Juntos. Raimon Samsó

Juntos - Raimon Samsó


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mi vida. Y me deshice de la escala de grises, de mis días tristes. Y hasta de mis viejos pinceles. Todo fue a parar al cubo de la basura.

      Entre ese abandono y mi siguiente cuadro pasó una eternidad. Volví poco a poco a la pintura. Y ya no he dejado de pintar. Mis pinceles –las astillas de mi naufragio– aprendieron la gama de azules y todos los matices del blanco. Y desde que me reconcilié con la pintura, mis manos sólo se manchan de esos dos colores.

      Poco a poco reuní la energía para afrontar la situación e integrarla como aprendizaje. Cuando confié en mi proceso, se aflojaron algunos nudos. Y un universo de cosas pequeñas y simples me alcanzó. Se multiplicaron los sueños premonitorios, como si por la noche emprendiese el viaje sin tiempo de la clarividencia. Empezaron a ocurrirme pequeños milagros. Reconocí otros –minúsculos y cotidianos– que antes daba por descontado. «Un Curso de Milagros» dice que los prodigios son naturales y que algo va mal cuando no ocurren.

      Durante ese proceso escribí y escribí. Lo puse todo por escrito. Conservo esos folios fechados. Y también, mantuve un diario de confidencias con mis mayores actos de fe, la interpretación de mis sueños y un inventario de corazonadas.

      Redacté una carta a Dios que no concluí sino mucho más tarde:

       «Querido Dios:

       Te escribo porque he conocido a la mujer que tocó mi corazón… Poco antes de marcharse para siempre. Hoy te ofrezco mi desamparo para que lo bendigas y me lo devuelvas como un aprendizaje. Haz de ese material tan precario una semilla de futuro. No hace falta que toques con tus manos la sordidez de mi soledad; tan sólo mírala con ternura y bendícela con tu compasión. Déjala donde corresponde: en mi almohada. Ése es mi regalo y un regalo no se devuelve. O si lo prefieres, deposítala junto al camino que me conduce a dondequiera que vaya y se convierta en una indicación que diga: “En esa dirección, hijo mío”. Yo sabré entender la señal. Andaré hasta el final de ese sendero. Hasta el final. Y te preguntaré: “¿Aquí?”. “Sí, aquí”, dirás. Y allí, paciente, aguardaré…

       Ya lo sabes, su nombre es Jodie.

       Es la persona más tierna y cálida que se ha acercado a mi corazón. Es una mujer sensible, sólida, valiente, maravillosa… De esas mujeres que te miran dormir por velarte el sueño… Si buscara un amor más hermoso o más completo o más real que el suyo, fracasaría.

       Gracias por crear a Jodie y gracias por leer esta carta que ya conocías, que ya habías leído cuando me creaste a mí, porque en aquel primer instante de mi vida, ya la llevaba escrita en el alma…»

      Capítulo 2

      Acurrucado en el sofá del salón, me abandoné a la ensoñación contemplando el cuadro de Jodie. Un salto de agua, un alboroto de libélulas, un amago de arco iris sobre la laguna y una frondosidad de helechos arborescentes… A través del lienzo, como si de una ventana se tratara, un ave de alas doradas se adentró en la habitación. Me rodeó una, dos veces, y se posó sobre una pila de libros. A continuación se desvaneció. Dos semillas de diente de león atravesaron ingrávidas la estancia. Advertí el suave rumor de la vegetación que se mecía bajo el viento. Y hasta tuve la sensación de que algunas hojas, empujadas por la brisa, caían sobre el suelo del salón. Incluso podía sentir la humedad impregnándome el rostro.

      Era un mundo de prodigio dentro de otro mundo. Sauces y robles, colibríes en suspensión, frutales doblados por el peso de la fruta madura. A sus pies, jazmines sofocantes, hierba luisas como girasoles, rosas centenarias, caléndulas de un naranja deslumbrante. Todas las flores poseían un brillo incandescente y daba la impresión de que no iban a marchitarse jamás.

