Peregrinos del absoluto. Rafael Narbona
de las propias facultades, y otra negativa: «todo su entendimiento se querría emplear para entender algo de lo que siente y como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado, de manera que, si no se pierde del todo, no menea ni pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada, que nos parece está muerta». El alma queda temblando y confusa, sin entender «cómo, ni qué es lo que ama, ni qué querría». Este desconcierto está provocado simultáneamente por la angustia y la dicha. La angustia que produce el conocimiento de lo sagrado —alteridad radical— convive con la felicidad, pues el que se anonada en Dios pierde el miedo y contempla el mundo desde la perspectiva de la eternidad. Al entrar en contacto con la Trascendencia, el hombre sobrepasa su condición de criatura finita. La amistad de Dios procura alegría dignificando todo lo existente. No hay que ofrecer resistencia al Misterio; solo cabe entregarse a él. Cuando se alcanza esa disposición, se abre la puerta a la posibilidad del éxtasis místico. No obstante, esa puerta permanecerá cerrada si no se cultiva la purificación ascética. La irrupción de la Presencia en el alma exige el desprendimiento de las pasiones que nos atan al mundo y nos hacen siervos de la soberbia, la ira o la avaricia. Teresa de Jesús logró liberarse, desatarse, salir de la cárcel en la que muchos viven recluidos sin sospecharlo. Su epopeya individual representa un auténtico camino de perfección, pues conduce a la felicidad y a la alegría. Como afirmó Juan Pablo II en su homilía del 1 de noviembre de 1982, en Ávila, conmemorando el cuarto centenario de la muerte de Teresa de Jesús: «Teresa de Jesús es arroyo que lleva a la fuente, es resplandor que conduce a la luz. Y su luz es Cristo, el “Maestro de la Sabiduría”, el “Libro vivo” en que aprendió las verdades; es esa “luz del cielo”, el Espíritu de la Sabiduría, que ella invocaba para que hablase en su nombre y guiase su pluma».
Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515, probablemente en Gotarrendura, a unos veinte kilómetros al norte de Ávila. En sus inicios como carmelita, su espiritualidad fue convencional, tibia y de escasa originalidad. Necesitó casi veinte años para comprender que el acercamiento a Dios exige un verdadero renacimiento interior. El encuentro con Dios no invita al aislamiento; por el contrario, exige salir al exterior, compartir la alegría del evangelio y formar parte de una comunidad. Teresa de Jesús reformó el Carmelo en una época en la que ser mujer significaba vivir bajo la rigurosa dominación masculina. Su humildad no implicaba menosprecio de sí misma ni conformidad con lo injusto o imperfecto. Sus diecisiete fundaciones reflejan la determinación de su carácter, que no vaciló ante ningún obstáculo. Denunciada al Santo Oficio por Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, que entregó como prueba incriminatoria una copia del manuscrito del Libro de la vida, la carmelita apeló a Felipe II para demostrar que no se desviaba de las enseñanzas canónicas. Sus enemigos sostenían que era una alumbrada y una embustera. Los alumbrados, iluministas o, simplemente, «dejados» afirmaban que habían conocido a Dios y que su conducta era el fiel reflejo de su voluntad, incluso cuando ignoraban los sacramentos o se desentendían de las obras de misericordia y caridad. Teresa de Jesús nunca siguió ese camino. Obedecer la ley de Dios no conlleva aniquilar la personalidad individual, pues solo la persona puede escoger la virtud y renunciar al mal. Destruir la personalidad es renunciar a la humanidad. Dios no pide eso. Si renunciamos a nuestra condición de personas, el abismo entre Dios y el hombre se hace insalvable.
