El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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hechos en América Latina. Refiriendo la clásica tipología de Bill Nichols, sostiene que “las inscripciones del yo en el discurso documental comprenden la esfera de dos de los modos definidos por Nichols: el participativo y el performativo”. En el primero, el documentalista opera sobre los sujetos sociales a los que se aproxima, pero esa interacción no necesariamente afecta o repercute en sus afecciones y su subjetividad. Por el contrario, en el modo performativo, la confrontación con la experiencia del rodaje, del acto de documentar, altera o modifica la sensibilidad o la percepción del cineasta, poniendo en primer plano esa afectividad antes que las posibilidades informativas o de descubrimiento referencial de la película. La inscripción de la subjetividad del cineasta es esencial y se produce por la materialización de su propio cuerpo, de su voz o mediante la intervención de personajes a los que delega su autoridad y sentimientos.

      Esa performatividad encuentra una expresión cabal en el juego de correspondencias inextricable que se condensa en la imagen de Chany proyectada sobre una pared. Frente a ella, su sobrina pregunta y cuestiona. Dialoga con la imagen virtual e inscribe su subjetividad en ella. La tía Adriana es ahí una presencia y una sombra, es visible e intangible a la vez. Es solo una imagen que no puede ofrecer más verdad que la de su propio reflejo.

      La vida familiar, hecha de luces y sombras, de un hombre público. Es la materia que indaga la chilena Marcia Tambutti Allende, en Allende mi abuelo Allende (2015). Nieta de Salvador Allende Gossens, presidente de Chile entre 1970 y 1973, la bióloga Tambutti toma la cámara como herramienta de conocimiento íntimo, acicateada por una impresión incómoda que necesita poner a prueba: la de ser descendiente de un abuelo mártir, de un ser intachable, del hombre del que nunca escuchó críticas, como lo afirma su propia voz en off. El retrato cinematográfico del abuelo famoso como personaje político ha sido trazado muchas veces, pero el diseño de la figura del “Chicho” (apelativo familiar de Allende) es una tarea que le concierne.

      Allende, el que está allende; el Allende ubicado más allá de la mirada pública; el Allende solo alcanzado por la visión de los más próximos. Para trazar el perfil acude a los registros fílmicos clásicos, canónicos. Imágenes que ilustran la dilatada carrera política del líder socialista y la trágica historia de su presidencia interrumpida por un cruento golpe militar. Pero recurre también a los filmes que dan cuenta de la microhistoria, ese “detrás de cámaras” de las acciones de un político en ciernes que actúa, en traje de humorista burlesco, en paródicos filmes amateurs de juventud.

      Como en otros documentales latinoamericanos del siglo xxi, desde Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo (2008), de la mexicana Yulene Olaizola, hasta Cuéntame de Bia (2012), de la peruana Andrea Franco Batievski, (Bedoya, 2015, pp. 148-149), en Allende, mi abuelo Allende el retrato de un ausente se conforma a partir de las evocaciones de la abuela de la cineasta. La relación de familiaridad rompe las barreras de la desconfianza y son las matriarcas de la familia las que revelan las contradicciones de sus propias vidas. Aquí, es Hortensia Bussi, llamada Tencha, viuda de Allende, la que toma la palabra para reconocerse como descendiente del legado político del esposo, pero también como cónyuge silenciosa, siempre a la sombra de un hombre seductor y de modales donjuanescos. La realizadora, apostando a la discreción y el pudor, no reprime su empatía con esa mujer frágil, postergada, sometida a los “designios superiores” de la vida política del marido. “He sufrido mucho”, le confiesa a la realizadora en un momento de intimidad. Un sufrimiento que, acaso, no alude a los avatares de la historia política, sino a los detalles privados de su vida personal. La película se bifurca en la semblanza del Chicho y en el retrato final de la mujer que asistió al político en su vida pública y que vio las consecuencias de la diáspora familiar.

      La sombra de una segunda mujer se proyecta sobre la película: la de Beatriz Allende, la hija suicida, recordada por su hermana Isabel, madre de la directora. La memoria de Beatriz, muerta en 1977, compensa el pudor y la contención forzada de Hortensia. En la economía de los afectos que desarrolla la película el ensimismamiento tranquilo de la madre contrasta con la militancia ilusionada de la hija, seguida por la exasperación de su exilio en Cuba y el desencanto que la lleva a la muerte. Es el paso del ardor revolucionario a la aflicción y la melancolía (Zunzunegui, 2017, p. 26).

