La sed. Marina Yuszczuk
los brazos, pareció un ave de carroña a punto de arrojarse sobre nosotras. Era el que comandaba la cacería y estaba enardecido, en los ojos le brillaba el deseo de destruir. A mis hermanas las tendieron en el piso mientras los más fuertes de esos hombres les aferraban los brazos y las piernas para inmovilizarlas. Mientras ellas se retorcían y los hombres apenas alcanzaban a dominarlas vi cómo el sacerdote, después de dibujarse sobre el cuerpo la señal de la cruz, les hundía una estaca en el pecho y descargaba el hacha sobre sus cuellos. Miré por última vez los rostros de mis hermanas, los cabellos que ahora estaban mojados de barro y nieve, el espanto cincelado en los ojos abiertos. Mientras los cuerpos decapitados teñían el suelo de rojo, sospeché que el fin estaba cerca. No lo lamenté. Quería morir con ellas, que eran mi única familia. Pero en cambio me ataron y me llevaron al pueblo.
Pobres de ellos, querían examinar a uno de mi especie. Todavía era de noche cuando llegamos a la casa del médico. Me metieron a la fuerza en un cuarto iluminado con velas y me ataron a la cama. Mientras los brutos que me habían traído abandonaban la habitación, tuve tiempo para mirar todo. El crucifijo en la pared, la mesa donde un cuaderno abierto esperaba anotaciones sobre mí, la Biblia. Mientras lo hacía la puerta se abrió de un golpe y apareció la figura negra del sacerdote que había matado a mis hermanas. Me miró con soberbia y se acercó a la cama. Me informó que la Santa Iglesia había exterminado a miles como yo, criaturas de Satanás, y que era el turno de salvar mi alma. Dije que era la misma Iglesia la que había protegido a mi Hacedor durante décadas, a lo largo de cientos de crímenes. No había salvación ni piedad para los cuerpos de los niños que se arrojaban a un despeñadero a los pies del castillo y atraían a las aves de carroña. Lo recordaba todo: el sacerdote que visitaba las humildes cabañas y sugería a las madres, atormentadas por no poder alimentar a sus hijos, la manera de beneficiarlos a ellos y al resto de la familia. Los ruegos en voz alta para que las mujeres tuvieran fortaleza y resignación, si acaso se enteraban del destino de los niños.
Ante esto el sacerdote levantó los brazos, las mangas de la túnica negra se convirtieron en alas de murciélago y empezó a rezar en una voz alta y vibrante que llenó toda la habitación, lo suficiente como para que mis palabras dejaran de escucharse. Estaba tratando de probar si sus poderes y su autoridad funcionaban sobre mí. Quizás pensaba que su dios existía. Me reí en voz alta, me puse de pie y le acerqué mi cuerpo desnudo; siguió diciendo su oración mientras abría más los ojos y se agitaba visiblemente hasta que se percató de lo inútil de sus esfuerzos, me puso las manos alrededor del cuello y comenzó a estrangularme. Era fuerte y estaba lleno de odio, pero yo también. Lo miré con rabia al mismo tiempo que trataba de liberar el cuello y con la uña del pulgar, que llevaba afilada como una garra, le crucé la cara con un largo corte.
Cuando se llevó las manos al rostro logré soltarme y abandoné la casa del médico; fui al bosque. Lo más rápido que pude, quise volver a ese lugar en el que habían destrozado los cuerpos de mis hermanas. Quería verlas. Me guio el humo de una hoguera reciente. Allí estaban, en el mismo claro donde la noche anterior se habían desangrado sin remedio mientras mis manos estaban atadas, los cuerpos chamuscados, a medio quemar. Las cabezas, extrañamente intactas, miraban algo más allá de las copas negras de los árboles. Quizás las hubieran dejado como un mensaje para todos los de nuestra especie. Las tomé entre mis manos y les quité como pude los restos de barro; si esto era todo lo que me quedaba, entonces lo llevaría conmigo. Las bocas seguían abiertas y no era difícil imaginar que de ellas estaba por salir un grito, pero no; el silencio era absoluto.
Por años las llevaría conmigo sintiendo que todo lo que ocurría no era más que una pausa entre su gesto de abrir la boca y ese grito, que no llegaba nunca. El mundo se había quedado en silencio para mí.
Y no sabía adónde ir. Alimentarme cerca de los pueblos o ciudades era demasiado peligroso, y en la soledad del campo o la montaña tampoco había suficientes oportunidades para hacerlo. Volver a adentrarme en la espesura no parecía la solución. Decidí avanzar en sentido contrario, moviéndome solo de noche y ocultándome de día. Si era necesario, dejaría de comer. Estaba débil, pero tenía mis recursos.
