Peregrinos del absoluto. Rafael Narbona

Peregrinos del absoluto - Rafael Narbona


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nos permiten participar en el drama del mundo, ejerciendo un grado de comprensión inasequible para el no iniciado. Los encuentros de Moisés con Yahvé en el Sinaí forman parte de esa trama o vivencia, transformada en conocimiento mediante la celebración de misterios o sacramentos. El simple hecho de recitar los Salmos puede considerarse una vivencia mística, pues nos revela la proximidad de Dios y su inapreciable amor. El Antiguo Testamento está lleno de momentos místicos: el anhelo de Moisés de ver el rostro de Dios; el hallazgo de Elías, que reconoce a Dios en el susurro de la brisa; la prueba de Job, que no pierde la confianza en Dios pese a las calamidades que se abaten sobre su familia y su casa.

      La mística cristiana comienza con Pablo de Tarso, que cambia de vida y de creencias tras encontrarse con Cristo mientras se dirigía a Damasco. A partir de entonces, el yo pasa a segundo término para abrirse a la trascendencia. En la Carta a los gálatas leemos: «Vivo yo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí». Es el punto de partida de las distintas alternativas que surgirán en la tradición cristiana para unirse con Dios: la vía afectiva (Bernardo de Claraval), la mística amorosa (Hildegard von Bingen, Juliana de Norwich), la mística especulativa o del ser (Maestro Eckhart, John Tauler, Henry Suso, Jan van Ruysbroek, Enrique Herp). La mística cristiana es una interiorización del misterio de un Dios personal, encarnado, que nos permite acceder al Padre y al Espíritu Santo. No constituye una forma de evasión, sino una profundización de la fe. La mística cristiana es cristología. Cristo es la cabeza del cuerpo místico, la iglesia universal que comprende a todos los vivos y los muertos. Como apunta Hans Urs von Balthasar, la mística cristiana desde san Juan de la Cruz «es directamente cristocéntrica y solo mediante Cristo es teocéntrica, pero no es una mística filosófica, sino teológica, fundada en la imitación de Jesucristo, y […] en ella todas las palabras del Antiguo Testamento se ordenan concéntricamente en torno al anonadamiento del Verbo de Dios en la Cruz». En la misma línea, Juan de la Cruz subraya que Cristo es «nuestro ejemplo y luz». La figura de Cristo permite al hombre adentrarse en el seno de la Trinidad. Su humanidad es la puerta que nos conduce al misterio de Dios. La experiencia mística no es una vivencia aislada, sino algo que permanece e impulsa en la conducta un cambio radical. Pablo de Tarso se convierte en otro tras toparse con Cristo. Es un «hombre nuevo» iluminado por la fe. La mística cristiana tiene una dimensión eclesial y una dimensión ética: la dimensión eclesial incorpora al creyente al cuerpo místico de la iglesia; la dimensión ética comporta un dinamismo evangelizador y una vocación misionera.

      Al igual que en el caso del judaísmo, se ha afirmado que no existe una mística musulmana. El Dios del Corán es absolutamente trascendente. Nos revela su palabra y unas leyes, pero se mantiene celosamente oculto. Único, creador, juez justo, entre los noventa y nueve nombres que le atribuye el islam no hay ninguna referencia al amor. Cuando Mahoma es elevado hasta el trono de Dios, su ascenso se interrumpe en el umbral del misterio de su esencia. Sin embargo, los primeros ascetas de Iraq, Siria y Egipto practican la oración nocturna —no prescrita, pero sí recomendada en el Corán—, pues, en esas horas, el diálogo con Dios está teñido por el amor. Dios ya no es el Señor, sino el Amado. La noche es el momento del día más propicio para establecer una conversación amorosa con su misericordia. La espiritualidad del sufismo recomienda limpiar cuidadosamente el alma para que Dios pueda reflejarse en ella. El místico es un espejo donde se transparenta lo divino. Para conseguirlo hay que aniquilar el yo hasta borrar todos sus anhelos, salvo el de fundirse con Dios. Hussein Ben Mansour, conocido como Al-Hallaj, escribe: «Me he hecho aquel que yo amo, / y aquel que yo amo se ha hecho yo». En otro lugar añade: «Yo he visto a mi Señor por el ojo del Corazón. / Yo dije: “¿Quién eres Tú?” / Él me respondió: “Tú”». Estos versos y otros similares le costaron la vida a Al-Hallaj, que fue ejecutado públicamente en Bagdad en el año 922 por hereje. La mística siempre se ha movido en los límites de la ortodoxia religiosa desafiando las interpretaciones más convencionales y menos imaginativas de Dios.

