La sed. Marina Yuszczuk
bajo la capa, me tomó la mano y, después de quedarse paralizado durante unos segundos, me hizo cruzar con él el puente que me separaba para siempre de ese continente en el que había pasado siglos.
Lo último que hice, a medida que el barco se alejaba del puerto, fue arrojar al agua las cabezas de mis hermanas; comprendía que lo que para mí era un tesoro bien podía tomarse por un elemento acusatorio, y no era algo que debiera llevar conmigo a un mundo nuevo. Las contemplé por última vez mientras se hundían en el agua negra, y entonces ya no tuve nada.
Sumida en esta clase de pensamientos, esperaba que descargaran el baúl en el que estaba escondida. Si aprendía a moverme sin dejar huellas en esta tierra nueva, a ser imperceptible, y sobre todo a mantenerme en el reino de la ilusión, que era mi refugio, tendría una oportunidad, aunque más no fuera de sobrevivir.
En un impulso, me cubrí con algo de ropa que quedaba en el fondo. Pasó mucho tiempo hasta que se escucharon voces en la bodega y levantaron el baúl con cierta brusquedad. Sentí cómo lo descargaban sobre un bote, el movimiento ondulante y el ruido de los remos al golpear el agua. Después de un tiempo que me pareció largo comprendí que traspasaban el baúl a otra clase de transporte, seguramente uno de esos carros que había visto desde el barco a juzgar por el violento balanceo y el ruido, una vez más, del agua. Supe que había llegado cuando, con otro movimiento brusco, me depositaron sobre suelo firme. Al cabo de un rato me volvieron a levantar, y me llevaron a lo que parecía una suerte de depósito.
En esta ciudad nueva tendría que ser más cuidadosa que nunca. Alimentarme con mucha frecuencia y dejar un reguero de víctimas a mi paso era lo peor que podía hacer y una amenaza para mí, porque en ese caso se volvería imposible que no me descubrieran. Quizás el tiempo de mi especie sobre la faz de la tierra estaba llegando a su fin, pero a mí me bastaba con poder saciar de vez en cuando esta sed que lastimaba.
Cuando se acallaron los sonidos a mi alrededor, amparada por la noche, salí de mi escondite.
Capítulo 2
Nadie sabe lo que es ser como yo. Nadie se lo imagina. Los humanos han inventado una multitud de historias en las que los de mi clase no tenemos vida propia, si se me permite la licencia poética: solo existimos para estar en sus pesadillas. Dudo de que puedan entender esta sed, que es imposible de saciar. Y mucho menos esta voluntad insólita, pertinaz, de no entregarnos a la muerte final, que solo puede explicarse por el hecho de que somos bestias.
Mis primeros años aquí fueron odiosos. No tenía adónde ir y vagaba por la ciudad, de noche, buscando lugares para esconderme, aunque tenía que cambiarlos cada varios días. Buenos Aires era estrecha y todo en ella estaba a medio hacer. Las casas más antiguas eran bajas, de paredes anchísimas. Parecían agujeros húmedos con las paredes pintadas a la cal, oscuras tras altísimas rejas. En otras partes de la ciudad se construían edificios para dar alojamiento a los recién llegados, se cubrían las plazas de baldosas, se terminaba la fachada de la Catedral. En Buenos Aires había personas como nunca había visto. Negros que transitaban las calles, y en el transcurso de los meses supe que los habían traído como esclavos de un continente lejano, aunque luego habían sido liberados. Otros a caballo que vestían una prenda llamada poncho, solo un trozo de lienzo con una abertura por donde pasar la cabeza. Venían de las afueras de la ciudad, del lugar al que llamaban desierto; ellos, como yo, aprendían el español y lo miraban todo con desconfianza. También había europeos que parecían atónitos, fuera de lugar. Disimulada entre la gente y vestida con la sencilla moda que llamaban “criolla”, a nadie le llamaba la atención una extranjera más. Yo me movía por las calles entre soldados, estudiantes, sirvientas y vendedores, y de las conversaciones que oía al pasar, o preguntando yo misma, trataba de comprender las reglas de este mundo novedoso.
Me acuerdo del cielo, que por entonces se podía ver, antes de que la ciudad se convirtiera en una contrincante demasiado luminosa. Estrellas diferentes a las que conocía, y en el medio de todas La Vía Láctea, que mis ojos no vieron nunca más. Es imposible recordar la presencia del cielo cuando el cielo no está. Y con la conquista de la oscuridad llegó, también, el fin las pesadillas. Cuando las noches eran negras como el ala de un cuervo los terrores reptaban desde el suelo, se enredaban en los pies. En la ciudad iluminada débilmente por faroles de gas, yo me fundía con la noche.
