Manifiesto para la sociedad futura. Daniel Ramírez

Manifiesto para la sociedad futura - Daniel Ramírez


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justificar dicha violencia y opresión, algo a lo que no adhiero en absoluto. Pero no me importará si alguien elige esa expresión o que se califique de “revolucionario” a este proyecto. Yo sugeriría simplemente agregar una “e”, escribiendo así: “re-evolucionario”. El concepto de re-evolución2—o re·evolución— implica la reactivación o el reinicio de la evolución de nuestras sociedades y mentalidades, estancadas desde hace ya mucho tiempo o revertidas en involución. No se trata de una especie de neodarwinismo, sino de un llamado a evolucionar voluntariamente, en términos culturales, en la conciencia, comprensión y acción humanas, que deben abrirse a una multiplicidad de nuevas formas, estilos y contextos, epistemológicos, éticos, políticos y filosóficos para hacer frente al desafío de construir una sociedad futura.

      Se dirá evidentemente que se trata de algo utópico, que “hay que ser realista”, que la radicalidad nunca conduce a su realización, que pocos estarán de acuerdo, que hay que ir paso a paso. Se dirá que el mundo actual y que las “realidades” económicas y estadísticas, algo así como “la dura realidad de las cifras”3, no permiten un proyecto global sino simples acomodaciones, reformas, progreso gradual, etc. Volveremos al final sobre el calificativo de utópico, pero, por lo pronto, una filosofía política no es lo mismo que un programa de partido o de gobierno, que se propone para el corto plazo, sino una inspiración general, un ideal, una dirección para iniciar la marcha y para inspirar innovaciones, conducir investigaciones y generar una nueva comprensión de las cosas.

      Claro, quien prefiera que todo continúe igual con algunos arreglos o maquillajes, ya sea porque los cambios le producen angustia o porque ha encontrado su lugar en un sistema de privilegios y ha terminado convenciéndose de que más le vale defenderlos, posiblemente no encontrará mucho interés en este libro.

       ¿Por qué es necesario refundar la sociedad?

      Esto equivale a preguntar “¿por qué la radicalidad?”. Es una pregunta legítima porque la radicalidad es una actitud que suele generar temor y desconfianza. Ocurre que las ideologías en las cuales se basan nuestras sociedades y las ideas inspiradoras de nuestras constituciones datan del nacimiento del liberalismo político en el siglo XVII4, la Declaración de Independencia de los EE. UU.5, la filosofía de las luces franco-escocesas del siglo XVIII, la Revolución francesa, el positivismo y republicanismo del siglo XIX, que acompañó el nacimiento de los Estados-naciones actuales. Prácticamente nada sustancial ha sido incorporado posteriormente, ni en el pensamiento político de nuestras constituciones, ni en la inspiración de nuestras instituciones, ni en las bases de nuestros sistemas jurídicos, aparte de una dosis continuamente menguante de socialdemocracia y creciente de ideas neoliberales.

      Como el marxismo clásico y el socialismo del siglo XIX se supone que fracasaron, derivando en el totalitarismo soviético y diversos regímenes dictatoriales de partido único —¡ni hablar de los totalitarismos fascista y nazi!—, y que el anarquismo nunca dio mayores resultados, sus opciones, con o sin razón, se han dejado de lado. Así, han quedado prácticamente solos en la arena de juego el capitalismo y la idea de democracia liberal, evolucionando casi sin oposición hacia el sistema que conocemos como “neoliberalismo”, pero que no es muy fácil de nombrar propiamente, lo que exigiría una denominación compleja; algo así como hipercapitalismo neoliberal financiero productivista, rentista, especulativo, globalizado y gobernado por élites patriarcales pseudorrepresentativas6.

      ¿“Fin de la historia”, como lo sugería Francis Fukuyama?

      No tan rápido, porque quedaba la socialdemocracia. El impulso de las ideas socialistas, solidaristas7, mutualistas, welfaristas y progresistas de fines del siglo XIX y comienzos del XX fue reabsorbido en la tendencia socialdemócrata, principalmente europea y a veces latinoamericana. Diversas experiencias, desde las políticas sociales en Alemania durante la República de Weimar (y su fin trágico), los “Frentes Populares” en diversas partes del mundo, y ciertos proyectos de socialismo democrático desde los años setenta, como en Chile (también destruidos por la violencia), la socialdemocracia nórdica, renana o francesa, con sus versiones experimentadas en diversos países, hacían parecer la socialdemocracia como una opción aun vigente.

