Juntos. Raimon Samsó
palabras que me pertenecían. Aquel restaurante de Santa Mónica fue real. Existía un lugar llamado así; pero yo seguía sin saber si Jodie fue real o no
Una empleada de la agencia de viajes se fijó en mí y sonrió. Di unos pasos atrás y, al otro lado de la calle, a través del reflejo en la cristalera, descubrí una tienda de antigüedades. Sentí el impulso de entrar. Y entré. Al abrir la puerta sonó una campanilla.
—Un tiempo de perros, ¿verdad? Pase, no se quede ahí –afirmó el anticuario.
Era un hombre de mediana edad, pelo canoso y gesto amable. Su mirada poseía el extraño reflejo del desencanto. Su aspecto era el de un profesor de los de bata. Cultivado, quizá; afable, seguro.
—Lo siento, estoy empapado –me disculpé mientras frotaba mis zapatos en el felpudo de la entrada y mi chaqueta goteaba sobre el piso.
—Adelante. No se apure –al cerrarse la puerta, volvió a sonar la campanilla.
Eché un vistazo a mi alrededor. Me hallaba en un orfanato de objetos que habían sobrevivido al paso de los años. A todos ellos el anticuario les había dado asilo. Lo expuesto parecía poseer un gran valor y con aspecto de auténtico. Nada de quincalla. En el ambiente flotaba un penetrante olor a viejo de un almacén del pasado. Paredes abarrotadas de cuadros. Lámparas de lágrimas de vidrio colgando del techo. Sobre una mesa, hojas sueltas de un antiquísimo cantoral de gregorianos. Me fijé en una colección de cromos de antes de la guerra. Muñecas de cartón asomando de un baúl. Y más allá, una montaña de libros con precios sorprendentes: cinco pesetas en rústica, ocho en tela…
Me mostró algunas piezas que calificó como novedades.
—¿Cómo puede ser novedad algo antiguo? –pregunté. Sonreímos.
—Acaban de entrar –aclaró.
Según mi gesto, pasaba a comentar una pieza u otra, intentando descubrir cuál llamaba mi atención. Cuando hacía comentarios sobre algún artículo, lo tocaba con la mano como si deseara acariciar la época a la que perteneció; pero en las yemas de sus dedos sólo quedaba un leve rastro de polvo.
Más allá, una cajonera de estilo impreciso me pareció ideal para guardar mis tubos de pintura.
—¿Le gusta? Es una auténtica maravilla –argumentó mientras me miraba por el rabillo del ojo tratando de calibrar mi interés.
—Me gusta. Aunque no creo que en mi casa pueda meter nada más sin que antes tenga que salir yo de ella
Me fijé en un objeto expuesto sobre aquel mueble.
—Permítame examinar este abanico.
Lo desplegó con suma delicadeza como si se tratase de una frágil pieza de cristal. Su modo de manejar las antigüedades era reverencial. Una forma como otra de aumentar su valor, pensé.
Me lo ofreció. Me fijé en sus manos; suelo fijarme en ellas. Hablan en el leguaje de la discreción. Las suyas estaban cuidadas y trataban con delicadeza las cosas.
—Aquí lo tiene
Quién sabía cómo llegó hasta allí…
(Unos meses antes, el anticuario lo adquirió a un colega, quien saldó una colección de arte de un rico anciano. El rico anciano lo compró en una subasta poco antes de la Gran Guerra. Un marchante de arte italiano lo subastó después de un desengaño amoroso. La mujer que le desengañó lo obtuvo como prenda de un anterior amor. Regalo de un noble francés de vuelta, tras muchos años como cónsul en Birmania. A ese país llegó desde China tras una sucesión encadenada de saqueos… En realidad, nadie sabía cómo ni cuando.)
Pero ahora estaba en mis manos.
—¿Japonés?
