La sed. Marina Yuszczuk
señorita, el suelo es un poco resbaloso, le conviene tener cuidado. Las lavanderas están acostumbradas, pero usted no parece serlo…
Su voz era plateada, como la luna cuando tocaba el río. Le dije que tendría cuidado y pregunté si era lavandera. Con una pizca de soberbia me respondió que sí, pero que había nacido, eso dijo, en cuna de oro. Solo al llegar a la adultez se había visto obligada a ganarse la vida. Prosiguió, contándome que estaba destinada a una vida de holgura, y que su padre se dedicaba a la política.
—Era gobernador, el hombre más poderoso de estas tierras —agregó, como si hablara para sí misma—. Pero se ha ido.
Me di vuelta para mirarla a los ojos. Era hermosa, de grandes ojos negros y la piel muy blanca a pesar de que, como lavandera, seguramente pasaría horas al sol. Tenía el pelo trenzado y recogido sobre la cabeza. No me podía explicar qué estaba haciendo esa muchacha en un lugar tan solitario.
—No me cree, ya veo —me dijo con un reproche que escondía una risa—. ¡No la culpo! Si parezco una pordiosera. Ojalá pudiera verme en mis ropas de antaño, allá en la quinta donde pasé mi infancia. Me llamo Justina, ¿y usted?
Preferí perder la vista en el río en lugar de responder.
—¡Ah, secretea! Está disculpada. Quizás sea una locura hablar con una desconocida a estas horas de la noche pero, sabe… un poco de locura tengo en mí, desde que mi vida se derrumbó. No tiene que extrañarle.
—¿Quién no tiene su cuota de secretos? —le pregunté, y estiré mi mano para rozar la suya.
La sentí estremecerse al lado mío, como si la hubiera atravesado una ráfaga helada, y supe que la estaba asustando. Decidí tranquilizarla para que se quedara conmigo. Inventé una historia, dije que yo también había perdido la posición en que había sido criada y ella supuso que debía tener un pasado triste, que una mujer elegante y con acento extranjero no terminaba vagando por las noches en esta ciudad a menos que le hubiera ocurrido una desgracia. Como toda respuesta incliné la cabeza, simulando pesar. Lo insólito era que Justina no estaba tan lejos de la verdad, aunque yo nunca me hubiera pensado como una víctima de la suerte mientras me esforzaba por adaptarme a este nuevo lugar, a las condiciones en que llevaba a cabo la caza.
Justina continuó la conversación de la que yo, en mi mente, me había alejado.
—Va a pensar que soy una atrevida pero, ¿me permite que le muestre un lugar especial? El más espléndido de Buenos Aires, por si no lo ha visto. Eso sí, será necesario caminar unas cuantas leguas. Quizás tengamos suerte y hasta pueda encontrarle algo mejor para vestirse.
Esa noche la hubiera seguido a cualquier parte. Había algo en su atrevimiento, en la naturalidad con que paseaba por la ciudad como si fuera la Plaza Victoria a pleno día y no un territorio hostil, sembrado de peligros, que me atraía. De pronto me tomó la mano y me condujo hacia el bajo a la luz mortecina de los faroles. Subimos por las calles empedradas con lentitud, a pesar de que nos separaban varias leguas de ese lugar prometido en las afueras de la ciudad. Dos jóvenes oficiales nos cruzaron en dirección opuesta y nos dedicaron una reverencia, al tiempo que nos recordaban que a esas horas de la noche la calle no era lugar para dos señoritas. Justina soltó una carcajada rítmica. Yo me hundí más adentro de mi capa y reprimí el impulso de saltarles encima.
Seguimos caminando hasta que el empedrado quedó atrás y las calles se hicieron de tierra. Las casas eran cada vez más bajas, algunas solo chozas de madera, y empezaban a escasear. En el interior de algunas brillaba la luz, y los perros ladraban junto a la puerta. Pronto estuvimos en el campo. Justina me señaló un largo camino de tierra y dijo que llevaba al Cementerio del Norte. No hubiéramos podido avanzar en ese descampado de no ser por la claridad de la luna, que todo lo bañaba de una luz tenue.
Mientras Justina me hablaba de su niñez en medio de la opulencia yo le miraba el ruedo del vestido, lleno de barro, y las trenzas que en la agitación de la caminata se deshacían cada vez más. Todo me lo contó, a gran velocidad y con gran énfasis: el nacimiento como hija bastarda de un hombre poderoso, la belleza de su madre, la canción de cuna que entonaba por las noches con una voz dulcísima y que Justina tarareó para mí, en medio del silencio más completo.
