Juntos. Raimon Samsó
instante tan sublime –el Nobel de los momentos–, no me atreví a cerrar los ojos.
Sin duda, aquélla era la noche más hermosa. La noche de un billón de estrellas.
Mi pensamiento creaba la realidad y la sostenía. Cada deseo de mi corazón se transmutaba en su equivalente material. Oí decirlo muchas veces, lo leí muchas más, pero nunca lo había comprendido hasta entonces.
—¿Qué somos? Me refiero a ti y a mí, Jodie.
Y entonces lo dijo:
—Dos almas gemelas –afirmó sin pararse a pensarlo. Podíamos conversar en silencio a la velocidad de la luz. De un modo tan diáfano que cada uno de nosotros percibía instantáneamente al otro.
«¿De cuánto tiempo disponemos?», quise saber. Y antes de cerrar el signo de interrogación oí en mi mente: «La eternidad. Lo único que separa a las almas gemelas es su creencia de que no van a encontrarse»
Supe por qué se buscan las almas y la danza cósmica que es su relación a través del infinito. Comprendí qué significa un alma compañera y el valor de su apoyo.
Podía ver tanto amor en su gesto que creí morir a cada minuto para resucitar en el siguiente
«¿Volveremos a estar juntos?», pregunté.
Abrí los ojos en el sofá. Anochecía. Las sombras proyectadas de los pinos del jardín se agitaban en el techo del salón. Sentí una soledad inminente y devastadora. Eran las ocho; tal vez más tarde.
Las cinco lunas, la hierba azul, la tormenta de pétalos de rosa, los corazones ingrávidos, las flores incandescentes, la magia y la maravilla… Todo eso, que en la Tierra no existe, se desvaneció. Ella también.
A pesar de todo, estoy seguro de que aquel sueño escapó para ir a un museo de paredes invisibles, en donde con certeza, Dios ordena los sueños por fechas y les pide a Dalí y a Magritte que los pinten para que no caigan en el olvido. Incluso sentí en los días siguientes el intenso vaho de pétalos de rosa presente en toda la casa.
Capítulo 3
Fue por lo que vine a este lugar: para pintar el mar. Y ya me quedé en la Costa Brava. En una antigua casa edificada en la ladera sobre unos peñascos. En Aiguablava, entre Tamariu y Begur. Desde entonces vivo frente al mar. Envuelto en el rumor de las olas que se precipita en el salón e invade todas las estancias de la casa como el latido de un corazón de agua. Y, al retirarse, esparce un penetrante olor a salitre que lo empapa todo. Por eso mi pintura y mis recuerdos saben y huelen como el mar, como las olas que vienen y van.
A menudo, bajo hasta la playa para pasear, a juntar conchas. Cuento, en voz baja, olas en la rompiente. Algunas noches me siento y contemplo el brillo de la luna sobre el agua. Y me sorprendo de cómo pude sobrevivir tantos años sin pintarlo. Por todo eso, vivo en una casa frente al mar
En ocasiones me despierto en la noche con la necesidad de asir mis pinceles. Enciendo algunas velas y, bajo su lumbre, pinto en el más completo silencio. No pienso, pinto. El mar de Tamariu invadió mi pintura. De entre todos, siempre hay un mar que es el primero y luego, tras pintarlo, sobreviene la obsesión por alcanzar la perfección. Y ya no te detienes. Por suerte, la perfección no existe. Y si existiese yo no sabría reconocerla.