—No, de China. Está muy bien conservado a pesar de contar con más de quinientos años. Las varillas son de bambú y como puede apreciar están talladas. Es obvio que en algún momento el cuerpo fue transformado –su decoración consistía en un ejercicio de caligrafía sobria y elegante–. De todos modos está en buen estado. Los abanicos más modernos se elaboraban con seda; los más antiguos, como éste, en un papel fibroso y resistente. Hay que considerar que en aquel tiempo el papel era un material escaso y precioso.
—¿Año?
—Lo dataría entre 1.600 y el 1.700.
Debía costar un dineral.
Mientras lo examinaba, una extraña sensación recorrió mi espalda de arriba abajo. Es difícil de explicar; pero tuve la impresión certera de haber visto ese objeto en otro momento. Un déjà vú.
Fue en ese momento cuando decidí comprarlo.
Costara lo que costase.
Qué locura.
—No figura el made in… –bromeé.
En mi interior crecía la sensación de que me había pertenecido. En otro lugar, en otro momento. Hice una oferta que el anticuario recibió con una sonrisa cortés pero en ningún caso de aprobación.
—Verá, no es un objeto viejo, sino antiguo. Viejo es aquello que proviene de la generación anterior a la de nuestros padres. Sin embargo, un objeto antiguo puede tener cientos de años. Y esa diferencia requiere una oferta, digamos… muy superior
Antiguo siempre significa caro.
—¿Qué clase de decoración es ésta?
Me refería a la caligrafía en mandarín que decoraba el cuerpo del abanico. El anticuario me explicó que sus grafismos se basaban en una compleja combinación de pictogramas –representaciones de objetos– e ideogramas –abstracciones de ideas.
—No soy un experto –añadió–; pero sí sé que los abanicos eran propios de familias acaudaladas. Su uso constituía una distinción social. Claro que, con el tiempo, se popularizaron como todo. El mérito de esta pieza es el complejo tallado de las varillas de bambú; y la decoración del cuerpo es lo que lo hace singular.
Sabía que llegaríamos a un acuerdo; aunque me hallaba un poco tenso. Él poseía algo que yo sentía como propio y eso me incomodaba. Para mí, aquello suponía una injusticia que resolver; para él, una transacción comercial que se reducía a una cifra. Decidí ser razonable. ¡Qué remedio me quedaba! Parecía abrigar el mismo apego a sus piezas que yo sentía por mis cuadros. Sea como fuere, recuperar aquel objeto me iba a costar una buena suma de dinero.
Entró un cliente. Le excusé para que atendiese. De nuevo me asaltó una sensación de déjà vù. Esta vez con una imagen tan nítida como fugaz: las manos de una mujer acariciando sus varillas mientras sollozaba. Sentí su tristeza y desamparo.
Volví a la realidad y el anticuario a mi lado. Su nombre era Paul y demostraba gran conocimiento de todas las piezas puestas a la venta. Y hasta me pareció que ocultaba el secreto deseo de no deshacerse nunca de ellas.
—La exposición de mi tienda es un auténtico museo en venta –afirmó con cierta melancolía.
Paul relataba el lado humano de la historia que no se escribe en los libros. Cuando describía sus piezas, parecía acariciar un pasado que no conoció, pero que sin duda le habría fascinado conocer. Paul no vendía antigüedades. Primero, te ofrecía una plaza en la máquina del tiempo y te catapultaba al pasado. Y después, te vendía el souvenir de ese viaje a través de la imaginación.
Continuó especulando:
—Con seguridad perteneció a un hombre rico de la época. En aquel tiempo, los artesanos solían imprimir una leyenda en sus obras. Y su sello, por supuesto. Sobre todo, su sello. Cada artista –prosiguió– poseía uno con el que rubricar la autoría de sus obras.
Me fijé; bajo el texto figuraba un sello. Algo así como una uve invertida atravesada por dos trazos desiguales y encerrada en un rectángulo.
—Tinta roja, una disolución de cinabrio –observó Paul. Y prosiguió–: el acto de grabar el sello