La sed. Marina Yuszczuk

La sed - Marina Yuszczuk


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No quería quedarme para ver cómo esa carne se resecaba hasta pegarse a los huesos, se volvía color caramelo y emanaba la melancolía infinita de los cuerpos convertidos en un descarte, una cáscara vacía. Quizás lo intolerable, incluso para mí, era la superposición de las imágenes: Justina viva, Justina desnuda junto al agua, el mecanismo de sus músculos en acción, suave y seguro. Justina cadáver esculpido, borroneado por la destrucción.

      Una vez más vi a la niña de vestido blanco, desde la altura. Yo estaba en la terraza y ella atravesaba el parque frente a la mansión. Cuando notó mi presencia se detuvo y se quedó mirando en dirección a mí, pero no estaba segura de que fuera yo lo que miraba. Entonces pude verle la cara por primera vez y me paralizó; se parecía a Justina, los mismos ojos negros y la boca pequeña, la expresión divertida y al mismo tiempo arrasada por una tristeza prematura. O mejor dicho, todavía no era Justina.

      Una figura surgió de las sombras detrás de los árboles y se le acercó mansamente. La niña no se movió; a pesar de que el animal era feroz, parecía obedecerla. Se veía como una especie de tigre pero luego supe que venía de la selva y era un yaguareté. Creí adivinar que me mostraba los dientes, pero quizás fue un truco de la oscuridad, solo un brillo.

      Ya no estaban cuando bajé al jardín. Volví a entrar en la casa para cubrir mi desnudez después de tantos días, pero en lugar de mi vestido viejo me llevé la ropa de Justina. Me puse su camisa, su pollera, los botines, y abandoné la quinta en dirección a la ciudad. Muchos años después, cuando la dinamitaron, yo estuve ahí. Fue un espectáculo magnífico.

      Capítulo 3

      No sé cuánto tiempo pasé en el castillo abandonado de Justina pero, cuando volví a la ciudad, la encontré transformada. La mayoría de los hombres había partido a la guerra en un lugar llamado Paraguay, apenas se hablaba de otra cosa. Las mujeres lloraban por las calles, se retorcían de preocupación, esperaban a los barcos en el puerto para recibir noticias de sus maridos, sus hermanos, sus hijos. Muchos no volverían o lo harían mutilados, rotos. En la mayoría de las casas faltaban los hombres, y el desamparo de las mujeres me convenía. Los pocos médicos que había, por otra parte, estaban ocupados atendiendo a los que regresaban enfermos del norte. Apenas podían prestar atención a los cuerpos que aparecían desmayados, con dos orificios en el cuello.

      Buenos Aires no creía en fantasmas. Los únicos habitantes en cuya mirada había visto, de tanto en tanto, un destello de reconocimiento fugaz, eran los indios. Pero me tenían miedo, no eran una amenaza para mí.

      Con respecto a los otros, en lugar de salir a cazar a veces me bastaba con pararme frente a una casa, cubierta con una mantilla blanca que había tomado de las lavanderas a la orilla del río, y esperar a que me invitaran a pasar, creyéndome extraviada. Entonces cruzaba el zaguán, luego el patio, perfumado por el aroma mortuorio del jazmín, y seguía a las damas hasta una sala fresca, sombría. Algunas llamaban a las criadas y les ordenaban que me trajeran una bebida. Otras me hacían sentar y después de conversar un rato tocaban el piano para mí, o declaraban que querían dibujar mi retrato, cosa que por supuesto no podía permitir. Todas eran hermosas y estaban aburridas. Me gustaba inventar historias para ellas, contarles vidas imaginadas que podían haber sido la mía.

      A veces me hacía pasar por la esposa desdichada de un oficial del ejército de cuyo paradero no se tenían noticias. Lloraba a mi enamorado, lamentando mi viudez prematura, y las jóvenes casaderas suspiraban conmigo, o las madres me consolaban y derramaban profusas lágrimas pensando en el destino de sus hijos. Era difícil saber si en ellas pesaba más la tristeza por los varones ausentes o la fascinación de estar inmersas en un episodio novelesco. Muchas veces pensé que era esto último por el entusiasmo con que respondían a mis declaraciones de pasión, cuando acaso decidía seducirlas antes de atacar. Sin embargo fui cuidadosa; la población era reducida y no podía permitir que mis cacerías llamaran la atención de una prensa que, si bien era escasa y estaba absorbida por la guerra, no dejaba de lanzarse hambrienta sobre cualquier historia medianamente truculenta o atractiva.

