Juntos. Raimon Samsó

Juntos - Raimon Samsó


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como un ermitaño. Eso creo. ¡Múdate! ¡Cámbiate de casa!

      —No, no es la casa, Jeff. Ya pensé en eso, en volver a Barcelona, pero sé que me consumiría como la mecha de una vela ahogándose en su propia cera. La ciudad ofrece una compañía engañosa. Aquí, por lo menos, un minuto de mi tiempo es más valioso. No sé si entiendes a qué me refiero.

      Jeff se quedó sin argumentos para replicar.

      —Se trata de Jodie –proseguí–. Lo creas o no, aún ocupa un espacio en mi corazón. Creí que al marcharme de Santa Mónica dejaría atrás su recuerdo y la olvidaría para siempre, pero no ha sido así. Supuse que una vez aquí, al cambiar la hora del reloj, todo volvería a estar en orden. Y no. No importa adónde vaya, porque allí está ella. No es la casa, Jeff, soy yo.

      —Reflexiona y hazme caso. Cuando estés receptivo, aparecerá alguien. Créeme. Y me llamarás para decirme que hay una mujer que te quiere más que a nadie. Mi esposa y yo os invitaremos a pasar unos días a nuestra casa de Santa Bárbara y así podremos conocerla. Ella me dirá cuánto ha oído hablar de mí. Y tú me recordarás que estoy un poco más viejo y todas esas cosas que se dicen los amigos cuando se encuentran después de mucho tiempo. Cenaremos uno de esos chuletones que prepara mi mujer; tú traerás un par de botellas de vino español y yo te diré que no debiste molestarte mientras nos sirvo una copa tras otra. Y a los postres, nos sorprenderéis con la noticia de que esperáis vuestro primer hijo. Y nos abrazaremos y hasta se nos derramará alguna lágrima…

      —…Y especularemos con si será niño o niña.

      —…Y propondremos nombres.

      —…Y parecidos.

      —Todo eso sucederá Víctor, lo que me pregunto es cuándo. Por enésima vez: ¿vas a ponerte en marcha? Dime, por curiosidad, ¿cuándo fue la última vez que saliste a pasarlo bien?, ¿eh?

      ¿Salir a pasarlo bien? No, no lo recordaba. Lo cierto es que ni siquiera me hago esa clase de preguntas.

      Mala señal.

      —Bueno, no hace mucho fui al cine.

      —¿Al cine? ¿Nada más que eso? Vamos, Víctor… Ya hemos hablado de tu vida social mil veces. No me obligues a tomar un avión para venir a abrirte las ventanas de tu casa, y que así, por fin, circule un poco de aire fresco en tu vida.

      —Está bien. Desempolvaré mi agenda.

      Ni siquiera yo me lo creía. ¿Una nueva relación? Para ser honesto, no estaba abierto a esa posibilidad. No al menos por el momento. En esa fase de mi vida, me sentía como si ya hubiese cumplido con el amor; y mi interés por él estaba bajo mínimos.

      —Jeff, me resulta difícil pensar que puedas despegarte de tu automóvil para volar hasta aquí. Aunque nada me gustaría más. Ya sabes que estáis invitados a venir cuando gustéis. La Costa Brava os encantará; este lugar es un milagro.

      —¿Sabes a qué me gustaría que nos invitaras?

      —Dime a qué, Jeff.

      Pasó un momento y contestó:

      —A tu boda, Víctor.

      Se hizo un silencio profundo que se apoderó de la estancia.

      —Te llamaré –dije.

      Colgamos.

      Guardé la carta y las fotos en el cajón del viejo escritorio. Y yo regresé a mi infinita soledad.

      Todo en su lugar.

      No recuerdo el día en el que inicié un idilio con las palabras. Tal vez, porque fue poco a poco como empecé a llevar un diario. O porque se me amontonaban las palabras en el corazón.

      En uno de los cajones de mi escritorio, guardo doblada hasta la exageración una carta para Jodie que cada tanto releo a pesar de sabérmela de punta a cabo. Es una carta que después no se ensobra ni se envía nunca.

