La sed. Marina Yuszczuk
y equipajes. Habituada a las ciudades europeas, apenas podía recordar la última vez que había visto un espectáculo tan primitivo. Los marineros se dedicaron a acarrear baúles y cajas desde la bodega a la cubierta; los escasos viajeros, a punto de convertirse en inmigrantes, conversaban en polaco o en alemán. De las extrañas marcas que llevaban en el cuello, cubiertas por sus pañuelos y los bordes de sus camisas, estaba segura, ninguno diría una palabra. No quedaban muchos; la mayoría había desembarcado varias semanas atrás, en otros puertos igualmente desconocidos, al cabo de un viaje en el que dos temporales y un mástil roto habían sido los eventos más destacados.
Por mi parte vi todo desde la ventana de un camarote vacío, sustrayéndome a las miradas. Afuera, tanto las personas como las cajas repletas de mercancías eran descargadas en botes que las llevaban remando casi hasta la costa. Allí unos carros de altísimas ruedas, que parecían a punto de zozobrar, se esforzaban por rodar en la poca profundidad de esa parte del río para arrastrar sobre ellos a un puñado de pasajeros que trataba de proteger su equipaje, y las ropas, de la salpicadura del líquido marrón. En tierra firme los esperaban carretas tiradas por caballos para completar el trayecto.
El bullicio de la llegada me permitió salir por última vez del rincón oscuro que había ocupado en la bodega. Solo lo había abandonado en algunas oportunidades para alimentarme. No fue difícil, ni cazar ni seducir a las presas, pero sí lo fue espaciar los ataques lo suficiente como para que no llegara a la consciencia de todos, pasajeros y tripulación, el hecho de que alguien se los estaba comiendo.
Ahora tenía que ser cuidadosa y no dejarme ver. No era prudente aparecer por primera vez al final del viaje, una pasajera nueva a la que nadie había notado en semanas. Después de contemplar la ciudad durante unos minutos decidí volver a la bodega y elegí el baúl más voluminoso para esconderme, no sin antes romper el candado que lo aseguraba y vaciar parte del contenido en otro baúl también enorme. Solo quedaba hacer silencio, y esperar. No sabía lo que me deparaba este país desconocido y aunque estaba segura de que por lo menos tenía garantizada la supervivencia, traté de darme valor con el recuerdo del peligro que había dejado atrás, y al que creí poner punto final cuando el barco zarpó desde el puerto de Bremen.
El pasado se me aparecía como un dibujo iluminado por las llamas. No quería verlo: la persecución, la sed. Los gritos. La consciencia aguda de que algo se había terminado, de que era preciso que me fuera. Durante siglos me había alimentado sin problemas, primero en el aislamiento del castillo, luego en los bosques. Tenía pocos años de edad cuando mi madre, desesperada de hambre y a cambio de unas monedas, me había arrastrado hasta la enorme puerta de roble que se abrió ante nosotras con un crujido infernal. Todos en el pueblo sabían lo que pasaba allá arriba, nadie se atrevía a combatirlo. Los hijos desaparecían de sus cunas, se internaban en el bosque para no volver jamás. Los cuerpos nunca aparecían. Tuve que atravesar yo sola, temblando, la puerta demasiado alta que llevaba a la casa del Señor. Mi madre me dijo que entrara, y me hizo jurar que no me daría vuelta para mirarla. No lo hice.
Caí en un mundo oscuro, como si me hubiese tragado el infierno. Había muchos como yo, niñas y niños presos en habitaciones heladas, impregnados de su propia suciedad, a los que se arrojaba un pedazo de comida de vez en cuando para mantenerlos vivos. Ese borde siniestro entre la vida y la muerte era el dominio sobre el cual gobernaba aquel que sería mi Hacedor. Así y todo, algunos morían de debilidad. Estábamos a disposición del Amo para satisfacer cada uno de sus impulsos, todos asesinos. A algunos los descartaba después de extraerles hasta la última gota de sangre, a otros nos hacía durar. Yo tuve suerte. Crecí enloquecida de miedo y furia contenida, con el único consuelo de otras niñas con las que me acurrucaba durante las noches para darnos calor. Dormía con los dedos enredados en el pelo de mis compañeras, y me sobresaltaba el más mínimo ruido. Al resto de humanidad que nos quedaba lo tuvimos aferrado como algo precioso durante todos esos años, hasta que nos fue robado. Cuando nuestros cuerpos fueron de mujer, una por una, el Amo nos convirtió. Debíamos estar agradecidas porque su servicio nos elevaba, y ser sus amantes era un lujo.
Durante años estuve rabiosa de venganza. Aullaba por las noches y miraba, desde lo alto del castillo, la villa de unas pocas casas en las que brillaba la luz del fuego y donde, quizás, todavía vivía esa mujer que había llamado “madre”.