      Ahora bien, el principal problema —y yo diría incluso el drama— viene en gran parte de la caducidad de esta opción socialdemócrata en el mundo occidental. Este punto merece ser explicitado. ¿Por qué la socialdemocracia ya no es una opción? Lo que ocurre es que, lamentablemente, bajo la presión de la globalización neoliberal a la cual ellos mismos han adherido, la cesantía y el estancamiento de las economías que ello ha producido, los socialdemócratas mismos ya no creen en la socialdemocracia. Tardía y trabajosamente, se han convertido prácticamente todos, aunque por supuesto sin decirlo, al neoliberalismo8. Los proyectos de New Left han derivado simplemente en una forma de “social-liberalismo” que cada vez tiene menos de social y más de liberal. Todo tiende a remplazar las políticas sociales por la inversión privada y el lucro transnacional y a remplazar el gobierno del Estado por una forma tecnocrática de gestión del sistema, supuestamente consensual, la gobernanza, que se acerca más al paradigma del management empresarial que a los ideales de la democracia9.

      Por cierto, la democracia representativa como modo de organización política de los Estados sin duda es preferible a cualquier forma de dictadura, sin embargo, parece ya no poder cumplir sus promesas, tendiendo a la formación de élites gobernantes que se reproducen a ellas mismas por medio de riquezas, privilegios en materia de educación y lugares ocupados en las sociedades. Pierden así poco a poco el crédito que los pueblos podían depositar en ellas, derivando en oligarquías que viven en un mundo aparte, inalcanzable para las grandes capas de la población, hacia las cuales terminan por desarrollar una indiferencia olímpica, cuando no una clara desconfianza. Pocos ejemplos salen de esta norma y se puede decir que el ideal democrático, que fue el orgullo de la modernidad, se ha degradado en eslogan banal, útil para designar enemigos, pretexto para el gobierno de una especie de casta incapaz de poner en cuestión el sistema liberal globalizado y poco dispuesta a arriesgar sus privilegios10.

      Por eso, solo una cierta radicalidad en el pensamiento político puede tener significación. Radical no significa extremista11, sino ir a la raíz de las cosas. Lo contrario de la radicalidad no es lo razonable o equilibrado; es irse por las ramas y ocuparse de lo secundario. La simple consideración en serio de la crisis ecológica planetaria bastaría para convencerse de que lo menos razonable del mundo es seguir evitando la radicalidad.

       “Liberalismo real”

      Ahora bien, cuando decimos que el socialismo de inspiración marxista, normalmente llamado “socialismo real”, ha fracasado, se trata sin duda de una afirmación discutible, que ciertamente merecería mucho debate y estudios profundos, que no tendremos la posibilidad ni el espacio para desarrollar aquí12. Pero me parece que lo más importante para los fines de este texto es señalar que el liberalismo también ha fracasado. Aquel que fue históricamente concebido como un sistema de libertades, pluralismo y tolerancia, pero basado esencialmente en la propiedad privada y la libre empresa, y que ha ido evolucionando hacia lo que conocemos hoy como “neoliberalismo”, es un fracaso rotundo y mundial; si no fuera por la adhesión de los medios de comunicación de masas, que por cierto pertenecen casi exclusivamente a quienes promueven este sistema, ello sería una evidencia para todos.

      La idea según la cual el mercado habría de regular los movimientos de la riqueza y moderar las desigualdades, dando oportunidades a todos; la idea de que, por las libertades individuales, el derecho y la educación, todo el mundo podría prosperar y desarrollar su vida de manera sana y procurar su felicidad de acuerdo con sus intereses propios en una sociedad liberal ha fracasado rotundamente. La famosa regulación por la “mano invisible” del mercado, de Adam Smith, nunca ha funcionado; en realidad, siempre fue la mano perfectamente visible de la ley la que contuvo el exceso de acumulación de riquezas y los abusos de los poseedores: leyes antitrust, importantes incluso en las economías más capitalistas, derechos sindicales obtenidos por duros y largos combates, redistribución por el impuesto, servicios públicos, protección social de la cesantía, educación, medicina y jubilaciones. En otras


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