Juntos. Raimon Samsó

Juntos - Raimon Samsó


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para que les alcance el alma en el puro centro y sientan lo mismo, su autor eligió caminos difíciles, lloró y se dejó poseer por el asombro de la soledad.

      Lean cada palabra como un regalo de amor. Es el deseo del autor, de los protagonistas y también el mío. Que tras pasar la última página reconozcan su propia historia y sepan transmitirla para poner a salvo la esperanza de quienes aún aguardan su alma gemela.

      Paz Puente Green, escritora

      Capítulo 1

      La primera vez que vi el cuadro fue en una galería de arte de Santa Mónica, California. El óleo reproducía un salto de agua sobre una laguna. La mujer que contemplaba el lienzo, con expresión ausente, llamó mi atención. Un instante después, nuestras miradas se cruzaron, una, dos veces. Quedé atrapado por una sensación de infinita nostalgia. ¿Me enamoré en aquel mismo momento? Presentí que desde mucho antes. No sé desde cuanto antes; tal vez, desde el principio del mundo. Y por el efecto dominó, cada instante desde entonces.

      Parecíamos dos extraños que albergaban el secreto deseo de dejar de serlo cuanto antes. Por fin, me atreví a abordarla y establecimos una conversación trivial. Sin mirarnos apenas, como hacen dos desconocidos. Mi corazón latía tan fuerte que creí que podía escucharse en toda la sala. Aun con su fragilidad, aquel momento me pareció perfecto.

      —La gradación del agua es acertada, pero carece de profundidad. ¿No te parece?

      —Hace mucho tiempo soñé con un paisaje parecido; pero hasta hoy, al verlo plasmado, no he comprendido la escasez de matices de mi imaginación.

      —¿Te gusta el cuadro? –le pregunté.

      —Sí. Y por una razón especial.

      —¿Y esa razón puede saberse?

      En ese momento se volvió hacia mí y el mundo se detuvo. Y entonces sentí como si una larga espera, llena de siglos, hubiese llegado a su fin.

      No me confesó cuál era esa razón especial acerca del cuadro; pero sí supe su nombre.

      —Me llamo Jodie Wright –se presentó.

      —Víctor Bruguera. Encantado.

      Treinta y pocos, esbelta, atractiva. Destacaban sus labios en forma de corazón y sus ojos de color miel. Llevaba el pelo revuelto –ni corto ni largo– y su rostro sin maquillar se iluminaba al sonreír y marcaba unos discretos hoyuelos sobre las comisuras de sus labios. Vestía unos tejanos desgastados y una camiseta blanca, ajustada.

      Nos estrechamos la mano. Cautivado por la cálida expresión de sus ojos, la retuve más de lo prudente. Quizá la incomodé; o tal vez no, pues sonrió. Al advertir mi torpeza, me ruboricé.

      Terminamos el recorrido de la exposición juntos. Yo soy pintor y me gusta hablar de pintura. Ella se mostró interesada por mis comentarios sobre cada tela. Poco después, nos despedimos en la calle. Mis ojos la siguieron unos instantes; la vi perderse entre la multitud sin saber más que su nombre.

      A partir de aquel día frecuenté la galería y algunos cafés cercanos de Promenade Avenue. Una zona muy vital de Santa Mónica: muchas galerías, mucho diseño. Me sentaba en el café, frente a la sala de arte y me leía y releía los periódicos. Volví, al día siguiente y al otro y al otro… Albergaba la esperanza de verla de nuevo. Días después, el cuadro fue retirado por un comprador anónimo.

      Poseído por la desesperanza, desistí.

      Jamás podría imaginar que el destino, trenzando casualidades, me llevaría de nuevo hasta esa pintura. Semanas más tarde descubrí el lienzo en la pared de un restaurante llamado Sea Palms. Una coincidencia que no era tal. Hoy ya no creo en las casualidades; pero entonces sí creía. Aquel cuadro ejerció como el mapa de un tesoro, la guía de un fascinante viaje interior.

      La fortuna de ese hallazgo hizo que, en medio de una ciudad de millones y millones de personas, volviéramos a encontrarnos frente a ese cuadro. Ella, Jodie, fue quien lo compró. Pronto iniciamos una relación. Si bien en ocasiones se mostró en exceso reservada, yo sé que me amó. No como yo quería; aunque eso no significa que no me amara con todo su corazón. Nunca me confesó lo que la atormentaba.

