de la segunda mitad del siglo XVI. Azorín aborda su estilo desde una perspectiva noventayochista: «todo en esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades, todo puro, denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una ansiedad trágicos». Eugenio d’Ors añade un matiz importante: «Como Quevedo, como Fernando de Rojas, como Góngora, da la impresión de estar creando en cada momento el lenguaje en que se expresa». Esa fecunda dimensión creadora es un aspecto inherente a la experiencia mística, pues se empuja el idioma hasta sus límites para reflejar la misteriosa vivencia de lo infinito, de lo que solo es accesible a «los ojos del alma».
Teresa de Jesús habla de tres estados místicos. El primero es la oración mental, también llamada «de quietud o recogimiento»: «Llámase recogimiento porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios». La oración mental conlleva rezar con el entendimiento. Teresa de Jesús repite en muchas ocasiones que su entendimiento es pobre y que por eso recurre a los libros o reflexiona sobre los pasos de la vida de Jesús. El segundo grado de la oración o mística —la oración siempre es mística, pues se dirige a lo que excede lo manifiesto y patente— es la contemplación