Gilles Deleuze y la ciencia. Esther Díaz

Gilles Deleuze y la ciencia - Esther Díaz


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portador de figuras estéticas, crea perceptos (si el artista compone un sólido plano que atraviese una porción de caos, se produce la percepción estética, muy diferente por cierto de la percepción de la cotidianidad).[11]

      Estas tres formas de pensamiento son a la vez formas de subjetivación. Y así como las singularidades, en Deleuze, pueden devenir animales e imperceptibles, otro tanto ocurre con las formas filosóficas, científicas y estéticas. También ellas son continuamente afectadas por velocidades, cambios e interacción.

      La subjetividad se sostiene en la vida y la vida es intercambio, contagio, derrames y absorciones. Es, asimismo, el sostén en el que la cultura acumula códigos. Desprenderse de ellos y perderse en lo colectivo es devenir. En el caso específico de la ciencia los términos de una función se “pierden” en los pliegues de ese choque de variables que la hacen posible.

      Plegamientos animales e imperceptibles

      Se impone una aclaración. En este escrito hay fragmentos extraídos de otras publicaciones de mi autoría relacionadas con devenires y animalidades. Trato de acoplar esos fragmentos con la temática abordada en cada ocasión. Veamos ahora algunas nociones de Donna Haraway, esa epistemóloga que ya no piensa en ciborgs.

      Nos constituimos mediante relaciones con humanos, mascotas, gallinas, abejas, vegetales y hasta bacterias intestinales sin las cuales no sería posible vivir. El genoma humano está signado por material molecular de perros, cerdos, aves de corral y virus. En la convivencia entre especies se producen metamorfosis carnales, intercambios orgánicos, complicidades, sexo y amor. No existimos aislados, somos una mezcla de biología y cultura, establecemos letras de cambio con lo que tradicionalmente se pensó como otredad. [12]

      La filosofía occidental omitió reflexionar sobre el estatus animal o lo hizo para denostarlo, si bien es verdad que algunas voces aisladas se hicieron oír en defensa de la animalidad: Pitágoras, Empédocles, Montaigne, Locke, Schopenhauer. Pero fueron gritos en el desierto. La filosofía se consolidó oponiéndose o ignorando al animal.

      Descartes establece que los animales son seres sin sentimientos equiparables a máquinas reproductoras de movimientos. Kant alega que no se debe ultrajar a los animales porque sería indigno de un ser racional hacerlo, no porque los seres que no poseen raciocinio merecieran respeto en sí mismos. Hegel insiste con la desvalorización de los animales, los consideraba mera naturaleza. Sabido es que para este filósofo la naturaleza debe ser superada por la autoconciencia para arribar al espíritu. Hay que alejarse de lo natural, tan poco digno de estima. Y como correlato perfecto de ese periplo descalificador del animal, he ahí a Heidegger asegurando que la animalidad es una otredad irreconciliable con lo humano. Pero entre Hegel y Heidegger irrumpió Nietzsche, cuyo martillazo conceptual destrozó el prejuicio filosófico enfrentándonos con una nueva manera de pensar sobre nosotros mismos y sobre la relación inescindible entre animal y humano.[13]

      De este modo se abrieron las puertas de la filosofía occidental posibilitando pensamientos nómadas, con toda la complejidad de este término, ya que nómada aquí no necesariamente significa movimiento físico. Significa capturar el movimiento de las partículas, la velocidad de sus trayectorias, la posibilidad de otorgarle una “unidad” de sentido incorporando intensidades de otras singularidades y compenetrándose mutuamente. Despojo de códigos, entrega a una investigación que albergue transformaciones, azar y ánimo de innovación no sólo temática, también inmanente y nómada.

      En una oportunidad le preguntaron a Deleuze cómo podía defender un pensamiento nómada alguien que, como él, después que se jubiló casi no salía de su casa. Contestó aludiendo a su concepto de los bloques de espacio-tiempo atravesados por movimientos infinitos desde cuyos entrechoques surgen devenires reales independientemente del estado de las variables de una función, sin necesidad de migrar hacia otros territorios.[14] Se puede devenir mujer, niño, “pieza de carne”, intenso, animal, olas (sobrevoladas por surfistas), pajaritas brotando del origami, sin olvidar que también se deviene música.

