La sed. Marina Yuszczuk
en el suelo y le abrí el pantalón. Me levanté la pollera y las enaguas y me senté en cuclillas encima de él, dándole la espalda, así no tendría que mirarlo. Me deshizo el rodete con una mano y tiró fuerte del pelo. Cerré los ojos y me perdí mientras me movía sobre él, tratando de metérmelo más adentro, con sus manos en mi cadera. Me froté el clítoris con dos dedos hasta hacérmelo doler mientras me imaginaba que la vida de él abandonaba el cuerpo en ese mismo instante, dejándolo caliente entre mis piernas. Grité, y me hundí en la oscuridad completa. Deseaba la sangre, pero no todavía.
Me quedé acostada, con el cuerpo doblado sobre el estómago. La luz de las velas se volvía más débil y le iluminaba el tórax, cubierto de vello y sudor, que bajaba y subía con la respiración. Se llamaba Francisco y era el hijo de una familia acaudalada; los padres tenían campos, los habían recibido de parte de Rosas por los servicios prestados en el resguardo de la frontera con los indios. Exportaban cueros y tenían varias propiedades en la provincia. Ya ancianos, habían abandonado la ciudad en dirección al campo durante los primeros días de la fiebre, pero de todos modos la peste los había alcanzado. El hijo médico se había apurado a ir en su ayuda y solo había llegado a tiempo para el entierro, que tuvo lugar en el cementerio del pueblo. El hermano mayor era General del Ejército y había muerto en Paraguay, el menor era religioso. Se llamaba Joaquín y muchas veces, durante las últimas semanas, habían recorrido juntos las casas de los enfermos; Francisco se ocupaba de atender los cuerpos y Joaquín las almas, que le parecían más valiosas. Decía que la peste se debía tomar como una señal de Dios, que expresaba su voluntad. Francisco, como hombre de ciencia, estaba en desacuerdo pero tendía a ser protector con su hermano, la pureza moral que conservaba, su inocente interpretación del mundo.
Él había estudiado medicina casi como un acto de rebeldía, pero ahora no estaba tan seguro de que no hubiera sido mejor idea quedarse en Europa, donde había conocido la vida bohemia junto a un grupo de colegas. A pesar de que la leyenda heroica se difundía por entonces entre los que se habían quedado en la ciudad a combatir la peste, no le interesaba ser un héroe. Tuve la sensación de que estaba asqueado, de que no sabía cómo iba a hacer para seguir viviendo una vez que la fiebre se terminara, si es que lo hacía.
Antes de que la primera luz del amanecer entrara a través de los postigos, me levanté despacio y me puse la ropa. Francisco se fue.
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