Tengo una casa a los cuatro vientos frente al mar. Gruesas paredes de piedra, tejas, techos abovedados, vigas de madera y baldosas de barro cocido. La casa, de estilo provenzal, tiene pintadas las habitaciones en diferentes colores, en tonos pastel. Cuando me instalé, trasladé el azul del horizonte a las paredes del salón –dicen que ese color espanta las moscas– y tomé prestados los ocres de esta tierra para contrastarlos en el salón
Mandé restaurar algunos muebles de estilo rústico y época imprecisa. Camas con cabezales de hierro forjado –una de ellas baldaquinada–, viejos arcones, sillones en ratán, una lámpara art-decó… Y un icono del siglo pasado, y un reloj de péndulo, y todo lo demás. En unas ventanas lucen macetas de geranios rojos y rosa. En otras, tiestos con espliego. En invierno, su follaje es gris; en primavera, echa espigas violáceas y perfumadas. A finales de otoño, las corto y las cuelgo del techo de la cocina para que se sequen.
Sonó el teléfono. Y volví a la realidad.
—¡Víctor! ¿Cómo estás?
Al otro lado del teléfono, a miles de kilómetros, la voz grave y amable de Jeff Jones –mi agente en Los Ángeles–. Charlamos a menudo. Destila una envidiable energía que me contagia y me estimula en mi trabajo.
—Bien, estoy bien. Tengo mis altibajos, como todo el mundo.
—¿Bien nada más?
—Bueno, ni siquiera sé si soy feliz… Aunque la verdad es que no puedo quejarme.
—¿Quejarte? Desde que apareciste en el artículo sobre pintores hispanos de la revista Time, tu cotización se ha cuadriplicado. No habrá que esperar a que te vayas de este mundo para que tu obra multiplique su valor –bromeó.
—No, no me refiero a mi ocupación, sino… En fin, supongo que ocupo mi lugar en el mundo. Cuando menos, llevo la clase de vida que un día soñé: entregado de lleno a mi proceso creativo.
—No todo es trabajar; si estuviese ahí contigo nos iríamos a tomar unas cervezas como solíamos hacer en los buenos tiempos.
—Eso estaría bien… Y a ti Jeff, ¿cómo te va?
—Fenómeno. Después de la boda, vendí la casa de Anaheim y nos mudamos a Santa Bárbara. En lo referente a los negocios, he ampliado mi radio de acción hasta la Costa Este. El mundo se hace pequeño, ¿verdad?
—Cierto. Más y más pequeño; sin embargo, la sensación de soledad no deja de crecer. Alguien afirmó que resulta más sencillo llegar a otros planetas que al corazón de las personas. Y, sabes, tenía razón.
Yo nunca alcancé el corazón de Jodie. Ella no me lo permitió.
—¿La has… olvidado? –preguntó, desviando la conversación al terreno personal.
Hay cosas que pueden olvidarse y otras no.
Siempre que hablábamos, su recuerdo se colaba en la conversación. Presentía su nombre aguardando el momento para ser mencionado.
—… ¿Víctor?
—¡Claro! La olvido a cada minuto, a cada hora… Para recordarla a la siguiente. Al anochecer ocurre otro tanto. Y al amanecer, vuelta a empezar. Y así cada día. Por no mencionar las fechas de las fiestas que se repiten cada año en las que parece que, en años anteriores, tuve la vida entera y ahora nada en absoluto
—Víctor, esto no es lo acordado.
—Ya ves, soy un tramposo.
—¡Un maldito tramposo!
—Pude olvidarla y no he querido. Dejar de evocar lo que en ella tanto amé… Y, sin embargo, rechazo el derecho al olvido.
—Lo que pasó ya pasó, pero lo que vivas desde este momento hasta el anochecer depende de ti.
—He estado pintando –cambié de tema a propósito. Sé que contar tu historia una y otra vez no la cambia. Sólo te mantiene atrapado en el dolor de las viejas heridas.
—¿… Un desnudo?
—No Jeff, nada de eso; he pintado el mar.
—Víctor, ya que lo mencionas, no sé si podré colocar entre mis clientes más marinas. Dame un respiro o naufragaremos los dos. Un desnudo es otro tipo de paisaje, ya sabes a qué me refiero… –comentó con intención.
—No, ¿qué clase de paisaje? –bromeé.
—Femenino, Víctor. Femenino. Alguien especial a quien hacer la última llamada del día…