La sed. Marina Yuszczuk

La sed - Marina Yuszczuk


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nos tocaba un poco. Pero, ¡vamos al lago! ¡A bañarnos!

      Antes de que pudiera negarme me sacó la capa y me miró largamente. Me quedé paralizada, esperando su próximo movimiento. Pero sin decir una palabra se desabotonó la camisa, con algo de torpeza, luego se desató la pollera y la dejó caer junto con las enaguas. Su ropa interior era blanquísima, inmaculada. Se la sacó también, con mucha naturalidad, y después se acercó para hacer lo mismo conmigo. Pude sentir el olor acre y humano que despedía su cuerpo, un perfume que tuve ganas de aspirar directamente de su cuello, como si pudiera beberlo. Me desvistió muy despacio. Yo cargaba con la suciedad de años, parecía una mendiga al lado de ella, vestida con ropa sencilla pero limpia. Entre risas, Justina hizo un bollo con mi ropa, la cargó en sus brazos y me ordenó que la siguiera.

      Salimos y la pude ver bajo la luz de la luna, blanca y aniñada, con pechos diminutos. El latido de la sangre cercana se estaba haciendo insoportable para mí, pero quería mirarla todavía un rato más. Tenía todo el tiempo del mundo, en ese paraje abandonado, para hacerla mía.

      Atravesamos juntas la explanada que terminaba en una hilera de sauces; más allá de los árboles estaba el agua, una especie de lago artificial con paredes de ladrillos. Justina la rodeó por un camino de tierra para llegar al otro lado, donde la costa hacía un suave declive que terminaba en el lago. Se agachó en la orilla y entonces, con mucha concentración, se puso a fregar mi vestido y mi capa. Le miré la espalda mientras lo hacía, fina y musculosa, acostumbrada a esa tarea. El pelo le caía sobre un hombro y dejaba al descubierto la línea que bajaba hasta la cintura. Era justo ahí, y también en la nuca, cubierta de una pelusa suave que terminaba en un triángulo casi imperceptible, donde ardía por apoyar los labios. Me gustaba su capacidad para mostrarse indiferente, desentenderse de mí, tanto que me llevaba a dudar de mi presencia.

      Cuando terminó se puso de pie y me invitó a entrar al agua con ella; así lo hice. Estaba fría. No me importó, pero ella tiritaba y se pasaba las manos por los pezones erguidos. Se acostumbró un poco a la temperatura, y entones se hundió más. Con una mano me atrajo hacia ella y me dio vuelta para lavarme el pelo. Lo tenía muy largo, lleno de tierra. Duro. Justina lo fregó con delicadeza mientras intentaba desenredarlo, y se reía. Era casi imposible soportar la tentación de morderla, pero ¿a quién quería engañar? Hacía demasiado tiempo que no me tocaban, y lo sentí hasta la última gota. Ella jugaba, me arrojaba agua con las manos. Yo levantaba los ojos al cielo y miraba la luna.

      De pronto cambió de opinión y me tomó de la mano para sacarme del agua. Volvió corriendo hasta la casa y fui detrás de ella. Se escabulló por una puerta, y luego otra, para hundirse más en la oscuridad. Yo escuchaba sus risas pero no la veía. Seguía ese sonido de plata y el perfume de su cuerpo, ahora mojado. No fue difícil, para un animal habituado a la caza, dar con ella. Estaba apoyada contra una pared, jadeante. Tenía el pelo húmedo.

      La abracé y nos acostamos en el suelo. Cuando bajé por su cuerpo para hundirme entre los pliegues de su carne, tuve mucho cuidado de no morderla. La di vuelta y le lamí la espalda mientras buscaba su entrepierna y le separaba los labios, abriéndome paso entre el vello. Pude tocar esa humedad casi olvidada, un estuche palpitante en el que deslicé las puntas de los dedos para buscar los lugares que la hacían gozar más. Quería lamerla ahí, pero Justina gemía de placer y sentí el arrebato de la sangre, que me llamaba. Me incliné sobre su nuca y la mordí en el costado del cuello lo más fuerte que pude. La sangre empezó a fluir y me llenó la boca de calor. Yo estaba en éxtasis. Ella se sacudió, tratando de zafarse de mi abrazo, pero no por mucho tiempo. Pronto relajó el cuerpo hasta el desmayo, y pude llenarme como no lo había hecho en mucho tiempo. La chupé en un rapto de placer, desesperada. Me pasé la mano por la boca para esparcir la sangre, que seguía tibia, me la desparramé por el pecho y aluciné a la vista de mis manos rojas. Quería bañarme en ella.