      Por último, está la presencia que se mantiene en “ausencia”; la persona de la que no se habla: Miria Contreras, llamada la Payita, amante y secretaria personal del político, residente en El Cañaveral, territorio de mención prohibida para la familia Allende, solo visitado por Beatriz, la hija sombría, en una acción que la película revela como otro secreto de una familia marcada por la historia. Mujeres ausentes, o mujeres presentes, como Hortensia, pero siempre mujeres. El entorno de la vida de Allende, y la evocación allende su presencia, se configura como un encuentro femenino. Mujeres que testimonian o son evocadas bajo la luz opaca de la melancolía.

      Desvelar el tabú familiar. Es lo que pretende el chileno Álvaro de la Barra Puga en Venían a buscarme (2016). Los padres del realizador, dos activistas del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), fueron asesinados en 1974, a pocos pasos del jardín de la infancia en el que Álvaro pasaba sus mañanas.

      La película empieza con imágenes del cineasta visitando a su familia materna en la ciudad de Valdivia. Ha regresado a Chile desde París, donde pasó parte de su exilio. Recuperados sus apellidos verdaderos, De la Barra Puga, que le fueron cambiados al momento de partir al exilio cuando era muy pequeño, decide que es tiempo de dejar atrás el nombre atribuido y confrontar su historia familiar. Es una narrativa incompleta, tachonada de silencios destinados a proteger a un niño que era blanco de las fuerzas represivas, dada la notoriedad política de sus padres. Niño al que los agentes de la Dirección de Inteligencia del régimen buscaban con insistencia acaso con el fin de asesinarlo o de entregarlo a una familia de adopción, lo que explica el título de la película.

      De los padres solo se conservan algunas fotos. De la madre, actriz representando a Antígona o mirando hacia la cámara. Del padre, del que subsiste una imagen recortada que luego revela la amplitud de su campo visual. Pero no existen fotos familiares que incluyan al pequeño.

      El periplo de Álvaro, que pasa por Venezuela donde vivió por un tiempo, lo tiene a él mismo como reportero de su propia historia, mostrándose ante la cámara, visitando a los familiares que ofrecen los fragmentos de una historia escindida. Rechaza la idealización de la militancia del pasado y las conmemoraciones fúnebres; solo acude a ellas en busca de los antiguos camaradas de sus progenitores. Mientras que su búsqueda tiene como fin el encontrar información, su actitud tiene el signo positivo del que intuye que puede acercarse a la verdad y que para ello solo es preciso la persistencia y el saber observar las huellas de lo visible impresas en fotos y materiales documentales.

      Las imágenes finales de la película ofrecen esa posibilidad de revelación: una sucesión de tres imágenes del pequeño Álvaro, apenas en capacidad de mantenerse firme sobre sus piernas, van descubriendo de modo progresivo lo que está más allá del campo visual. En la primera foto, hacia el costado inferior izquierdo se percibe la costura de un vestido de mujer; acaso es la persona que se mantiene vigilante de la precaria estabilidad del niño. En la segunda, el vestido se distingue con nitidez y corresponde a un traje de la madre. En la tercera, sobre el vestido se nota una sombra proyectada. Es la sombra del fotógrafo, el padre del cineasta. La película termina con una constatación formulada por Álvaro, con su propia voz: “es la única imagen de los tres juntos”.

      Intimidades de Shakespeare y Víctor Hugo (2008), de la mexicana Yulene Olaizola, tiene como protagonista a Rosa Carbajal, abuela de la realizadora. Frente a una ligera cámara digital, la anciana evoca su relación personal con Jorge Riosse, el inquilino de una habitación de su casa, en Ciudad de México.

      Rosa nunca abandona el encuadre, mientras que el inquilino Jorge Riosse es una presencia en ausencia, solo evocado en las palabras de aquella mujer. Conforme se narran las andanzas de aquel sujeto, aparece el recuerdo de


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