El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


Скачать книгу
cineasta tenía nueve años de edad. El realizador no tiene recuerdos del padre, ni sabe cómo sucedieron los hechos de su muerte, acaso porque los eliminó en el tránsito de procesar esa desaparición violenta. Solo sabe que varios militares uniformados lo secuestraron al llegar al aeropuerto de Río de Janeiro. ¿Cómo filmar lo que no está, o lo que es informe y faltante?, se pregunta el cineasta.

      Un diario llevado por el director durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 1978 impulsa el recorrido de la memoria, así como las revistas Billiken que su padre, siempre en tránsito, le enviaba a México, donde, aún niño, vivía exiliado con su familia. El diario de la infancia hace las veces de un material encontrado en el archivo. Son cuadernos olvidados que remiten a la infancia, espolean la memoria y contrastan tiempos, formas de expresión y períodos en la vida y en la formación del director. Mirados en retrospectiva, los titubeos y faltas ortográficas de la escritura infantil aparecen como las marcas de las incertidumbres del exilio y de las ausencias paternas durante esos años de clandestinidad. La letra del niño de los años setenta queda inscrita en la película como la huella material que equivale a otra huella tangible: la voz inquisitiva del realizador que busca los rastros del padre casi cuatro décadas después. Una voz tan insegura o titubeante como los trazos gráficos del diario, dispuestos para dar forma escrita a la percepción de los hechos cotidianos, celebratorios o penosos, como las vivencias mismas del exilio.

      En el centro de la experiencia cinematográfica de Andrés Habegger está el intento de soldar una identidad fragmentada: la que se inscribe en los diarios del niño, expresada a través del cineasta que viaja y busca. Viaje a los inicios, a la manera de Jacques Nolot en L’arrière-pays (1997), registrando los recorridos de retorno luego de la muerte de un personaje cercano e importante.

      O futebol (2015), del brasileño Sergio Oksman, entreteje el autorretrato, el diario de viaje, la ficción, el gesto performativo, y el registro directo del reencuentro de un hijo con su padre durante el Campeonato Mundial de Fútbol de 2014. El hijo es el propio realizador, que no se encuentra con Simâo Oksman desde hace casi dos décadas. El padre abandonó el hogar familiar cuando Sergio tenía cuatro años.

      Desde el inicio, la película traza las líneas de la estrategia dramática y de su dispositivo itinerante. Sergio regresa al Brasil, desde España, su país de residencia, para proponerle al padre emprender un viaje desde São Paulo que dure tantas semanas como el campeonato de fútbol. Es decir, el cineasta motiva una situación artificial, acaso forzada, que pretende registrar durante un mes. El padre acepta con renuencia, suponiendo que no podrá mantener su atención en todos y cada uno de los partidos que se jugarán a lo largo del torneo. La afición por el deporte une al realizador con ese hombre solitario y ensimismado que es su padre. Los dota de un lenguaje y de una memoria compartida, sobre todo si ella remite al fútbol de los años setenta.

      Durante el viaje, el fútbol se convierte en un hilo conductor: los personajes ven las transmisiones en televisores colocados aquí y allá, pantallas desperdigadas que emiten señales invisibles, mantenidas siempre fuera del campo visual, ya que Simâo se niega a asistir a los estadios en compañía del hijo. En el encuadre, Sergio se registra a sí mismo, al lado de su padre, colocando la cámara en angulaciones simétricas, organizando el encuadre con austeridad formal y vocación por la quietud y la fijeza. La naturaleza autobiográfica de la película se cuela por las fisuras de la representación. Más que el cineasta y su padre, los hombres que están en las imágenes son personajes que interpretan la historia de un reencuentro que no bordea el pathos ni se complace en la emoción. Los dos Oksman son performers de su propia relación familiar y la encarnan con el gesto quedo, el ritmo cansino y la morosidad de la rutina. Su reencuentro está signado por el tedio de lo ordinario, por la familiaridad de transitar por tiempos y espacios que nunca habían sido comunes pero que el cine les permite compartir, aunque sea por última vez en sus vidas.

