Insubordinación y desarrollo. Marcelo Gullo
industrial; 4) el nivel tecnológico; 5) el desarrollo del comercio, y 6) la fuerza financiera.
Poder y desarrollo
Suelen confundirse, habitualmente, los términos “desarrollo económico”, o incluso el de “riqueza nacional”, con el de “poder nacional”.
El poder nacional requiere del desarrollo económico pero el desarrollo económico no garantiza, por sí mismo, el poder nacional. A fin de mantener a los Estados periféricos en situación de subordinación permanente se sostiene, desde los Estados centrales –y las elites subordinadas ideológicamente repiten acríticamente–, que el desarrollo de la riqueza nacional es más importante que la construcción del poder nacional. Ésta es, en realidad, una discusión de larga data. Al respecto, Friedrich List (1955) afirmaba ya en 1838, reflexionando sobre el destino de Alemania, que era por ese entonces una región periférica, subordinada y subdesarrollada:
La potencia es más importante que la riqueza; pero ¿por qué es más importante? Porque la potencia de una nación es una fuerza capaz de alumbrar nuevos recursos productivos, porque las fuerzas productivas son a modo de un árbol cuyas ramas fueran las riquezas, y porque siempre tiene más valor el árbol que produce frutos que el fruto mismo. El poder es más importante que las riquezas, porque una nación por medio del poder no sólo adquiere nuevos recursos productivos sino que se reafirma también en la posesión de las riquezas tradicionales logradas desde antiguo, y porque lo contrario de la potencia, o sea, la impotencia, hace que pongamos en manos de los que son más poderosos que nosotros todo lo que poseemos, no sólo la riqueza, sino también nuestras fuerzas productivas, nuestra cultura, nuestra libertad y hasta nuestra independencia como nación, como nos lo enseña claramente la historia de las repúblicas italianas, de la Liga Hanseática, de Bélgica, Holanda, Portugal y España. (56)
Capítulo 2
El desarrollo nacional y la subordinación cultural
La vulnerabilidad ideológica
La hipótesis sobre la que reposan las relaciones internacionales, como sostiene Raymond Aron (1984), está dada por el hecho de que las unidades políticas se esfuerzan en imponer, unas a otras, su voluntad. La política internacional comporta, siempre, una pugna de voluntades: voluntad para imponer o voluntad para no dejarse imponer la voluntad del otro.
Para imponer su voluntad, los Estados más poderosos tienden, en primera instancia, a tratar de imponer su dominación cultural. El ejercicio de la dominación, de no encontrar una adecuada resistencia por parte del Estado receptor, provoca la subordinación ideológico-cultural que da como resultado que el Estado subordinado sufra de una especie de síndrome de inmunodeficiencia ideológica, debido al cual el Estado receptor pierde hasta la voluntad de defensa.
Podemos afirmar, siguiendo el pensamiento de Morgenthau, que el objetivo ideal o teleológico de la dominación cultural –en términos de este autor, “imperialismo cultural”–[11] consiste en la conquista de las mentalidades de todos los ciudadanos que hacen la política del Estado en particular y la cultura de los ciudadanos en general, al cual se quiere subordinar. Sin embargo, para algunos pensadores como Juan José Hernández Arregui (2004) la política de subordinación cultural tiene como finalidad última no sólo la “conquista de las mentalidades” sino la destrucción misma del “ser nacional” del Estado sujeto a la política de subordinación. Y aunque generalmente, reconoce Hernández Arregui, el Estado emisor de la dominación cultural (el “Estado metrópoli”, en términos de Hernández Arregui), no logra el aniquilamiento del ser nacional del Estado receptor, el emisor sí logra crear en el receptor “un conjunto orgánico de formas de pensar y de sentir, un mundo-visión extremado y finamente fabricado, que se transforma en actitud «normal» de conceptualización de la reali- dad [que] se expresa como una consideración pesimista de la realidad, como un sentimiento generalizado de menor valía, de falta de seguridad ante lo propio, y en la convicción de que la subordinación del país y su desjerarquización cultural es una predestinación histórica, con su equivalente, la ambigua sensación de la ineptitud congénita del pueblo en que se ha nacido y del que sólo la ayuda extranjera puede redimirlo” (140).
