The Empire. Nathan Burckhard
a sí misma la joven Carter, cansada de los ajetreos de la vida diaria, elevó el rostro hacia el cielo admirando ante la luz tenue artificial la magnificencia de ese edificio, apretó su bolso de manera protectora sobre su costado y le dio una sonrisa a German, era un hombre joven entre los cuarenta a cuarenta y cinco, cabellos castaños y ojos negros, su uniforme le daba el aspecto un poco más jovial, el color negro de su uniforme le sentaba de maravilla, mientras que ese sombrero hacia juego con su traje —Buenas tardes, Carter —asintió levemente con la cabeza, abriéndole la puerta.
—Buenas noches, German. Noche fresca —siguió su camino, pasando por los pasillos del edificio Gold, siguió su camino hacia el sótano donde abrió su casillero y guardó su suéter, su bolso, pero siempre manteniendo su celular en el bolsillo de su uniforme. Oficialmente estaba lista para realizar las actividades de la noche, limpiar.
Dio un suspiro ante la rutina, pero no termino de guardar sus cosas cuando de la nada, sintió su nombre a la distancia, cerró su casillero, volvió el rostro hacia la persona que la aclamaba a la distancia, tragó saliva y se asustó al ver al Señor Mcgregor llamarla, por un instante no supo si debía acercarse o quedarse quieta para poder así evitar lo inevitable, pero al no hacerle ninguna señal de que se aproximara, pudo pasar el nudo de su garganta que le dolía de solo pensar el inicio y final de esa conversación —Señor Mcgregor, buenas tardes —pudo responder pero siempre conteniendo el aire ante la noticia que de seguro le daría.
—Cariño, necesitaré que limpies el pent-house, cuando termines podrás retirarte.
—¿El Penta-House?
—Sí, por lo visto necesitan limpieza urgente en la oficina del jefe.
—Claro —pudo soltar el aire contenido por sus pulmones. La orden que le habían dado ese día era rara, ya que nunca le pedían para el piso veinte del Edificio Gold y para ser un viernes en la noche era más que raro.
Caminó por los pasillos del gran edificio, las oficinas estaban más que lúgubres, los guardas de seguridad estaban en sus respectivos puestos, las luces apagadas y sobre todo el reloj corriendo. Dando un suspiro, se permitió ver el lado positivo que aquella tarea fuese sencilla, solo tendría que limpiar un piso a excepción de ocho baños que era demasiado para ella y su compañera Paz, incluso su compañera se sorprendió al escuchar la orden del señor Mcgregor.
Empujando su carrito de limpieza hacia el elevador, colocó la tarjeta magnética en la cerradura y las puertas metálicas se abrieron para ella, mientras subía chasqueó la lengua, presionó el botón del piso y levantó la vista al techo esperando que el ascensor hiciera su trabajo.
De un momento para otro, sus lágrimas surcaron sus mejillas, cuando escuchó su nombre pensó en lo peor, pero solo era una simple orden y eso era lo que temía, era consciente de que no quería pasarse la vida limpiando oficinas de noche y trabajos de medio tiempo en las mañanas de los cuales no duraba ni siquiera siete meses, su vida no podía terminar de esa manera.
—¿Por qué Dios mío? —pidió ella en un reproche más que una súplica, tener esa vida, cansada de luchar contra la marea, contra el tiempo, contra el mundo, cuanto había soñado en darle una vida mejor a su madre, darle lo que siempre quiso para ella, una casa, la tranquilidad y la seguridad de un hogar, incluso poder darle la familia que su pobre madre no tuvo, darle la posibilidad de tener un yerno que la quiera, nietos que se lancen sobre su abuela deshechos en mimos y risas, pero no, ni siquiera tenía un novio, alguien que la abrazara cuando necesita el calor de alguien y el destino cruelmente le arrebato ese único sueño de un futuro.
Bajó el rostro pero levantó la mirada viendo su reflejo en su espejo, su uniforme de camisa y pantalones grises y su trenza a un costado, tragó saliva y llevó una de sus manos hacia su rostro, no era una belleza, pero tampoco fea, en su metro cincuenta y siete centímetros, tenía los ojos almendrados y de un color pardo, su piel no era ni tan blanca extrema pero era como la porcelana, sus labios pequeños y carnosos y su cerquillo trataba de ocultar unas cejas bien delineadas y su nariz era respingada más no ancha, entonces vio sus manos, delgados dedos, pero ásperas, maltratadas por los quehaceres de la limpieza.