Fue la sangre lo que me salvó. La sangre, que me enloqueció desde el primer contacto y me convirtió, poco a poco, en una bestia. El pasado retrocedió, hasta olvidé mi nombre, y a su debido tiempo recibí uno nuevo en un lenguaje maldito. Lo único verdadero era esa necesidad de saciarme, una y otra vez, y la generosidad con que mi Hacedor me ofrecía sus propias víctimas. Desnuda, con el cuerpo cubierto de sangre seca, me arrastraba entre sombras y mis hermanas conmigo, esperando esas noches en las que el Hacedor nos invitaba a sus orgías de sangre y cópulas furiosas. Podíamos comer, siempre que fuéramos suyas. Yo existía para ese instante en que clavaba los dientes en un cuello palpitante y el líquido rojo me llenaba la boca.
Pero los siglos pasaron y los humanos, allá abajo, ya no tuvieron miedo. Cuando se llevaron a mi Hacedor, la cabeza separada del cuerpo por el filo de la espada, hubo que esconderse. Venían por nosotras, y el instinto nos llevó hasta lo más profundo del bosque. Aullábamos como lobas. No habíamos aprendido a cazar, porque la comida se nos daba servida. Mujeres, niños, a veces hombres, que llegaban desprevenidos, y no teníamos más que esperar una señal del Amo que nos autorizaba a rodear, a morder. Todo lo que quisiéramos, hasta caer rendidas. Había cierta lujuria en la abundancia, después lo entendimos. Fue cuando, famélicas en el bosque, tuvimos que aprender los movimientos de la caza por primera vez, como si los inventáramos. La espera, el silencio extremo, el sigilo. La velocidad de ataque y el zarpazo. El segundo preciso de hincar los colmillos, mientras duraba la sorpresa, a veces bajo el influjo de unos ojos demasiado abiertos.
Eran matanzas caóticas, los restos quedaban esparcidos en el suelo. Si de vez en cuando los encontraba algún campesino que, como nosotras, se adentraba en el bosque para cazar, pensaba que eran las sobras del festín de los lobos. Pero aun en la bruma de nuestras mentes llevábamos intacta la visión de la matanza que habíamos presenciado, el choque de las espadas, las estacas atravesando los pechos desnudos, el río de sangre que había estado a punto de arrastrarnos. Ya no podíamos seguir alimentándonos según las leyes y costumbres que nuestro Hacedor había conservado por siglos, en su largo dominio de silencio y terror desde lo alto del castillo; si queríamos sobrevivir, teníamos que mezclarnos entre los humanos.
Con el tiempo perfeccionamos el mecanismo, agregamos la seducción a la violencia. Dejamos de parecer animales. Mis hermanas y yo nos trenzábamos el pelo unas a otras, adquirimos los modales de la nobleza, aprendimos a vestirnos. En cada sitio al que íbamos aprendíamos el idioma de los hombres, lo comprendíamos al instante. Recorríamos pueblos y aldeas y en cada uno permanecíamos el tiempo justo como para no levantar sospechas. Nos calmábamos la sed, y las madres desesperadas no podían más que llorar frente a la dolencia misteriosa que se llevaba a los hijos. Comíamos y los médicos no tenían nombre para esa agonía que pronto terminaba en un cajón improvisado, camino al cementerio. Después se oían los ruidos más extraños procedentes de las tumbas, y nacían las historias.
Fuimos la plaga, durante demasiado tiempo. Nos llamaron con muchos nombres. Intentaban protegerse con amuletos y crucifijos, con ristras de ajo colgadas en el marco de las puertas, y nosotras las atravesábamos riendo. Con el tiempo supimos que era posible consumir a la víctima de a poco, debilitar sin dar la muerte, extraer la medida justa y esperar a que la sangre se renovara. Pero todo empezó a cambiar, y mientras tratábamos de entenderlo perdí a mis hermanas. Lo que pasó… no podíamos imaginarlo. Las leyendas se convirtieron en noticias. Empezaron a creer en nosotras.
Estábamos escondidas en el bosque, adonde volvíamos de vez en cuando para rememorar, desnudas, lo salvaje que había en nosotras. Las ramas de los árboles se extendían como esqueletos suplicantes, huesos ennegrecidos; el suelo estaba cubierto de nieve. No había el más mínimo rastro de luna en el cielo y en la oscuridad aparecieron los fuegos. Los vimos cuando ya era tarde. Tratamos de escapar, pero estábamos rodeadas. Nos iluminaron con antorchas y, antes de que pudiéramos atacar, nos tomaron del pelo y nos llevaron a la rastra frente a un hombre de la iglesia, un sacerdote, cuya misión –no lo pude comprender–