Es preciso destacar que, aunque el ejercicio de la subordinación cultural por parte del Estado emisor no logre la subordinación ideológica total del Estado receptor, puede dañar profundamente la estructura de poder de este último si engendra, mediante el convencimiento ideológico de una parte importante de la población, una vulnerabilidad ideológica que resulta ser –en tiempos de paz– la más peligrosa y grave de las vulnerabilidades posibles para el poder nacional porque, al condicionar el proceso de la formación de la visión del mundo de una parte importante de la ciudadanía y de la elite dirigente, condiciona, en consecuencia, la orientación estratégica de la política económica, de la política externa y, lo que es más grave aún, corroe la autoestima de la población, debilitando la moral y el carácter nacionales, ingredientes indispensables –como enseña Morgenthau– del poder nacional necesario para llevar adelante una política tendiente a alcanzar los objetivos del interés nacional.
Sobre la importancia que la subordinación cultural ha tenido y tiene para el logro de la imposición de la voluntad de las grandes potencias refiere Zbigniew Brzezinski (1998):
El Imperio británico de ultramar fue adquirido inicialmente mediante una combinación de exploraciones, comercio y conquista. Pero, de una manera más similar a la de sus predecesores romanos o chinos o a la de sus rivales franceses y españoles, su capacidad de permanencia derivó en gran medida de la percepción de la superioridad cultural británica. Esa superioridad no era sólo una cuestión de arrogancia subjetiva por parte de la clase gobernante imperial sino una perspectiva compartida por muchos de los súbditos no británicos. […] La superioridad cultural, afirmada con éxito y aceptada con calma, tuvo como efecto la disminución de la necesidad de depender de grandes fuerzas militares para mantener el poder del centro imperial. Antes de 1914 sólo unos pocos miles de militares y funcionarios británicos controlaban alrededor de siete millones de kilómetros cuadrados y a casi cuatrocientos millones de personas no británicas. (29)
La subordinación ideológico-cultural produce en los Estados subordinados una “superestructura cultural” que forma un verdadero techo de cristal que impide la creación y la expresión del pensamiento antihegemónico y el desarrollo profesional de los intelectuales que expresan ese pensamiento. El uso que aquí damos a la expresión “techo de cristal” apunta a graficar la limitación invisible para el progreso de los intelectuales antihegemónicos, tanto en las instituciones culturales como en los medios masivos de comunicación.[12]
El complejo financiero-intelectual
Discurriendo de lo general a lo particular y del pasado al presente, podemos afirmar que en los últimos treinta años los Estados centrales han tenido como uno de sus más importantes objetivos el de imponer a los países periféricos el modelo neoliberal. Acertadamente afirma sobre el particular Ha-Joon Chang (2009):
En lo que respecta a los países en vías de desarrollo, el programa neoliberal ha sido impuesto por una alianza de gobiernos de países ricos encabezada por Estados Unidos y arbitrada por la “impía trinidad” de organizaciones económicas internacionales que controlan en buena medida: el fmi, el Banco Mundial y la omc. Los gobiernos ricos utilizan sus presupuestos de ayuda y el acceso a sus mercados nacionales como incentivos para inducir a las naciones en vía de desarrollo a adoptar medidas neoliberales. Esto se hace, a veces, para beneficiar a empresas concretas que ejercen presión pero, generalmente, para crear un entorno en el país subdesarrollado en cuestión, que sea favorable a los artículos e inversiones extranjeras en general. El fmi y el Banco Mundial hacen su papel adjuntando a sus préstamos la condición de que los países receptores adopten políticas neoliberales. La omc contribuye haciendo normas de comercio que favorecen el libre comercio en sectores en los que las naciones ricas son más fuertes, pero no en los que son débiles (por ejemplo, agricultura o textil). Estos gobiernos y organizaciones están respaldados por una legión de ideólogos. Algunas de esas personas son académicos muy bien preparados que deberían conocer los límites de sus aspectos económicos de libre mercado, pero tienden a olvidarlos cuando se trata de dar consejos políticos (como ocurrió, especialmente, cuando