      El éxtasis místico es un estado de serena ebriedad, un sueño clarividente, una «herida dichosa». El espíritu humano participa en el conocimiento y el amor con que Dios se conoce y se ama a sí mismo. El éxtasis no puede provocarse; sobreviene. Como apunta santa Teresa de Jesús, «cuán seguro camino es para los contemplativos no levantar el espíritu a cosas altas si el Señor no lo levanta» (Vida, 22). Para la carmelita descalza, el éxtasis puede describirse como unión, vuelo o arrebatamiento. El amor sobrenatural de Dios infunde fuerza y ligereza en la voluntad y el entendimiento, liberando una energía que brota de los estratos más hondos del alma. Para entrar en contacto con la trascendencia, el hombre debe dejarse aprehender por el Misterio y entregarse a él sin ofrecer resistencia. Esto solo es posible invirtiendo nuestra intencionalidad habitual, que apunta hacia el mundo exterior, ignorando o soslayando nuestro dinamismo interior. Pero la experiencia mística no es únicamente un fenómeno interno y dinámico; es una tensión interminable, un movimiento sin fin, un progreso que nunca acaba, pues su objeto es Dios, cuya naturaleza es infinita.

      La perspectiva mística no aísla del mundo. Por el contrario, muestra su verdadera dimensión. San Francisco de Asís no habla de elementos, sino de la «hermana agua» o el «hermano fuego». Todo está vivo, pero no porque el cosmos sea un «gran animal», sino porque la raíz última de todo lo que existe se halla en Dios. Dios está en todo y todo está en Dios. De ahí que san Juan de la Cruz proclame que «el centro del alma es Dios». No conocemos a Dios por medio de sus criaturas. Es Dios quien nos hace conocer las cosas. Cuando comprendamos esto, apunta el Maestro Eckhart, poseeremos a Dios en todos los lugares: en la calle, en la iglesia, en la soledad de una celda. «El hombre no debe contentarse con un Dios en quien piense —escribe Eckhart en uno de sus sermones—; porque cuando se desvanece el pensamiento, se desvanece Dios con él. Mejor es poseer a un Dios en su esencia, muy por encima de los pensamientos del hombre y de toda criatura. Tal Dios no se desvanece, a menos que el hombre le vuelva voluntariamente la espalda». Eckhart propone como ejemplo de vida mística a Marta y no a María. Marta ya no necesita llevar a cabo las acciones que de manera habitual se asocian a la búsqueda de Dios, como escuchar su Palabra o rezar. Se ha unido tan estrechamente con él que ya lo acompaña en toda su cotidianidad: en la cocina, en el establo, en el cuidado de los enfermos. Se puede decir que es contemplativa en la acción, como propone H. Suso, discípulo de Eckhart. Maimónides, el filósofo y místico judío medieval, sitúa en la cima del itinerario místico el regreso a la vida ordinaria, con sus obligaciones y rutinas biológicas: «Su mente está toda ella vuelta a Dios y, por su corazón, el hombre se encuentra permanentemente en presencia de Dios». Maimónides reserva ese grado de perfección a Moisés y a los profetas.

      ¿Cuál es el porvenir de la mística? Karl Rahner cree que «el hombre religioso del mañana será un “místico”, una persona que “ha experimentado” algo, o no podrá seguir siendo religiosa». Pero ¿en qué consistirá esa experiencia? No será algo inmediato y gratuito, sino el fruto de un largo camino que exigirá bajar hasta lo más profundo, imitando el peregrinaje de san Juan de la Cruz, que se sumergió en el silencio, la soledad y el despojamiento del yo. La experiencia mística no es una grata sensación de unión con lo divino, sino una aceptación incondicional de Dios, que anhela vivir en nosotros. Abandonarse no es suficiente. La experiencia mística no nos pide un quietismo estéril, sino habitar la realidad de otra manera. La historia de Marta y de María no exalta la contemplación en detrimento de la acción. Por el contrario, nos invita a congraciar la praxis y la contemplación. O, dicho de otro modo, nos pide que adoptemos un estilo contemplativo de vida. Es lo que san Ignacio de Loyola llama «contemplativos en la acción». Santa Teresa de Jesús aleccionaba a sus hermanas para que fueran a un mismo tiempo Marta y María. Dado que Dios se halla en el más profundo centro del alma, «el encuentro con Dios puede producirse en todas las circunstancias —escribe Juan Martín Velasco en El fenómeno místico—. […] Todo el hombre es ser teándrico; la Presencia que lo origina y lo atrae es permanente. No depende del lugar en el que estamos; del momento del día que vivimos; de los pensamientos que tenemos; de las actividades que hacemos». Dios interviene en todos los aspectos de nuestra existencia, siempre y cuando vivamos con hondura, sencillez, humildad y confianza. Como afirma san Ignacio de Loyola, la clave de la vida mística reside en «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas». No es un empeño irracional, sino otra forma de vivir la razón. El místico aprehende el logos que se halla en el origen del ser.


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