Así conocí las ciudades por primera vez, y supe que no había mejor lugar para esconderse. A nadie le llamaba la atención una vagabunda. Por la noche, en las calles de piedra, yo era una más entre las almas perdidas que buscaban refugio. Hasta de día me atreví a mostrarme algunas veces, cubierta con velos oscuros que sostenía con una mano, como enlutada, y algún pasante casual en medio de la multitud se quedaba prendado de mí como si ocultara secretos dulcísimos en lugar de terribles.
Pronto comprendí que era más fácil viajar como una dama de alta sociedad y conseguí quienes quisieran llevarme a cambio de la mejor compañía, la de la extranjera misteriosa que conocía todas las lenguas. En Varsovia aprendí a tocar el piano, en Viena frecuenté por primera vez museos y bibliotecas. Aunque mi mente no dejaba de volver a ese período en el que mis hermanas y yo habíamos vagado juntas como animales, sin pensar en otra cosa más que en alimentarnos, comprendí los esfuerzos de los hombres para ser algo más que esa carne sufriente que temblaba bajo mi boca. Ese conocimiento me volvió doblemente monstruosa: podía cazar como un lobo pero ahora sabía que esa necesidad de alimentarme no cesaría jamás, no dejaría de repetirse a sí misma ni tendría otro propósito más que el que yo misma, sin creer en él, fuera capaz de asignarle. Cuando todo está quieto alrededor, todavía puedo sentir esa certeza atravesándome el pecho como garras.
Me hice llamar condesa, baronesa, señora, mientras atravesaba Europa con dos cabezas escondidas en una valija. En todas partes maté, porque no quería alimentarme y dejar que mis presas siguieran vivas con mis marcas al cuello, y deshacerme de los cuerpos se tornaba cada vez más difícil. Me cambiaba de nombre en cada nuevo destino, y ni siquiera a los que fueron amables conmigo les perdoné el defecto de tener sangre viva corriendo por las venas. Me hacía llevar en trenes o carruajes, alojar en los hoteles más lujosos, y luego dejaba esparcidos a mis amantes por suburbios o callejones perdidos, como cáscaras vacías. Desde Bratislava hasta Praga me moví tan rápido como si me persiguieran; después pasé por Dresde y remonté el curso del Elba hasta Hamburgo, donde conseguí una amante que me llevó hasta Bremen.
Entonces me asusté. La noche en que entré desnuda a su habitación en el hotel donde nos alojábamos cometí la locura de dejarme llevar y la consumí entera sobre la cama, sin tomar ninguna clase de recaudo. Quizás porque era hermosa, quizás porque me sentí embelesada por su cuerpo pálido que era parecido al mío. Después me puse su ropa y salí; ella era una mujer poderosa y la policía no tardó en esparcirse por la ciudad para buscar al asesino que la había dejado tendida en la cama, con extrañas marcas en el cuello. También encontraron, entre nuestro equipaje, las cabezas de mis hermanas, y se las llevaron como evidencia. Para recuperarlas tuve que dejar un reguero de sangre y arruiné en una noche el sigilo de años. Irrumpí en la estación de policía como una fiera y destrocé todo lo que se interpuso en mi camino hasta apoderarme de esos restos que me pertenecían; jamás permitiría que los conservaran como trofeos. Después de eso, ya no hubo vuelta atrás. Me costó sortear la vigilancia y, desorientada, llegué hasta el puerto. La visión de los barcos me hizo entender que la única manera de estar a salvo era alejarme hasta el otro lado de la tierra, donde no pudiera ponerme en peligro ese rastro de crímenes que había dejado a través de medio continente. Por otra parte no había vuelto a cruzarme con uno de mi especie, lo que me hacía pensar que la cacería había alcanzado a muchos aunque, recluida durante siglos, nunca había tenido una idea cabal de cuántos éramos. Solo porque éramos una leyenda que los relatos ubicaban en un pasado lejano, superado por el mundo moderno, imaginaba que no quedábamos muchos, y que los pocos que sobrevivían lo harían aislados, como yo. Al parecer, Europa se había liberado de la plaga. Eran las revoluciones y las guerras entre imperios lo que ahora ocupaba la atención.
Esa noche definitiva, frente al agua que duplicaba sobre su superficie el perfil de los barcos, sentí una extraña calma. Me detuve ante una embarcación cualquiera en la que estaban terminando de cargar equipaje. Era una goleta que esperaba, con las velas arriadas, el momento de hacerse a la mar. Pregunté cuál era su destino y un marinero me dijo palabras que nunca había escuchado: Nueva York, Brasil, Argentina. Puerto de Buenos Aires. Era un buen presagio; hasta esos nombres parecían provenir de un idioma desconocido.