La sed. Marina Yuszczuk

La sed - Marina Yuszczuk


Скачать книгу
que irrumpían en casas desiertas para proveerse a sus anchas, los sepultureros que negociaban cada ataúd a precios de lujo. Algunos, con la lucidez del último aliento, me pidieron morir, como si yo fuera un ángel piadoso. Alzaban la vista desde el lecho y, en su delirio, me daban la bienvenida. Era eso o la fiebre, el calor insoportable, el dolor que doblaba el estómago.

      Era el caos y a nadie le llamaba la atención que caminara por las noches, sola, con la camisa manchada de sangre. Sentí por primera vez algo parecido a la degradación; me estaba convirtiendo en un ave de carroña, alimentada con desechos. ¿De qué manera me fundí con el paisaje? Había sangre en cantidad, pero también experimenté el hastío.

      Por esos días ocupé una casa vacía en San Telmo, solo para mí. Era oscura, de una sola planta, se extendía en varios patios hacia el fondo y me gustaba resguardarme en la penumbra, junto a las ventanas que daban a la calle, para contemplar el paso de los carros que llevaban los cuerpos. Los dueños, o quizás los saqueadores, se habían llevado muchas de sus pertenencias, pero encontré varios vestidos olvidados en un baúl. Elegí uno de terciopelo bordó ribeteado en negro con un miriñaque enorme, algo anticuado. La falta era amplia y debajo llevaba varias enaguas con puntillas, más tela de la que nunca había tenido encima, como una armadura. No conseguí atarme yo sola el corset, por lo que decidí descartarlo y usé solo camisa, como las mujeres pobres. Me peiné con raya al medio y el pelo recogido en la nuca, y en las orejas me puse unos largos pendientes dorados.

      Había velas de sebo como para iluminar un pequeño apocalipsis y encendí varias, en candelabros y candiles. Las ventanas estaban cerradas y así habrían de seguir. En la sala descansaba un piano de ébano, lustroso como un ataúd, y lo pude tocar a mi gusto en esa casa llena de sombras.

      Fue entonces cuando lo conocí. Él también estaba solo en la ciudad y, cuando llegó hasta mí, fulguraba con el aura de la muerte. Estaba convencido de que pronto iba a morir, y no se equivocaba.

      Una noche, mientras volvía a la casa que ocupaba en el Bajo después de jornadas agotadoras de atender enfermos casi en vano, me escuchó tocar y entreabrió la puerta sin pensarlo, guiado por la música.

      —¿Hay alguien? —lo escuché decir desde el zaguán.

      Mi voz resonó por encima del piano cuando le respondí que pasara a su voluntad.

      Me di vuelta para mirarlo, sin dejar de tocar, mientras él atravesaba la puerta de la sala. Era alto y caminaba ligeramente encorvado, tenía una barba crecida y un bigote que se adivinaban suaves, a pesar de que venía cubierto de polvo y cansancio. Se sacó el sombrero antes de inclinarse.

      —Señora, me temo que no debería estar aquí. Toda la ciudad está en cuarentena…

      Se detuvo de pronto cuando me miró con más detalle. De alguna manera debió intuir que yo no estaba sometida al peligro de la fiebre, porque abandonó el tono protector.

      —No se preocupe por mí. Puede seguir su camino si así lo desea —dije desde mi lugar frente al piano.

      Pero estaba claro que no iba a seguir. Después de guardar silencio durante unos segundos se acercó despacio, atraído por la luz de las velas, y se desplomó sobre un sillón. Desde allí me habló con los ojos cerrados.

      —Mi conducta es imperdonable, lo sé bien. No la conozco, pero sé que si no me alejo durante unos minutos de ese infierno voy a enloquecer, y loco no serviría de nada. Esta casa, la música, usted… parecen de otro mundo. Cuanto menos el de antes de la fiebre.

      Le dije que podía quedarse si así lo deseaba, que incluso agradecía la compañía, demostrando una amabilidad insospechada hasta para mí. Me senté frente a él, sacando la punta de mi zapato de raso por el ruedo del vestido, y le ofrecí una copa de coñac; cuando se la extendí, la apuró de un trago. Me incliné hacia él para volver a servirle. Llevaba días corriendo de un lado al otro para atender a todos los enfermos que pudiera, me explicó mientras abandonaba en el suelo su maletín. Pero estaban faltando los suministros y, en todo caso, la mayoría de las veces no eran de ninguna utilidad. No podían hacer nada, solo juntar los restos. Había llegado a preguntarse si no sería de más utilidad como sepulturero.