      Perspectiva musical

      Deleuze y Guattari consideran que la música nunca es trágica, la música es alegría. Pero a veces escuchamos sonoridades que suscitan ganas de morir, no de felicidad sino de un morir feliz, evanescente, limpio, transparente. Y ello ocurre no porque se despierte en nosotros un instinto de muerte sino a causa de una dimensión específica del agenciamiento sonoro. Existe un momento en la máquina musical en el que los atravesamientos moleculares se transforman en línea de abolición. Desaparecemos. Mutamos hacia la música. Enfrentar ese acontecimiento produce paz y exasperación. La música contiene potencia de extinción, destitución, dislocación. Destruye la carga estéril del camello y la falta de sentido del desierto. Disuelve las sobrecodificaciones agobiantes conservando “un devenir que no hace más que afrontar su propio peligro, sin perjuicio de caer para renacer en un devenir-niño, devenir-mujer, devenir-animal en tanto que son el contenido mismo de la música y van hasta la muerte”.[15]

      Sin poner el peso en la sensibilidad sino en el intelecto, algo similar ocurre en las funciones de la ciencia con relación al fluir perpetuo de la materia. El devenir no se produce en la imaginación, no es sueño ni fantasma, es real. No es imitación ni parecido. El devenir no produce otra cosa que a sí mismo sin perder su sí mismo. Es un movimiento involuntario de desterritorialización que anula los territorios edípicos, conyugales y profesionales pero que incluye el trastocamiento liberador de lo devenido. Es un proceso de deseo. Un principio de aproximación al otro, a los otros y a lo otro que no necesariamente incluye analogía o filiación. Por el contrario, suelen ser los heterogéneos los que se encuentran para hacer máquina mediante conexiones y robos de códigos. El principio de aproximación implica una zona de entorno o copresencia de una partícula.

      Zona de entorno: se entra en esa área mediante relaciones que producen un deshacerse de sí mismo deviniendo otro sin perder la inmanencia, determinándose como viviente. Lo que se pierde más bien es la carga de preceptos que agobia a los camellos culposos. En el caso de la ciencia, que considera la realidad como conjunto de funciones, se produce también un pasaje a lo imperceptible, aunque el devenir presenta claroscuros. Cada singularidad es inseparable de lo nebuloso, de la bruma que depende de una región molecular, de un territorio corpuscular en el que se puede llegar a capturar códigos (algo diametralmente opuesto a ser un pasivo receptor de códigos).

      El entorno es una noción topológica y cuántica, que indica la pertenencia a una misma molécula, independientemente de los sujetos considerados y de las formas determinadas.[16]

      Cuando la ciencia consigue establecer funciones fecundas, atraviesa una transposición desde la aparente simplicidad de los datos hacia la evanescencia molecular de las funciones, que son estados del ser. Algo similar, pero diferenciado, ocurre con la filosofía y el arte. Es decir, se produce una fuerte interacción conceptual entre las tres regiones. En función de ello, desde esta lectura de Deleuze también en las ciencias naturales y formales acontecen devenires.

      Perspectiva pictórica

      El ser es devenir pero ¿se puede acaso capturar el devenir? El tiempo es vorágine, desconocimiento de linealidad, puro fluir, pensarlo “siendo” es pensar en contra de las filosofías de la sustancia, de la conciencia, de la presencia. Pero ¿es posible intuir y transmitir devenires, por ejemplo, desde el arte plástico?, ¿un pintor hiperrealista podría transmitir desde su obra el movimiento?, ¿dibujar la apertura de una flor (no ya una flor abierta), el envejecimiento de cierta piel (no cierta piel envejecida), la vibración solar que por un instante se posa en un membrillo (no un membrillo que brilla)?

      Existen intentos. Pensemos en la película El sol del membrillo de Víctor Erice, un documental guionado. Vemos ahí al pintor español Antonio López que consagró sus días y sus noches para tratar de captar en su tela el devenir imperceptible de un árbol de membrillo. Crecía en el patio de su estudio. Cuando los frutos de ese árbol amarilleaban en su esplendor, el artista se propuso trasladar a un cuadro no solamente la percepción instantánea sino también el cambio que –día a día– iban experimentando las frutas, las hojas y los destellos del sol sobre la planta.

      Cotidianamente capturaba mediante instrumentos y miradas las mutaciones del membrillo. Marcaba los cambios de manera


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