      La última vez, ella volaba a San Diego para resolver unos asuntos relacionados con su trabajo. Nos despedimos en el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Aquella separación debía prolongarse tan sólo unos días; sin embargo, presentí que no iba a ser así.

      —Cuídate basurita. ¿Lo harás por mí? –preguntó sujetándome por las solapas de mi chaqueta mirándome a los ojos. Esa mirada sostenía un interrogante que aún hoy me persigue. Su viaje a San Diego iba a ser cuestión de unos días nada más. Asuntos de trabajo; aunque el corazón me dolía como si fuese por una eternidad.

      —¿Sabes, Víctor? –continuó–, aquella noche en Carmel, me moría de amor por ti, pero… Sé que un día tú y yo nos separaremos. Lo sé. Tú volverás a Barcelona y yo regresaré a Boston y eso tarde o temprano nos partiría el corazón como un hacha parte un tronco en dos.

      Protesté. Quise decirle que nada, nada en este mundo, nos separaría. Me hizo callar poniendo su dedo índice sobre mis labios. Fue lo último que dijo:

      —Te quiero, Víctor.

      El mundo se desmoronó cuando Jodie se desvaneció en el aire como si nunca hubiese existido. Intenté localizarla sin éxito. Después de unos meses, una mañana empaqué mis cosas y me subí a un avión: regresé a Barcelona.

      Me preguntaba si, tras la muerte de mi esposa Clara, primero, y el abandono de Jodie después, mi vida consistiría en vivir la soledad más grande del mundo. El recuerdo de Clara se había convertido en una pequeña muerte dentro de mí. Un duelo que se apreciaba en mis ojos, en todo lo que hacía o pintaba… Murió en África, inesperadamente, de unas fiebres. De un día para otro entró en coma. Cuando un adiós no se pronuncia, y se queda al borde de los labios, es como una paloma que embiste el cristal de una ventana. Los adioses que se callan aletean y golpean toda una vida, muy adentro.

      En aquellos días, ardí. Me convertí en cenizas, en el polvo gris de mis cenizas, en el humo de mis cenizas. Y no hasta mucho más tarde encontré las fuerzas para aceptarlo, y en ese acto, me liberé. La rendición no es un abandono, bien al contrario, requiere una gran fuerza interior.

      Crucé un desierto a pie.

      Fui y volví.

      En las noches de esa incierta travesía, escudriñé la infinita bóveda de minúsculas estrellas titilantes. Y, a menudo, me quedaba dormido con las mismas preguntas en los labios: ¿cuál de entre todas existe para mí?, ¿cuál brilla con mi misma luz?… Siempre creí que las personas nacemos con un amor predestinado. El alma que, en correspondencia, se acompasa con la mía. Y, al igual que yo, se pregunta: ¿dónde está mi par?

      Algunas semanas después, el cuadro llegó a mi apartamento a través de una compañía de mensajería. Ese paisaje de óleo precedió el encuentro con Jodie y más tarde certificó su abandono. Por eso me gusta pensar que no se trata de una simple tela. Un día fue un hola, y al otro, un adiós. De pintura. Una tarjeta de presentación y, al poco, una carta de despedida.

      —¿Víctor Bruguera? ¿Es usted? Portes pagados. ¿Puede firmar aquí, por favor?

      Firmé, el mensajero se marchó y yo me quedé a solas con aquel envío anónimo entre mis manos. El albarán de entrega rezaba: «Remitente: Víctor Bruguera». ¡Absurdo! Desenvolví. ¡Era el cuadro de la galería! Sin una nota, sin explicaciones. Nada. Conmocionado, me pasé toda la mañana, de punta a cabo, sentado en el suelo frente a él. Reconozco que desde el primer día nunca conseguí llegar a su corazón. Ella me lo impidió. Aun así, me costaba aceptar que aquello estuviese sucediendo. No podía imaginar por qué Jodie desapareció de mi vida de aquel modo, sin dejar rastro. ¿Existe?¿Existió alguna vez?


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