      Me sentía otra vez como la criatura de la noche que era.

      Por fin separé la boca del cuello de Justina y, satisfecha, salí al encuentro de la luna. Tendí los brazos al cielo y le grité, en una súplica que fue tan inútil como todas las súplicas. Le pedía que me recibiera.

      Cuando los primeros rayos del sol se insinuaron sobre la hierba recogí mi ropa, que todavía estaba húmeda. Entré a la casa y la puse a secar encima de una silla. Después me paré al lado de Justina y la miré con intensidad. Tenía que vigilarla, sobre todo para impedir que huyera. Se había puesto más blanca, si es que eso era posible, y la sangre coagulada le formaba una costra oscura sobre el cuello. La di vuelta para verle la cara. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, en un gesto que aluciné era de placer. El pelo la rodeaba como un manto. La tomé en mis brazos y la llevé hasta una de las habitaciones, dominada por un lecho de caoba en el centro.

      La casa, se podía ver, había sido saqueada pero no por completo, como si una maldición pesara sobre los objetos que contenía, o sobre el edificio mismo, e impidiera que lo ocuparan, a lo que había contribuido hasta cierto punto la clausura de las galerías exteriores. En los días que siguieron tuve tiempo de recorrerla a mis anchas. Había espejos venecianos en algunos cuartos, un detalle absurdo cuando resultaban ser el único objeto en toda la estancia. Ninguno fue testigo de mi paso fugaz. Pensé en Justina, obligada a abandonar este palacio que quizás, durante sus primeros años, era todo lo que conocía. Perdida en la ciudad, de noche. Quizás loca.

      En una habitación de pesados cortinados rojos cargados de polvo, un piano dormía el sinsentido de que ninguna mano levantara su tapa y le diera uso. Lo abrí para hacer sonar algunas notas. Estaba desafinado, y esa música chirriante parecía la única apropiada en ese lugar, que existía para nadie.

      Justina no tardó en despertar. Cuando escuché su voz fui rápido hasta la cama donde descansaba y la encontré llevándose la mano al cuello, con un gesto de dolor. Me apuré a abalanzarme sobre ella. Antes de que pudiera reaccionar, ya estaba pasándole la mano por el cuerpo, frenética, y tomando de nuevo esa sangre que me había embelesado. Quería beberla toda, aunque sabía que eso equivalía a quedarme sin Justina. Le puse la mano en el pecho y pude sentir que el corazón latía más despacio, se callaba delicadamente, pero eso no me detuvo. Me incliné sobre el cuello y tomé más, más de esa sangre preciosa, hasta que el cuerpo se sintió inerte. Entonces levanté los ojos de la cama y alcancé a ver una niña vestida de blanco que se dio a la fuga a través de la puerta.

      Puesto que estábamos solas en la casa, me resultó inexplicable la presencia de esa niña, pero no la seguí; el cadáver de Justina, ahora vaciado, me retuvo en esa habitación donde la oscuridad iba cambiando de parcial a total mientras los días daban paso a las noches, cada vez más negras. Me quedé durante mucho tiempo.

      A veces cerraba los ojos y al abrirlos creía percibir la blancura pálida del vestido de la niña en la penumbra, el sonido de su respiración quieta. El día y la noche terminaron por fusionarse en el letargo de la espera, o acaso era la prisionera de una fuerza desconocida que me mantenía en un estado de confusión, sin entender si tenía los ojos abiertos o cerrados, si había pasado el tiempo, o solo el sueño.

      Pero la naturaleza siguió su curso. Llegó el momento en que el vientre se hinchó, como si en él llevara el fruto insospechado de nuestras relaciones, y empezó a despedir un perfume que ya no era el de Justina sino el de todos los que, ganados por la muerte, desatan por fin el trabajo de destrucción que llevan dentro. Yo deambulaba por esa especie de castillo, esperando la aparición de la niña que, sospechaba, estaba enojada por el destino de Justina. Seguía desnuda, tal como había quedado aquella noche, y el hambre me estaba mordiendo por dentro una vez más. Quería irme pero, por alguna razón, el cadáver era un imán, una piedra que me retenía en la casa contra todo instinto.

      Si acaso me pregunté qué era un cuerpo, el cadáver de Justina se negaba a contestarme, se envolvía como una larva en su silencio.

      Llegó la luna nueva y cuando el círculo se completó otra vez, sentí que algo se estaba cerrando. En esas noches claras subía a la azotea y me dejaba bañar por la luna, como si pudiera elevarme al contacto de la luz.

      Pasaron las semanas. Líquido negro le brotó a Justina de los labios y cayó por la comisura de la boca, como si se hubiera alimentado


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