       «Ni siquiera en nuestro primer día fuimos dos extraños. Extraños son los que no se reconocen.

       Tuve que aprenderlo todo otra vez. Redacté una gramática de gestos que me devolvió la capacidad de asombrarme como un niño admirado que lo señala todo con el dedo. Volví a los felices días en los que, al no presentir la amenaza del desamor, el amor era para mí inacabable.

       Nuestras vidas son dos trazos que confluyen y se alejan. Pinté y enmarqué ese momento; porque yo no sé expresarme más que a través de mis pinceles. Y al pintarlo fui Van Gogh y fui Picasso.

      Voy a guardar esta carta –que nunca he de enviarte– envuelta por un sueño que se ha repetido algunas noches. En mi sueño, tenemos cinco o seis años. Yo te enseño un álbum de viejos cromos pasados de moda: niños y niñas con sus rizos dorados, enormes ojos y caritas sonrosadas. Encontré para ti una de esas niñas. Y escogí un niño de entre todos los cromos para que fuese su pareja y que, por supuesto, soy yo. Nos imagino compartiendo conversaciones secretas. Nuestros ojos de papel se miran, nuestros labios de papel se sonríen. Con una expresión de felicidad que amarillea pero no se extingue. Y todos los demás cromos saben que nos queremos… Puede parecer pueril, pero quien no tiene esta clase de sueños no tiene nada en realidad.» Victor.

      La releía por enésima vez y por enésima vez conseguía emocionarme.

      Por si no lo he dicho antes, vivo en un velero de piedra y cal, embarrancado en una colina frente al mar. La casa es como una nave varada en tierra firme. Con su velamen de visillos blancos agitándose bajo una brisa que circula por las estancias y las impregna del aroma del tomillo y el romero.

      Capítulo 4

      Una mañana lluviosa y desapacible llevé tres de mis cuadros a una galería de arte de Barcelona para reponer otras tantas ventas. Con ellos bajo el brazo, mezclado entre la multitud, enfilé la calle Montcada. Dejé atrás los antiguos palacios góticos y residencias de honor, convertidos en museos y galerías. Hice la entrega, firmé unos papeles y salí de nuevo a la calle. Cada vez que he de separarme de alguno de mis cuadros, me siento como si me deshiciese de una parte de mí mismo. Con cada uno de ellos un pedazo de mí se va para siempre.

      Lluvia chorreando en los cristales de las ventanas. Gente apresurada en las aceras empapadas. Cubriéndose bajo los paraguas que chocan entre sí. Los automovilistas haciendo sonar su claxon en medio de un monumental atasco. Comercios, librerías de viejo, granjas donde saborear chocolate y tabernas donde tomar un vino. Una cerería antiquísima. Y al lado un chirriante fast-food desentonando… Lluvia, gente, comercios.

      Tomé la calle Princesa, subí por Layetana, y no lejos del bullicio de la avenida, en una callejuela adyacente, me llamó la atención el escaparate de una agencia de viajes. Me acerqué a su cristalera. Un reclamo, consistente en la foto de una hermosa antillana, ofrecía una estancia en una playa del Caribe llamada: Sea Palms –en castellano, Mar de Palmeras–. Sonreí por la casualidad. Sea Palms era el nombre del restaurante que dirigía Jodie en Santa Mónica.

      La memoria me devolvió su recuerdo:

      Mientras tomaba un martini en la barra del Sea Palms, Jodie apareció sonriente. Avanzó hacia mí entre las mesas del restaurante.

      —¡Víctor! ¡Qué sorpresa! Me alegro de verte de nuevo –me saludó con un beso en la mejilla. Un beso que nos unió durante un segundo y nos separó al siguiente.

      Se sentó conmigo, tomamos zumo y casi no me dejó hablar.

      —Dirijo este restaurante desde hace dos meses. Me ocupa todos los mediodías y las noches también, hasta bien tarde; pero no me quejo. Me encanta el trato con las personas. Y tú, ¿qué haces?

      —Ya sabes, pinto cuadros para la gente que quiere tapar sus paredes –contesté–. Por suerte para mí, quedan en el mundo más paredes


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