De la nada las puertas del elevador se abrieron dándole paso a las oficinas de Salvatore Montecchi, arrancándola de su ensimismo ante el sonido clásico de llegada y el crujido de las puertas al abrirse, Carter se frotó los ojos que hinchados por las lágrimas de la tarde había veteado sus mejillas, caminó por el pasillo sin hacer mucho ruido. Tener un día espantoso fue la cereza del pastel y más cuando había sido despedida de un día para otro. Empujó el carrito de la limpieza un poco más, solo para detenerse dos pasos más para sacar de su bolsillo un pañuelo para secar sus lágrimas.
“Pesado” —sí, era un trabajo pesado, demasiado para una chica de su edad, pero no tenía más alternativas, por suerte le quedaba ese trabajo y no podía dejarlo, no hasta encontrar quizás uno donde le ofrecieran un buen sueldo para poder solventar sus gastos.
Se estremeció al detenerse enfrente de esa puerta labrada y entreabierta, nunca había estado dentro de esa oficina y de pensarlo un frío interno estremeció todo su cuerpo. Soltando el aire, empujó la puerta, entrando a la oficina, lo que más le impacto fue el volumen de esa música que para su gusto iba más allá de lo tétrico y para el fiasco de su día no lo recordaría a menos que intentara estar al borde del suicidio, no era que fuese una crítica de música pero reconocía que era de Mozart, tomándose la libertad se acercó al equipo de sonido, deteniendo la música y apagándolo. Nunca antes había visto algo tan magnifico, el despacho era grande y frío, los muebles eran de madera y tapices de seda y cuero, una alfombra persa adornaba y le daba una comodidad única al suelo, y los enormes ventanales que podían dejar ver el Támesis en todo su esplendor. Se volvió para admirar el techo que estaba decorada con formas frescas de laurel tallado, era un despacho muy, pero muy exuberante incluso podía ser digno de un príncipe de dulces gustos.
Bajó la mirada y vio el desastre, encogiéndose de hombros comenzó con su trabajo, tomó una franela y limpió el escritorio dándole brillo y perfumándole, levantó el teléfono, y los papeles del suelo acomodándolos encima y tratando de no desordenar los folios, no vio nada anormal excepto las botellas, las copas y la barra asaltada y desde luego un cheque.
Un cheque listo para endosar con una cantidad más que exorbitante, al verlo se mordió el labio y lo levantó, esa simple hoja de papel contenía su futuro y el de su madre, con esa cantidad no solo le compraría la casa de sus sueños a su pobre y enferma madre, pagaría su tratamiento completo y en una de las mejores clínicas, compraría ropa e incluso una mascota, pero no podía, no era una ladrona, su madre no crío una ladrona, sino una señorita decente, a pesar de vivir en pobreza era decente y honrada. Suspirando por la nariz, dejó el cheque en su lugar, pero estuvo tentada, tentada a poder llevárselo.
—Daria lo que fuese por esa cantidad —afirmó un poco dolida, esa cantidad le vendría muy bien, dejando caer sus hombros, siguió con la limpieza, resignada a esa vida, sin pensar que el mismo diablo había dado por cumplida su petición.
Si era rápida más pronto estaría en casa con su madre —pensó.
Al terminar con el escritorio y los muebles, limpio el piso de madera, puliéndole para luego quitar el polvo de la alfombra, puso las botellas vacías en su cubo de basura. Ya entendía porque le dieron ese trabajo, el tener que dejar todo impecable para el pelafustán de Salvatore Montecchi sí que era pesado, se lo imagino revisando su escritorio a la perfección en busca de motas de polvo, lo conocía, había leído miles de artículos y entrevistas de ese hombre que más a parecer un mortal parecía un Dios romano hecho carne el en mundo terrenal, pero a partir de su buena y excelente apariencia y silueta corpulenta, de sus ojos grises como el acero y esos labios carnosos y mordaces, sus pómulos resaltando una mandíbula cincelada y dura, era un estúpido, mujeriego empedernido, eterno seductor, siempre de sus brazos colgaban bellezas rubias y pelirrojas, jamás morenas, resaltando como el soltero codiciado de oro y el mayor benefactor de la ciudad de Londres, era el hombre más poderosos incluido en la edición de Forbes de ese año, pero cabía resaltar que tras esa imagen de perfección había comentarios sobre su más reciente aventura con una mujer casada,