      Hasta el fin de la guerra, las semanas pasaron sin sobresaltos. Me alimenté hasta quedar hastiada, y solo espacié las cacerías a partir de la noche en que escuché a un estudiante algo borracho contar a una ronda de colegas, en la mesa de un café, la leyenda de la dama de mantilla blanca que lloraba frente a las casas de mujeres decentes y se hacía recibir con fines sangrientos.

      Pero faltaba mucho tiempo todavía para que Buenos Aires volviera a la normalidad, porque entonces se desató la peste. Fue durante el Carnaval, días odiosos en que los habitantes de la ciudad, además de disfrazarse y organizar bailes de máscaras, se dedicaban a arrojarse agua unos a otros, y que yo aproveché para cazar a mi antojo. Detrás de los antifaces de colores, las miradas se congelaban de espanto en el instante del reconocimiento.

      Las muertes habían empezado mucho tiempo antes, pero en menor escala. La ciudad había crecido desordenadamente; los miles que bajaban de los barcos provenientes de Europa iban a parar al sur, amontonados en casas infectas, cerca de un Riachuelo que, igual que la parte más indecente del cuerpo, se llevaba los desechos, la basura y los animales muertos que irían a teñir de inmundicia el agua de por sí nada plateada del río. Buenos Aires tenía olor a agua podrida, a cadáveres expuestos al sol; los patios de las familias ricas y las plazas se llenaban con toda clase de plantas que perfumaran el aire y fingieran otra cosa, pero toda la ciudad era un gran cementerio de putrefacción. Un cementerio melancólico, además, porque sus habitantes apenas podían olvidarse de los escasos resultados de esa lucha incesante contra la decadencia.

      Así llegó el vómito negro, la fiebre amarilla, menos cromática que su nombre, y se esparció primero por esa zona más pobre de la ciudad irrigada de podredumbre. Pero la desesperación inundó todos los barrios, y pronto fue más común atravesar las calles en un carro rumbo al cementerio que estar vivo. Los que podían, huyeron.

      Buenos Aires colapsó bajo un volcán de cadáveres, como si las entrañas mismas de la tierra, ahí donde se intentaba por todos los medios ocultarla, se hubiesen abierto para exponer la muerte en una llaga inmensa.

      Los pobres intentaban escapar de la ciudad en tren o en barco; los ricos desaparecieron de la vista, refugiados en el campo. Se fueron, no solo para no morir, sino para no ver. Y de los que sí vieron, dudo que alguno haya dejado de tener pesadillas donde los cuerpos desfilaban incesantemente, pesadillas solares, que coincidían con la vista de las calles a plena luz del día.

      No pasa muy seguido que los sueños coincidan con la realidad, y cuando lo hacen es atroz. Un nuevo cementerio fue inaugurado en el Oeste y el tren, que debía traer el progreso, le llevaba cuerpos a montones. Muchas casas quedaron abandonadas. Y después del estallido frenético del Carnaval, pronto sofocado por las autoridades que además impidieron toda reunión pública, se hizo un extraño silencio.

      Estaban cerrados los negocios y los cafés; nadie en las iglesias, nadie en las plazas. Los barcos no llegaban al puerto.

      Para los días a los que la religión cristiana se refería como Semana Santa, las calles estaban desiertas. Solo el ruido esforzado de las ruedas de carros rumbo al cementerio imponía, letárgico, otro ritmo. Impotentes, olvidados por su Dios, los sacerdotes caían como moscas. Los médicos no daban abasto para recorrer las casas asistiendo a los enfermos. Por momentos el humo de las hogueras llenaba el aire; las casas de los pobres se vaciaban y muebles, ropa, objetos de lo más variados se prendían fuego en grandes pilas frente a las familias que lloraban. Muchos que no hablaban el idioma ni siquiera entendían lo que estaba pasando, por qué el saqueo. Algunos de los que conseguían lugar en un barco para volver a sus países de origen morían en altamar, doblemente desterrados.

      Algunas noches, cuando recorro la ciudad, me pregunto cómo reaccionarían todos si a la mañana se despertaran y abrieran las puertas a calles donde los cadáveres estuvieran a la vista, envueltos solo con una sábana en las puertas de las casas. O pasaran apilados en un carro, en una masa indiferenciada de brazos, piernas, caras de dolor. Quizás la perfección para ocultar la muerte sea la victoria más contundente de este siglo.

      En aquellos días estuve ocupada, arrastrándome entre moribundos para quitarles la última porción


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