La sed. Marina Yuszczuk

La sed - Marina Yuszczuk


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Quiero ponerle una imagen real a su fantasía con los esqueletos pero al mismo tiempo no sé lo que quiero, si estoy perdiendo el equilibrio. No me importaría si fuera por mí, pero los hijos merecen la normalidad, la necesitan.

      Me levanto después de mirar esta bóveda en cuclillas, agarrada a las rejas, y sigo a Santiago. Le paso la mano por el pelo castaño, siempre despeinado. Me gusta en él todo lo que es de niño: el pelo revuelto cuando se despierta a la mañana, las pestañas espesas, los ojos enormes. Lo miro para absorberlo tal como es ahora, sabiendo que esto dura un segundo.

      Nos paramos frente a un ángel que, de brazos cruzados, espera junto a la entrada de una bóveda. Tiene una túnica con pliegues y la nariz rota. Más tarde descansamos sentados junto a una joven que lleva rosas en las manos. El ramo se desarma para dejar caer algunas sobre el piso, hasta los escalones que conducen al monumento. Flores que nadie pudo recoger, ya petrificadas. Una posibilidad perdida. Me agarra una tristeza súbita por lo preciso de esa imagen, por la persistencia en creer que cualquier vida interrumpida antes de tiempo es una flor arrancada, una especie de error de la naturaleza. A otra estatua femenina que mira hacia un costado con pudor mientras inclina la cabeza, oscurecida por el verdín, le sacamos una foto. Lo mismo que a la chica, casi una niña, que sostiene un libro entre las manos, aunque una de ellas esté cortada a la altura de la muñeca.

      Cuando llegamos al otro extremo del cementerio nos quedamos mucho tiempo frente a una de mis estatuas preferidas: una dama que, envuelta en un lienzo hasta la altura del pecho, se recuesta gentil sobre la tumba de Marco Avellaneda, con los brazos extendidos como las bailarinas cuando se pliegan sobre sí mismas para imitar el movimiento de un cisne. Tiene las manos entrelazadas y entre los dedos, a medio caer, una rosa. Si se la mira de perfil, se puede ver que la tela apenas alcanza a cubrirla y que uno de sus pechos, grande y firme, asoma casi hasta el pezón.

      Hay sexo en la piedra, y esa estatua es hipnótica como el sexo. Se entiende por qué alguien, un hombre muy rico, pagó para tener a una mujer semidesnuda reclinada sobre su tumba por los siglos de los siglos, distrayendo a los visitantes de toda corrupción. Me impresiona –porque no es tan lejano en el tiempo, pero pertenece a un mundo que no existe más– el erotismo furioso de las estatuas femeninas, la profusión de formas que intenta construir un edificio de símbolos sobre la destrucción. Acá en la superficie, bajo las alas de los ángeles protectores, la muerte es una cosa blanca, preservada del tiempo.

      Caminamos un poco más, nos detenemos frente a una hiedra de un verde brillante que baja en cascada por el costado de una bóveda, de una abundancia inexplicable. Una pareja de extranjeros me hace señas con las manos y me pregunta en inglés si sé dónde está la tumba de Evita, les señalo la dirección. Llevan botellas de agua en la mano, me agradecen, siguen su camino. De pronto miro alrededor y no veo a Santiago. Es algo que hace todo el tiempo por más que lo rete con furia, se adelanta corriendo y desparece a la vuelta de una esquina. Camino rápido en la misma dirección en que veníamos, miro a un lado y al otro. No está. En todas partes veo personas que no son mi hijo. No sé si seguir adelante o doblar. Decido quedarme donde estoy para que él pueda encontrarme pero de pronto me doy cuenta de que puede haber ido hacia esa zona del cementerio que estoy tratando de evitar y la desesperación me sube desde las rodillas.

      Hay una bóveda en particular que está en desuso. Nadie que yo haya conocido está sepultado ahí pero ahora se me clava en la frente una pregunta: si la puerta que durante décadas permaneció bajo llave, y que hace poco se abrió por primera vez en mucho tiempo, estará cerrada o abierta.

      Me doy cuenta por fin de la locura de haber venido esta vez con mi hijo; decido que en cuanto aparezca nos vamos sin demora. Solo que no aparece. No sé cuántos minutos pasan, quizás solo uno. Empiezo a gritar su nombre. A los pocos segundos aparece agitado desde el fondo del pasillo en el que estoy esperando, me mira con intensidad, trata de adivinar si estoy enojada. Tengo el cuerpo tenso y listo para retarlo pero me desarma ese destello de comprensión. Me arrodillo y lo abrazo. Me dice que se asustó, le digo que yo también y que nos vamos ya mismo. Lo tomo de la mano y empezamos a buscar la salida.