      Performers que recorren los espacios urbanos sin mirarse. Transitan por la ciudad en un auto pequeño, divisando calles extendidas y perspectivas sin fin. Se detienen frente al estadio, pero no entran. Lo miran a los lejos, desde una posición oblicua. Se está jugando un partido. Los observadores pretenden adivinar los resultados del encuentro oyendo la intensidad de los gritos que llegan desde las tribunas. Dentro del auto, sentados uno al lado del otro, pero separados por un espacio opaco, el padre y el hijo viven sus últimos momentos juntos.

      Nada altera la impresión de lo cotidiano. Los triunfos futbolísticos y las derrotas resultan secundarios e invisibles, como las acciones de los jugadores o el júbilo de los hinchas. Solo percibimos el rumor lejano de la multitud, ese paisaje sonoro usual durante el mes del Mundial de Fútbol. El control y la premeditación del cineasta imponen ese pulso.

      Pero el azar cambia los planes y se infiltra en la grabación. Los datos de la realidad terminan por imponerse de modo neto y dramático, dejando atrás cualquier veleidad o atajo de la ficción. El padre muere de modo súbito y un resultado adverso a la selección nacional de fútbol deja la huella del trauma en la memoria de los brasileños.

      En La sombra (2015), de Javier Olivera, el pasado familiar se condensa en la presencia de una casa, aquella en la que vivió el realizador en compañía de su familia. Su padre, Héctor Olivera, importante productor y director del cine argentino (La Patagonia rebelde, 1974), socio de Fernando Ayala, y hombre fuerte de la empresa Aries –que estuvo detrás de las exitosas películas de la dupla de comediantes Jorge Porcel y Alberto Olmedo, entre otras–, marcó con su presencia ese lugar, suerte de homenaje a sí mismo. Ahí recibía a los poderosos de la política, la cultura y la cinematografía de su país.

      La demolición de la casa es el hecho que gatilla una memoria familiar y personal que está contenida en filmaciones en súper 8 milímetros, de texturas borrosas y frágiles, realizadas, en el curso de los años, por Fernando Ayala. En todas esas filmaciones planea la sombra del padre, tan larga y densa que opaca la presencia de sus descendientes. La destrucción de su figura autoritaria, a la que Olivera homologa con la del Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), de Orson Welles, prendado de su propio Xanadú, impulsa la necesaria confrontación del documentalista consigo mismo.

      “Fue un huérfano que devino prócer”, dice el hijo aludiendo al padre, mientras refuerza el símil con Charles Foster Kane. Pero también cita una frase de Operación Dragón (Enter the Dragon, 1973), de Robert Clouse, película protagonizada por Bruce Lee, que refiere a la necesidad de destruir la sombra para destruir al enemigo. La voz en off del realizador, plagada de silencios, pausas y hasta titubeos, rehúye lo asertivo.

      A diferencia de Visita o Memorias y confesiones (Visita ou Memórias e confissoes, 1982), la película póstuma del portugués Manoel de Oliveira, también centrada en los días finales de posesión de una casa que activa los contenidos de la memoria, en La sombra el tono no es solamente elegíaco. Aquí, el fin de una época marca el inicio de otra. Transitando por las vías de la autocrítica, la ironía y el juicio hacia los privilegios de una clase social, Olivera se juzga a sí mismo y examina la capacidad que requiere para emanciparse de la influencia del padre. En otras palabras, se pregunta si logrará construir un enigma particular, su propio Rosebud.

      Crespo, continuidad de una memoria (2016), del argentino Eduardo Crespo, se presenta como el cumplimiento póstumo de un deseo. El director decide ir a la provincia argentina de Entre Ríos para indagar por las huellas del padre, muerto hace poco, y para realizar el filme que alguna vez planearon hacer juntos.

      La visita al pueblo de Crespo, su lugar de origen, propicia la introspección del documentalista. El lugar era el escenario previsto de una película que nunca logró realizarse y que, ahora, Eduardo Crespo intenta modelar de alguna forma. Es un empeño por mantener la continuidad de una memoria que entronca el nombre del pueblo original de su familia (aun cuando no existe vínculo alguno entre los apellidos) con la ambición de documentar el lugar y las actividades avícolas que predominan en él. Una suma de coincidencias funestas, que incluyen la muerte del padre, impulsa a Castro


Скачать книгу