Había tenido horas felices la vida en esa especie de palacio de cuento oriental, según lo imaginaba, con avestruces y flamencos. De niña le gustaba correr por los jardines semisalvajes detrás de los monitos y las liebres, a los que llevaba unos granos de maíz o un pedazo de fruta. La madre la retaba por arruinarse los vestidos y robar de la cocina, pero sus reproches eran suaves. El miedo real, que la paralizaba, era cuando llegaba él, con su vozarrón y esa presencia que modificaba todo. Entonces les ordenaban, a ella y a sus hermanos, permanecer en las habitaciones destinadas a los niños y guardar silencio.
—Pero mentiría si dijera que lo recuerdo —dijo pensativa—. No tengo siquiera una imagen de su cara. Solo sé que lo odiaba, porque nos divertíamos hasta que llegaba él, y porque fue la única persona a la que vi despreciar a mi madre.
El resto del tiempo podían vagar libremente por la quinta, comer a su antojo de los árboles frutales, bañarse en el lago artificial donde a veces se deslizaban pequeñas embarcaciones a remo y hasta un barco de vapor. Era posible que Justina estuviera inventando un lujo desconocido solo para mí, pero no me lo parecía. Ni siquiera sabía leer; a nadie le había parecido que valiera la pena enseñarle. Su niñez había tenido la cuota de libertad destinada a los niños de los que no se espera nada y, aunque la mía había transcurrido en cautiverio, en eso nos parecíamos. Por un instante, y como una imagen que llegaba desde muy lejos, velada por varias capas de oscuridad, vi a mi madre llevándome de la mano, cuesta arriba hacia el castillo, para entregarme a Él, yo una niña inocente que solo protestaba por el esfuerzo de la caminata.
Justina me sacó de mi ensoñación para decirme que ya estábamos por llegar. Detrás de una larga hilera de palmeras que se desplegaba frente a nosotras estaba la casa. Avanzamos unos pasos más, y de pronto la tuve frente a mis ojos.
Era una visión inesperada. Una gran villa italiana, de planta baja coronada por azoteas bordeadas de rejas, se alzaba en medio de jardines abandonados, iluminada únicamente por la luna. La maleza lo invadía todo y la sensación de soledad era extrema, como si de pronto todos los habitantes de esa quinta fantástica hubieran tenido que abandonarla ante el acecho de alguna peste. De algunos árboles colgaban esqueletos o partes de ellos, como el decorado de una fiesta macabra, y en el terreno frente a la casa era posible tropezar con alguna calavera oculta entre los pastos demasiado altos.
Justina se acercó con naturalidad y me indicó una entrada lateral, bordeando una galería donde las puertas estaban tapiadas. La seguí sin dudarlo. Frente a mis pies pasó ondulando una pequeña víbora, que pronto desapareció entre la vegetación salvaje.
—Es por acá, ¡vení! —me ordenó ella, y acepté su invitación embelesada por esa familiaridad nueva con que se dirigía a mí. Justina conocía una entrada secreta.
Ingresar a la casa fue hundirnos en la oscuridad, con apenas un reflejo desmayado que se colaba desde las ventanas. Adiviné, más que vi, los altos techos de madera, las lámparas con caireles que pendían de ellos como joyas olvidadas. Los destellos en el vidrio eran lo único brillante en el interior de la casa, además de algunos espejos extrañamente intactos.
Justina estaba de pie delante mío, inmóvil, según imaginaba, en la contemplación de sus recuerdos. Me acerqué por detrás y me atreví a levantar una mano para tocarle el pelo. Ella me dejó hacer. Despacio, como si fuera la materia más preciosa que hubiera tocado jamás, le deshice el peinado. La mata de cabello oscuro le cayó sobre la espalda. La visión de mis hermanas y sus largas cabelleras, tan similares, me llenó de una extraña euforia, pero enseguida recordé la última vez que había visto esos cabellos esparcidos en la nieve. De pronto Justina reaccionó, se dio vuelta para mirarme divertida y se sacó la parte superior del vestido. Su camisa blanca resaltaba con la poca claridad que había en esa estancia. Justina me explicó que allí tenían lugar los bailes y empezó a ejecutar los movimientos del minué.
—A nosotros