Santa Teresa de Jesús nunca recuperó el manuscrito del Libro de la vida, secuestrado por el Santo Oficio desde 1575 hasta 1588, pero jamás fue acusada de herejía. Los inquisidores le causaron menos problemas que las carmelitas calzadas, indignadas por los cambios que significó la reforma. Teresa de Jesús no sentía especial aprecio por la penitencia física, pues entendía que la mortificación de la carne constituía muchas veces un exceso. En cambio, se mostraba partidaria de un firme rigor en la mortificación interior, ya que lo verdaderamente cristiano era combatir el orgullo y la vanidad. Las fundaciones de Teresa de Jesús son admirables, pero el reto mayor al que se enfrentó fue trasladar al lenguaje la vivencia de lo sobrenatural. Lo «inefable» no es un concepto inventado para justificar lo inverosímil, sino un límite inherente al conocimiento humano. Desde la Ilustración consideramos que el criterio de verdad es un privilegio de las ciencias naturales, pero Hans-Georg Gadamer ya advirtió que «las preguntas que ocupan desde siempre el querer saber humano van mucho más allá de lo que es lícito conocer o siquiera plantear desde la perspectiva de las ciencias naturales» («Historia del universo e historicidad del ser humano», 1988). Lo inefable no es el nombre de lo meramente especulativo, aunque altamente improbable; lo inefable es el punto en el que se hace necesario buscar un camino alternativo. El lenguaje puede esbozar ese itinerario, pero de forma insuficiente. En Las moradas, Teresa de Jesús expresa ese conflicto, con su espontaneidad habitual: «Siempre en cosas dificultosas, aunque me parece que lo entiendo y que digo verdad, voy con este lenguaje de que “me parece”, porque si me engañare, estoy muy aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas» (I, 8).
Cada uno debe hacer su camino, pero si aparta a Dios desde el punto de partida solo hallará lo que presupone dogmáticamente. Pensar no es eso. Pensar es arriesgarse y abrirse a lo inesperado. «Un mundo iluminado por la fe es más inteligible que un mundo sin fe», escribe el filósofo polaco Leszek Kołakowski en Si Dios no existe… En una ocasión le preguntaron a la carmelita descalza: «Madre, me han dicho que vos sois hermosa, discreta y santa. ¿Qué decís a eso?». Teresa contestó: «En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, solo Dios lo sabe».
Teresa de Jesús escribía deprisa. Jerónimo Gracián, carmelita descalzo y su director espiritual, dijo que no corregía sus textos, pero ahora sabemos que sí los repasaba añadiendo y restando frases. Su ritmo vertiginoso en la composición no era un impulso irrefrenable o un automatismo interiorizado por la necesidad de expresarse, sino la forma de objetivar un itinerario espiritual que ya había acontecido y que solo podía hacerse inteligible y transmisible mediante la palabra. Una autobiografía no es un acta notarial, sino una reelaboración de la experiencia que utiliza recursos formales para incrementar su credibilidad. Lo esencial es algo íntimo y recóndito que raramente comparece como evidencia. El problema adquiere su máxima tensión dramática cuando surge la necesidad de recrear la experiencia mística. La unión con Dios incluye asimilar por unos instantes su visión del mundo: «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve (sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad) cómo se ven en Dios todas las cosas, y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto, yo no lo sé» (Vida, XL, 9). La unión con Dios invita al recogimiento, pero ese retiro no es un adiós a la vida, sino el inicio de una existencia más auténtica e intensa donde el miedo al vacío se desvanece y la angustia se aquieta: «Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía sino que peleaba con una sombra de muerte y no había quién me diese vida» (Vida, III, 13).
En un tiempo que solo reconoce el criterio de verdad de las ciencias naturales, las experiencias místicas de Teresa de Jesús son despachadas como manifestaciones de una imprecisa patología mental. Esa tesis se apoya en los tres años de enfermedad y postración que sufrió al poco de ingresar en el convento de la Encarnación. Se ha hablado de epilepsia, pero sus síntomas («cuatro días de paroxismo, […] la lengua hecha pedazos de mordida […]. Toda me parecía estaba descoyuntada. Con grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo», Vida) apuntan hacia una meningoencefalitis. Sin embargo, no se menciona con el suficiente énfasis que el resto de su existencia se caracterizó por una vigorosa lucidez, sin la cual no podría haber reformado el Carmelo. Las alucinaciones resultan incompatibles con una actividad semejante. La hipótesis de la enfermedad es endeble y escasamente convincente. Los estados místicos no son cuadros de histeria ni enajenaciones temporales. No solo es necesaria la fe, sino también la inteligencia: «De devociones a bobas nos libre Dios», escribe en la Vida (XIII).
El conocimiento de Dios es imposible sin el conocimiento de uno mismo. Teresa de Jesús constituye un ejemplo de socratismo cristiano. Las visiones no son alucinaciones visuales, sino estados de clarividencia. De ahí que Teresa de Jesús recurra a la luz como metáfora de sus experiencias místicas: «No digo que se ve sol ni claridad, sino una luz que, sin ver luz, alumbra el entendimiento» (Vida, XXVII). La famosa transverberación de santa Teresa no es una metáfora sexual (Américo Castro pide sensatez: «La Santa pensaba en un dardo o en una flecha. […] No saquemos