La sed. Marina Yuszczuk
LA SED
MARINA YUSZCZUK
A mi madre,
el fantasma que vive conmigo.
En cuanto a Burton, en la Inglaterra del siglo XVI, ve cómo la melancolía “se dilata como un gran río que brota del corazón de la propia vida y se extiende a todas las orillas”.
En cada ocasión, el extraño goce recaía sobre sí misma; y la fuerza perdida, y el cansancio, no le dejaban más que la oscura certidumbre de que tendría que volver a empezar.
Valentine Penrose, La condesa sangrienta
Primera parte
Es un día blanco, la luz quema los ojos si se mira directo al cielo. El aire no se mueve. Contra las nubes encendidas, el ángel que pliega sus alas en lo alto de una de las bóvedas se ve completamente negro. Parece un depredador, un pájaro al acecho. Podría extender las alas y bajar en vuelo rasante si no fuera porque la piedra lo fija en su lugar. Hace muchos años la misma peste se hubiera representado así, como un ángel oscuro recortado contra un cielo de ceniza.
A nadie parece llamarle la atención. Como si las estatuas no fueran más que piedra, una multitud de turistas avanza con sus cámaras sobre el cementerio. Esto pasa todos los días y siempre es igual, aunque ellos no sean los mismos. No gritan, no se ríen, no hablan en voz alta. Respetan algo que no saben bien qué es, y buscan su camino entre las tumbas con un interés moderado. Se detienen en lo histórico: los presidentes, escritores, nombres importantes. Hacen de la lectura de las lápidas un juego de reconocimiento escolar. O si no, dejan que el atractivo de las formas los guíe en su paseo por el laberinto: alas extendidas como en un movimiento de ballet, manos que sostienen una cabeza delicadamente, venciendo la rigidez de la piedra.
A veces se pierden entre los corredores que agrupan las bóvedas en manzanas y replican la forma de una ciudad. Aunque el cementerio es pequeño, es el conjunto de diagonales que se irradia desde un punto cercano a la entrada el que los lleva a rincones insospechados y los hace perder la orientación. Pero también es el hecho de caminar mirando hacia lo alto, bajo la sombra de estatuas como la Dolorosa, que se cubren el rostro para ocultar el sufrimiento y finalmente parecen ocultar algo mucho peor.
Este es el cementerio más antiguo de la ciudad, y el único que conserva para la muerte la elegancia de otra época. Un sueño de mármol hecho con dinero, el de las familias ricas. Solo los que podían comprar su derecho a la poesía de la muerte están acá; para los otros, las fosas comunes o las piedras desnudas que sellaron definitivamente su insignificancia sobre la tierra. Esta tarde recorro los pasillos de baldosas grises y me pregunto dónde me sepultarán, si me pudriré lentamente bajo tierra o en uno de esos nichos apilados como en estanterías, uno de los más altos, donde un único clavel marchito dé testimonio del olvido. Pero los visitantes parecen tranquilos, divertidos incluso, mientras disparan la cámara hacia una lápida de renombre, una bóveda más lujosa que las otras.
Es la ausencia de olor a podredumbre lo que los ayuda a abstraerse. Como son muchos los recaudos que se toman para que la putrefacción no chorree y se escape de los cajones en forma de líquido o de gases, este es el único cementerio de la ciudad que no tiene ese olor rancio, dulce, ofensivo, de la lenta descomposición de los cuerpos. Las flores nunca consiguen taparlo. Se te mete en la nariz, y sabés que no lo vas a olvidar nunca. Es más insidioso que los excrementos, que la basura, quizás porque podría, si no se conociera su procedencia cargada de espanto, ser un perfume. Es solo la carne la que conoce el horror; los huesos, cuando están limpios, bien podrían ser fósiles, pedazos de madera, objeto de curiosidad. Pero la carne es lo que me desvela en estos días.
Hace unas semanas que vengo compulsivamente al cementerio y esta vez trato de conjurar, de día y acompañada por mi hijo, un recuerdo que me perturba. Él corre varios metros adelante mío y no imagina lo que estoy pensando. Tiene cinco años; al principio se enamoró del cementerio que parece un laberinto, de esta ciudad en miniatura, y en un momento me pidió por favor que no lo trajera más. Le dije que hoy sería la última vez, prometí comprarle un regalo si me acompañaba y accedió. Ahora juega a perseguir a un esqueleto que se llama Juan, le puso nombre. Busca, entre todas las bóvedas, la que tiene grabadas en el vidrio de la puerta un par de tibias y una calavera: cree que adentro hay enterrado un pirata.