      El cielo, al ser tocado, se agitaba y echaba ondas. Era líquido, palpitaba, como los cielos de los cuadros de Cézanne. Y era de un azul intenso. Un azul azul. De súbito, cayó la noche y sucumbí al asombro: tras las montañas asomaron cinco lunas. Las conté, disparando los dedos uno tras otro: una, dos, tres, cuatro y cinco. Todas de diferentes tamaños. Una enorme, otra más delicada; una en cuarto creciente, otra menguante, y la quinta, llena a perpetuidad.

      Lunas de plata.

      La maravilla ante mis ojos.

      A cada paso, el mundo tomaba cuerpo y se forjaba ante mis ojos. Colores vivísimos. Con tan sólo pensar en uno, una gama de tonalidades infinita teñía el paisaje. Un cielo violeta, nubes de oro, montañas púrpura… Podía esbozar la realidad con un pensamiento. Ningún murmullo se perdía, sino que antes de sucumbir al silencio, elevaba su vibración cincuenta octavas en la escala musical, ¡y se convertía en un color!

      Vi, en apenas un parpadeo, crecer la hierba, armar un nido, nacer una supernova… Asistí al principio de las pequeñas cosas, aquellas que se hacen grandes en el corazón.

      Cerré los ojos e imaginé la hierba azul. Ante mí un prado azul se mecía bajo la brisa como un océano de briznas de hierba. Por probar nada más, fantaseé con una tormenta de pétalos de rosa. Y, de inmediato, descargó sobre mí. Extendí mis brazos bajo una lluvia de pétalos que me impregnó de la fragancia de las rosas.

      Sin duda, ¡yo creaba la realidad! Cerré de nuevo los ojos e imaginé un cielo henchido de pompas de jabón con forma de corazones. Cualquier cosa valía con sólo desearlo. Los abrí, y allí lo tenía: corazones ingrávidos que se desvanecían apenas tocarlos. «Los corazones son frágiles como pompas de jabón», concluí mientras intentaba apresarlos en vano con mis manos.

      —¿Esto está sucediendo?

      Y al instante obtuve como respuesta:

      —Sí, es más real que tú y que yo.

      Recordé que ésas fueron las mismas palabras con las que Jodie respondió a idéntica pregunta. Incluso creí reconocer su cálida voz y el perfume de su pelo atravesándome.

      Sin embargo estaba solo.

      —¿Jodie…?

      —Cierra los ojos y piensa en mí, Víctor. Lo que imagines sucederá.

      Jodie apareció tal como la recordaba: con su sonrisa contagiosa, su pelo alborotado y su cálida mirada –Mozart no compuso nada tan hermoso como su sonrisa.

      —Pero, ¿dónde estabas? ¡Dónde, Jodie, todo este tiempo! –le pregunté.

      —A un pensamiento de distancia. Siempre estamos unidos a lo que sólo nos falta en apariencia… Que no lo veas no quiere decir que no exista.

      —¿Un pensamiento? –pregunté.

      —Nuestro amor se renueva en el recuerdo de nuestra relación de vidas anteriores. Intentaba comprender toda la magia de ese razonamiento. Jodie prosiguió:

      —La memoria de una relación antigua es como un cromosoma espiritual cuya cadena genética contiene toda la información de nuestro amor.

      Primero me adentré en el cuadro del salón…

      A través de sus pupilas accedí a una biblioteca llena de manuscritos con nuestro pasado relatado en lenguas tan antiguas como la misma humanidad. Escritos en extraños idiomas que, sin embargo, podía comprender sin dificultad. Y con ilustraciones que no asocié con ninguna época de la historia tal como la conocemos.

      Primero me adentré en el cuadro del salón, después en los ojos de Jodie…

      En uno de esos libros –caligrafiado, ilustrado, encuadernado en cuero– hojeé el futuro, me imbuí en sus páginas, asombrándome de cuántas cosas nos quedaban aún por compartir. No quise ver la última página y lo cerré.

      Primero me adentré en el cuadro del salón, después en los ojos de Jodie. Y por fin, me precipité en las páginas de un libro antiguo.

      El viento se detuvo impregnándonos del aroma de las flores más hermosas. Hay un


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