Peregrinos del absoluto. Rafael Narbona

Peregrinos del absoluto - Rafael Narbona


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el siglo XXI, el místico da testimonio de la nostalgia infinita del hombre, abrasado por la sed del absoluto. El místico no es un conquistador, sino un siervo de la noche, como advirtió Teresa de Lisieux. Su visión de Dios nunca es clara y distinta. En la hora de su muerte, Cristo grita revelando su desamparo. Se siente abandonado, pero no niega al Padre. A pesar del dolor y el desaliento, espera. No cree que la muerte sea la última palabra. Dios está escondido, pero nos envía signos que mantienen viva la llama mística de la esperanza. La muerte representa el acontecimiento que cierra el horizonte, un límite en apariencia insuperable. El místico se enfrenta a ese límite y proclama el triunfo de la vida, de lo abierto, de lo que permanece alerta, expresando que la nada no es el fin de la aventura humana. El atisbo de lo sobrenatural nos pone en relación con una lógica de sentido distinta de la de la razón. La mística trasciende lo expresable y lo analizable. Es el umbral de algo que no puede reducirse a evidencias contrastables, pero no se trata de simple sugestión, sino de luminosa teofanía. Si algún día desaparece la pregunta sobre Dios, si realmente deja de tener sentido para las futuras generaciones, la angustia de Antoine Roquentin devorará poco a poco todas las conciencias, abocando al ser humano a elegir entre la náusea y la mueca trivial del libertino.

      Todos recordamos el Viernes Santo como ejemplo de injusticia y sufrimiento. La Cruz simboliza el dolor inocente, el fracaso de la humanidad, el triunfo del verdugo sobre sus víctimas. La ignominia del Viernes Santo es transfigurada por el Domingo de Resurrección, el día de la esperanza y de la liberación de todas las servidumbres. El hombre vive entre medias, en la espera del Sábado Santo, en una inacabable vigilia pascual. No pidamos certezas ni evidencias. La fe no se arrodilla ante el altar de la razón; camina por la noche oscura, sin otra lumbre que un amor ciego y una sed inextinguible. La llama mística es ceniza helada; se alimenta del frío y la incertidumbre, pero anuncia una aurora de pájaros cantores y viñas en flor.

      Teresa de Jesús. Mística de la felicidad

      Edith Stein escribió: «Quien busca la verdad, sea o no consciente de ello, busca a Dios». Nacida en el seno de una familia judía, Stein perdió la fe durante la adolescencia. Feminista comprometida, pacifista nada ingenua, brillante discípula de Edmund Husserl y Max Scheler, y autora de una obra de gran densidad filosófica y teológica, la lectura de san Agustín, Søren Kierkegaard e Ignacio de Loyola la acercó al catolicismo. La fe sencilla de una mujer que entró en la catedral de Fráncfort para un breve encuentro con Dios y la entereza de su amiga Pauline Reinach —católica y, más tarde, benedictina— ante la muerte de su marido en el frente la animaron a seguir aproximándose a Cristo, aunque la experiencia decisiva que determinó su conversión fue la lectura del Libro de la vida de Teresa de Jesús: «Cuando cerré el libro, me dije: “Esta es la verdad”». No se trató de una lectura filosófica y meditada, sino sapiencial, es decir, de persona a persona. Dios siempre aparece en el horizonte de lo humano, no en frías abstracciones. Edith Stein se ordenó carmelita con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, lo cual no impidió que muriera con su hermana Rosa en una de las cámaras de gas de Auschwitz el 9 de agosto de 1942. Pudo huir, pero prefirió solidarizarse con su pueblo y dar testimonio de su fe.

      ¿Qué hay en las páginas del Libro de la vida? ¿Dónde reside su fuerza, su capacidad de inspirar actos excepcionales? Con una rigurosa formación filosófica, científica y literaria, Stein buscó de manera incansable la verdad, pero no experimentó la convicción de haberla hallado hasta que el Libro de la vida le enseñó que Dios no se revela a la razón, sino al corazón, lo cual hace mediante la Cruz. La mística teresiana que inspiró a Edith Stein, canonizada por Juan Pablo II y nombrada copatrona de Europa, no es un canto al sufrimiento y a la renuncia, sino un camino hacia la dicha y la plenitud. Teresa de Jesús excusó su febril actividad con una confesión que esclarece de manera inequívoca su motivación más profunda: «He cometido el peor de los pecados: quise ser feliz».