Me gustaba recorrer la zona del puerto, llegar hasta el borde del río para imaginar el viejo castillo en el que habían transcurrido mis primeros siglos y saber que un océano nos separaba. El murmullo del agua volcada sobre sí misma, o entre las piedras de la costa, era calmo. Nunca había vivido tan al borde de la tierra. A veces me preguntaba si en alguno de esos barcos que mecían sus velas en la paz de la noche no habría llegado alguno como yo. O contemplaba los desembarcos y trataba de adivinar qué traían esos baúles que se descargaban en los botes: ¿Libros? ¿Terrores?
En aquel tiempo el barro se adueñaba de todo. Buenos Aires tenía unas pocas calles empedradas pero el resto era tierra, y en las noches de lluvia se me hundían los pies. Me acostumbré a estar siempre cubierta de barro, o del polvo que levantaban los carros con sus ruedas, los caballos. Lo sentía en el pelo, sobre la cara. Se metía en los ojos. Cubierta por una capa raída deambulaba bajo los faroles de gas, que parecían nuevos. Por las noches la ciudad era silenciosa, aunque no faltaban los gritos, la música de un baile o el traqueteo de algún carro que cruzaba las calles desparejas con sus ruedas enormes. De vez en cuando llamaba la atención la presencia de una mujer sola en las calles, a la noche, cuando todas las damas decentes estaban recluidas hacía varias horas en sus casas. Pero yo me encargaba de que el impertinente que se acercaba para dirigirme la palabra no volviera a preguntar nada más en su vida.
Lo primero que comprendí al llegar fue que la ciudad era poco más que un pueblo, a pesar de sus pretensiones, y eso me convenía. A veces atacaba y consumía a mi presa hasta que se desangraba sobre el suelo, otras era más medida y la dejaba vivir. Me alimentaba con indiferencia; necesitaba sangre y la obtenía. Eso era todo. No era difícil cazar y luego disponer los restos de la víctima de tal modo que pareciera haber tomado parte en una pelea callejera, un ajuste de cuentas. Los hombres morían todos los días en esa ciudad aún salvaje, y a nadie le importaba mucho. Algunos eran inmigrantes que habían llegado solos; otros, negros y mulatos, descendientes de esclavos, indios, cuyas vidas valían menos que la ropa que llevaban puesta. Las familias de bien pretendían gobernar el país, asistían al teatro o a tertulias donde alguna dama los deleitaba con el sonido del piano, que llegaba hasta mí a través de las ventanas iluminadas. Los que estábamos en la calle nos jugábamos la vida.
Mientras tanto terminaba de adquirir los sonidos de esa lengua que me parecía algo vulgar, como demasiado blanda. Pronto pude hablarla con fluidez y dejar de sonar como una extranjera. Ni siquiera traté de hacerme pasar por una dama de sociedad, como había hecho antes. Este lugar era reducido y no podía correr el riesgo de que la población más notable de Buenos Aires, que era un círculo reducido, se preguntase por mí. Me dediqué a cazar entre lo más bajo del pueblo, aguateros, matarifes y lavanderas, mendigos incluso. Me abstuve de bautizar a otros con mi sangre y hacerlos como yo para no contar con una horda de criaturas iguales a mí que, tarde o temprano, terminaría por ser descubierta.
Tenía que moverme con astucia, administrar las mordeduras, pensar con frialdad. Así tuve que hacerlo desde entonces cada vez que me alimentaba. Me ponía furiosa, eso y tener que deshacerme con cuidado de los cuerpos, como si fuera una asesina. Pero pronto, a pesar de que era más trabajoso, se volvió rutinario. Anhelaba un lugar en el que pudiera simplemente cazar y comer sin tener que esconder los restos, borrar las huellas. Pero sabía que semejante lugar no existía en este mundo.
De día me ocultaba en alguna casa abandonada, pero eran un bien escaso en la ciudad. A veces elegía una habitación de hotel desocupada, el subsuelo del teatro, incluso habitaciones de servicio al fondo de las casas. Llegué a resguardarme en corrales, sumergida en ese olor inmundo. De noche volvía, una y otra vez, a la vera del río.
Allí encontré cierta noche a una muchacha que, igual que yo, estaba cometiendo la transgresión de vagar en esa hora vedada a la población femenina. Me vio de pie sobre un promontorio de rocas que de día ocupaban las lavanderas y me habló. Era una noche clarísima y las dos, imaginé, estábamos