      Se interrumpió para mirarme largamente y nuestros ojos se encontraron. Él los tenía oscuros, de cejas y pestañas espesas, con ojeras dibujadas por el cansancio. El pelo era ondulado, peinado hacia atrás, y estaba aplastado sobre la frente por el sudor, el calor, el esfuerzo. Solo el labio inferior le asomaba debajo del bigote, de un rojo cálido, como un ofrecimiento, una muestra de carnalidad que intentara cubrirse con recato.

      No tenía nada para decirle, pero quería que siguiera hablando. Me atraía su voz atormentada.

      —Usted no sabe… —continuó—. Tengo estos olores metidos en la nariz, de los que haría cualquier cosa por librarme. Cualquier cosa. No es posible aguantarlo más. Tengo el impulso de escapar ya mismo al campo, y sin embargo me quedo. Por las noches sueño que vienen a buscarme en un carro para llevarme al cementerio. Era solamente un sueño, pero hoy… por fin lo vi… en un carro repleto de cuerpos que pasó a mi lado, una mano se movió… era cuestión de tiempo, y me pregunto cuántos más se habrán despertado así, en una fosa o en un ataúd, solo para volver a morir de espanto.

      Se tapó la cara con las manos y se frotó los ojos con fuerza. Cuando los volvió a abrir, se veía desquiciado. El sonido de cascos sobre el empedrado llegó hasta nosotros. Lo miré fijo y guardé silencio para darle a entender que esperaba el final de su relato.

      —Es lo que imagina, había un hombre vivo entre la pila de muertos —dijo mientras se desabotonaba el cuello de la camisa, olvidado de que estaba frente a una dama.

      El dolor que lo atravesaba era palpable.

      —Le grité al cochero y frenó al instante —prosiguió—. Tuvimos que subirnos los dos a la caja y tirar de ese brazo con todas nuestras fuerzas para sacarlo de entre los cuerpos. Lo bajamos con cuidado y lo acostamos sobre la calle. El hombre abrió los ojos despacio… estaba confundido. Demasiado débil, no pudo decir palabra. Mejor para él. Le ordené al cochero que siguiera su camino y como pude cargué con él hasta el Hospital General de Hombres. Las enfermeras y los internados celebraron cuando les conté que el hombre había sido rescatado de entre los muertos, pero estoy seguro de que a estas horas estará de nuevo en un carro, y esta vez con justicia. Ya no sé quiénes estamos vivos.

      Mientras hablaba me acerqué lentamente hasta él, porque percibí que lo deseaba. Tenía olor a sangre amenazada. La luz de la vela quedó a mis espaldas, y mi cara se hundió en la sombra. Le rocé la cara con los dedos, le hundí las uñas en la barba. El cuerpo le vibraba con una intensidad que resultaba embriagadora. Adiviné que podía bajar por el pecho, desabrocharle la camisa. Podía hacer lo que quisiera con él, o al menos eso creí: estaba desesperado.

      —Señora, ¿quién es usted? —interrogó con urgencia—. ¿Cómo puede ser que viva a unas calles de distancia y no la haya visto nunca?

      —Usted lo acaba de decir, ya no se sabe quiénes son los vivos. Quizás sea un fantasma.

      Con un movimiento brusco él, que hasta ahora había sido muy suave, me aferró la muñeca con toda la mano.

      —Ni en las visiones más extremas del opio tuve una sensación parecida. Quiero saber quién es. Normalmente no sería tan impertinente, pero desde la fiebre… las normas sociales están en suspenso.

      —Entonces, me llamo María —le mentí—. Y en cuanto a lo que hago aquí… a usted no le importa.

      Ante esta provocación, que dije mirándolo directo a los ojos, me tiró de la muñeca y me hizo sentar encima suyo. No se inmutó ante mi rostro demasiado blanco; estaba atravesando un desierto donde la muerte era una presencia cotidiana. Con la mano libre me desabrochó los botones de la chaqueta, uno por uno, con movimientos lentos. Después me tomó con fuerza la cabeza y la inclinó hacia él para besarme. Estaba tibio, tenía olor a menta y alcanfor mezclado con algo más amargo, quinina tal vez. Pero el gusto era entrañable y me llenó la boca, como si quisiera fusionarse con algo que consideraba vivo.

      Una


Скачать книгу