      Algunos consideran que la reformadora del Carmelo es uno de los símbolos más emblemáticos del franquismo, pero Joseph Pérez ha recordado que la izquierda republicana admiraba a Teresa de Jesús por su espiritualidad sincera, su valerosa iniciativa en una época de estricta hegemonía masculina y su calidad como escritora; un juicio que comparte Rosa Rossi, quien atribuye mucha importancia a su condición de nieta de un judío converso, Juan Sánchez, condenado por la Inquisición de Toledo a llevar durante siete viernes el famoso sambenito de capuz amarillo por «muchos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía». Tras cumplir la pena, Juan Sánchez se mudó a Ávila para iniciar una nueva vida, ocultando su pasado. Su talento para los negocios le permitió trabajar en la recaudación de alcabalas. Gracias al patrimonio acumulado, pudo comprar certificados de hidalguía para sus hijos. Alonso Sánchez de Cepeda, padre de Teresa, continuó con las alcabalas, disfrutando de una vida cómoda y holgada. Era muy piadoso y no poseía esclavos moriscos, pues le apenaba privar de libertad a un ser humano, prefiriendo confiar el cuidado de sus hijos a nodrizas y criados. Es poco probable que Teresa y el resto de sus hermanos conocieran la historia de su abuelo, ya que la prudencia aconsejaba no hablar de estas cuestiones, ni siquiera en familia. Quizás el temperamento de su padre influyó en que Teresa de Ahumada no aceptara el tratamiento de doña y estableciera la igualdad entre todas las carmelitas descalzas, menospreciando la honra y la hidalguía como criterios de excelencia. En ese sentido, apunta Rossi, seguía las enseñanzas de Juan de Ávila, según el cual la limpieza de sangre no era una concepción cristiana. Otros historiadores (Teófanes Egido y el mismo Joseph Pérez) consideran que se ha exagerado el peso de la herencia judeoconversa, tal vez por influencia de Américo Castro, que explica la identidad de la nación española como una síntesis de tres culturas.

      La experiencia mística de santa Teresa de Jesús debe entenderse como un encuentro con Dios basado en la amistad, el diálogo, la palabra y la contemplación. La mística teresiana se expresa en el Libro de la vida con la metáfora del hortelano que riega un huerto. Puede hacerlo sacando agua de un pozo con un cubo, empleando una noria, cavando surcos o esperando la lluvia del cielo. El último método equivale al encuentro con Dios, en el que la unión se consuma como ebriedad y ensoñación, frenesí y ensimismamiento, canto y silencio. El místico trasciende su yo para participar en el amor y en el conocimiento con el que Dios se ama y se conoce a sí mismo. La experiencia mística es goce y sufrimiento, una «herida dichosa», un salir de sí mismo que conduce a lo más profundo de la conciencia, a esa «noche sosegada» donde el alma se desposa con Dios. En Las moradas o El castillo interior se describe un simbólico itinerario por siete estancias. En la última, «queda el alma —digo el espíritu de esta alma— hecho una cosa con Dios». Si bien el Santo Oficio estudió y retuvo el manuscrito del Libro de la vida, no halló nada herético y consintió su publicación en 1588. Fray Luis de León se encargó de la edición, escogiendo como título Los libros de la madre Teresa, pues la obra también incluía Las moradas y Camino de perfección.

      Teresa de Jesús fue interrogada por la Inquisición, pero no procesada. Su praxis de la oración mental y la mortificación interior despertó ciertos recelos. En un tiempo de reformas y escisiones, la vigilancia de la ortodoxia se volvió más meticulosa e intransigente. A la reformadora del Carmelo, la penitencia física le parecía mucho menos importante que asfixiar el orgullo y la vanidad. La voz interior que guía su ascesis espiritual se parece al daimon socrático y no a un hipotético cuadro de histeria. Santa Teresa habla con Dios y percibe su presencia como algo vivo e intensamente real. No recurre a la tradición ni a los grandes maestros de su tiempo para explicar su vivencia. Lucha en solitario contra las palabras para narrar y clarificar su encuentro con Dios, asumiendo que tal vez solo logre plasmar de forma imperfecta e insuficiente lo que le ha sucedido. Se ha dicho que el famoso episodio de la transverberación recreado en el Libro de la vida pudo ser un simple infarto de miocardio, pero en un infarto el dolor es un agudo síntoma de malestar, no algo capaz de inspirar la famosa frase de la santa y doctora de la Iglesia: «Me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios».

      Teresa de Jesús no cree que exista un método para propiciar el éxtasis espiritual y rechaza las objeciones contra las imágenes que invitan a una fe abstracta y desencarnada. Piensa que «la humanidad de Cristo ha de ser el medio para la más alta contemplación» y entiende que nadie debe «levantar el espíritu a cosas altas si el Señor no


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