Peregrinos del absoluto. Rafael Narbona
estado es el matrimonio espiritual. Teresa de Jesús no lo menciona en el Libro de la vida, pues solo lo conocerá años más tarde, en concreto en 1572, cuando Juan de la Cruz le dio la comunión partiendo en dos la hostia, a pesar de que conocía su aprecio por las formas grandes: «Díjome Su Majestad: “No hayas miedo, hija, que nadie sea parte para quitarte de mí”, dándome a entender que no importaba. Entonces, representóseme por visión imaginaria, como otras veces, muy en lo interior, y diome su mano derecha, y díjome: “Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy; hasta ahora no lo había merecido; de aquí adelante, no solo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra; sino, como verdadera esposa mía, mi honra es tuya, y la tuya mía» (Cuentas de conciencia, 25). Para los grandes místicos españoles, las visiones, levitaciones, vuelos o arrobamientos son fenómenos secundarios, accidentales. Desconfían de ellos como desconfían de la mortificación física. La esencia de la mística es la unión con Dios mediante la oración.
El matrimonio espiritual representa la unión permanente del alma con la Trinidad, que acontece «en lo muy interior del alma». Teresa de Jesús se debate con las palabras para hallar una imagen adecuada a ese estado y solo encuentra un símil: la llama de dos velas —el alma y Dios— fundidas: «el pábilo y la luz y la cera es todo uno» (Moradas, VII, 2). Se trata de una unión asimétrica entre algo humilde —el alma— y la perfección de Dios, Creador del Universo y Señor del Tiempo y de la Historia. En esa unión desigual la vida activa y la vida contemplativa se hallan perfectamente concertadas, como dos alas que se impulsan al unísono: «Marta [la vida activa] y María [la vida contemplativa] han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerlo siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje, no le dando de comer. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a los pies, si su hermana no lo ayudara?» (Moradas, VII, 4). En su Historia de la literatura española, Gerald Brenan apunta con un símil afortunado que los libros de Teresa de Jesús «causan una impresión de gran blancura, la blancura de las paredes encaladas de las mesas encaladas y de las mesas fregoteadas, la blancura del polvo, la blancura de los cantos granito de los montes abulenses, la cegadora blancura del sol español».
Blanca de los Ríos considera que Teresa de Jesús, lejos de limitarse a reproducir el lenguaje coloquial de las personas instruidas de ciudades como Segovia, Ávila, Córdoba o Salamanca, aportó al castellano la forma y el genio de una verdadera literatura nacional: «Su decir está pegado a las entrañas étnicas, al concepto de nuestra nacionalidad; su fusión de misticismo y realismo fue la causa eficiente de nuestro gran arte nacional (el de Cervantes y el de Tirso de Molina); ella inspiró a los que lo crearon y sigue inspirando a los que lo resucitan; ella es para nosotros devoción y bandera». Pocas veces ha llegado tan lejos el lenguaje místico. El místico no escribe teología; habla de su encuentro con Dios. No evoca algo abstracto; relata una vivencia. Teresa de Jesús demanda «nuevas palabras» para explicar sus éxtasis. Es cierto que no inventa vocablos, pero transforma los existentes en palabra ardiente, sincera e incisiva, con el pálpito de lo sobrenatural. Quizá por eso escribió Miguel de Unamuno: «Otros pueblos nos han dejado sobre todo instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura».
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