Quiere jugar a las escondidas y grita de entusiasmo, pero le digo con firmeza que acá no se puede gritar, que no corra. Que puede chocarse con alguien, y que en los lugares donde hay personas enterradas hay que mostrar respeto. No sé cómo pero lo entiende. A pesar de sus pocos años, es sensible a ese aire distinto que se impone acá, como en los museos y las iglesias. Cuando lo llevé al Museo de Bellas Artes o a la Catedral le enseñé, antes de cruzar la puerta y llevándome un dedo a los labios, que a algunos lugares se ingresa en silencio, pisando despacio.
Elegimos un camino diferente al de los grupos de turistas, que avanzan muy lento mientras escuchan las explicaciones de un guía. Pronto nos perdemos hacia el fondo del cementerio. Santi tiene un pantalón rojo, es lo más vivo en este lugar y corre entre mármoles y granito hasta que, de repente, para. Se queda duro frente a la estatua altísima de una mujer que apoya su espada en el suelo, dándose por vencida; tiene que alzar mucho los ojos para mirarla. Enseguida se desprende de esa primera fascinación y sigue. Un poco más allá, en la entrada de una bóveda, agarra con las dos manos el llamador que sostiene en la boca un león de bronce, trata de tirar de la puerta para abrirla. Le digo que no se puede. Él acata, entiende que las reglas acá son distintas, aunque no sepa exactamente de qué lo protejo. Corre otra vez, se arrodilla junto a la abertura de vidrio en el costado de una de las bóvedas y señala con el dedo hacia el interior. Me acerco para mirar con él. Espía. Me pregunta si los cajones más chicos son ataúdes de bebés. Le digo que no siempre, que cuando las personas pasan mucho tiempo enterradas quedan solo los huesos y se pueden guardar en una caja más chica. No quiero decirle que a veces los cuerpos se meten en un horno para reducirlos a cenizas.
Más tarde encuentra por fin la bóveda de la calavera y las tibias, se sienta en el escalón de la entrada y me pide que le saque una foto. Por momentos me pregunto si está bien que esté arrojado a la muerte de esta manera, a sus cinco años. Si no debería ocultársela más. Pero no elegimos que la muerte viniera a nuestra casa, y sin embargo vino.
Seguimos caminando por el cementerio y trato de tener un ojo en él mientras me dejo capturar por cada cosa que me sale al encuentro. Me detengo en las bóvedas donde hay una rajadura, una grieta. Todo lo que miro está roto. Puertas de hierro de doble hoja a las que les faltan los vidrios, mal cerradas por una cadena improvisada. Bóvedas donde el piso cedió y es posible, desde el exterior, ver las filas de cajones depositados sobre los estantes que cubren la pared hasta el último subsuelo. Cajones con la tapa corrida o destrozada, como si un hacha, y no solo el tiempo, hubiera caído sobre ellos –y a veces, efectivamente, así fue–. Me imagino la presencia furtiva de los cuerpos vivos a la noche, entre susurros, cubiertos solo a medias por la oscuridad, mientras buscan algo que pueda venderse en esas tumbas abandonadas.
Yo también busco algo, y por momentos siento que traje a Santiago para asegurarme de no encontrarlo. Como si fuera un amuleto. Lo llamo para señalarle los cajones adentro de una bóveda que tiene los vidrios partidos. Hay yuyos que surgen de entre las baldosas, como si en el futuro la escala de grises del cementerio, la solidez de sus materiales, fueran a ser invadidas por una fuerza que viene de lo más profundo de la tierra. Adentro las paredes están marrones, la pintura rajada. Hay olor a humedad y una planta que trepa desde una grieta en la pared. A través de la tapa quebrada de un cajón se puede ver un hueso largo, quizás un húmero o una tibia, limpio de todo resto de carne, igual que esos huesos que dejan los perros después de masticarlos y lamerlos a más no poder, solo que sin el brillo. La superficie es de color marrón y en el extremo tiene un par de cavidades de otra textura, apenas rosadas. Me pongo didáctica y le señalo a Santi:
—¿Ves?, así quedan los huesos después de mucho tiempo.
—¿Lo puedo tocar? —pregunta.
—No porque no está