      Me sobresalta el tañido de las campanas, insistente, que señala la hora de cierre. No me di cuenta de que había pasado la tarde. El cielo sigue compacto y nublado pero no va a llover, es solo un manto cada vez más espeso que lo cubre todo. Vamos hacia el pórtico pero no podemos atravesarlo porque un mar de gente se agolpa en los pasillos que conducen a la entrada. Allá arriba en el friso, muy por encima de nuestras cabezas, se lee “Esperamos al Señor” en un idioma muerto. De repente me pone nerviosa estar entre la multitud, tengo ansiedad por irme. Santi me tironea para que avancemos. Todo pasa como en un parpadeo: entre las caras de los extraños aparece una que me llama la atención, porque me está mirando. En realidad no aparece, me doy cuenta de que ya estaba ahí, inmóvil en medio de la gente que la esquiva y trata de alcanzar la salida. Hay algo desafiante en la manera en que no desvía la mirada cuando fijo la mía en ella. Tiene el pelo largo y oscuro, desordenado como el de una ciruja, pero no es eso; hay algo en ella que no pertenece acá. No a este lugar sino, cómo decirlo… a la realidad. Siento el golpe del corazón contra las costillas cuando comprendo por qué me parece conocerla. La angustia me cava un hueco en el pecho. Sostengo fuerte la mano de Santiago y empiezo a empujar para que nos dejen salir, es preciso que lo hagamos ya. Empujo entre los cuerpos con el hombro, con los codos, pongo a Santiago atrás mío para que no lo aplasten y lo arrastro conmigo. Varias personas me miran con odio, una me insulta. Cuando ya estamos por pasar bajo el pórtico me doy vuelta desesperada para ver si la mujer todavía sigue en su lugar y me encuentro con esos ojos salvajes, cargados de intención. Está absolutamente inmóvil, los últimos visitantes le pasan por al lado y siguen. Todos buscamos abandonar el cementerio, pero ella gira y empieza a caminar hacia las tumbas.

      Capítulo 1

      La tarde en que llegué a Buenos Aires, el barco se deslizó por una superficie interminable de agua marrón, a la que llamaron “río”. Comprendí con estupor que era el final del viaje. Los marineros se gritaban a través de la cubierta, concentrados en el esfuerzo de no encallar. La luz era tan plena que todo parecía flotar en el aire. Solo a medida que nos acercamos a la costa pude ver con nitidez desoladora, entre los altos mástiles que interrumpían la visión, el perfil de la ciudad. Los edificios chatos, rectangulares, estaban expuestos al borde de ese río que parecía mar abierto. Más atrás se elevaban las cúpulas de iglesias y campanarios, pero lo que dominaba la escena era un edificio semicircular, de varios pisos, coronado por un faro. Era la Aduana, después lo supe, y le daba a la ciudad el aspecto de una construcción antigua, emplazada por error en el extremo más reciente del mundo.

      Frente a Buenos Aires, una multitud de goletas y bergantines ocupaba desordenadamente el río. Algunos llevaban las velas desplegadas todavía, otros se mecían aletargados. En vano la vista buscaba el puerto. La ciudad se extendía hacia ambos lados pero en algún momento la costa era conquistada por el barro y tuve la impresión, además del evidente desplazamiento en el espacio que se había prolongado por varias semanas, de haber viajado en el tiempo. Al pasado, quizás, pero también a algo demasiado nuevo. ¿Qué era eso? Supe también que al otro lado la ciudad se deshacía en tierra, mataderos, lodazales y cementerios, y luego estaba la planicie interminable en la que descansaban huesos de otras eras.

      Hubo tiempo de contemplarlo todo mientras esperábamos el turno para el desembarco, a medida que la luz de la tarde menguaba. A lo lejos, donde la costa era de barro y piedras, un grupo de mujeres se afanaba en una tarea que al principio no comprendí; las veía moverse con cierta lentitud, veía cómo algunas se sostenían con una mano el ruedo del vestido y en la otra cargaban algo que debía pesarles, porque sus figuras tambaleantes hacían equilibrio para caminar entre las piedras. El agitarse de lienzos blancos me dio la clave; se trataba de ropa que habían lavado en el río y luego puesto a secar al sol. Cuando el barco se acercó más a la costa, deslizándose moroso sobre el río, pude ver que llevaban delantales y cofias de colores claros que resaltaban, sobre todo, en los rostros de las negras, una raza que en ese momento mis ojos contemplaban por primera vez.

      Al rato la luna tomó posesión del cielo, una luna del color de un fuego pálido, suavizado por las nubes. En las embarcaciones, y en las carretas que esperaban en la costa, empezaron a encenderse lámparas


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