El cine Latinoamericano del siglo XXI. Ricardo Bedoya Wilson

El cine Latinoamericano del siglo XXI - Ricardo Bedoya Wilson


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de Belén preguntando por su padre –e interpelando a la familia–, causa una cesura del relato, lo quiebra y oscurece. Se desvanecen las imágenes idílicas del pasado. La situación impulsa un diario de viaje que tiene a dos protagonistas, la directora y su hermano, que parten en busca de la hermana hacia una España de aires ancestrales y raíces profundas, como las que enlazan los relatos de la Guerra Civil con historias melodramáticas de muerte y redención.

      Identidades itinerantes

      En Un pasaporte húngaro (Um passaporte húngaro, 2002), Sandra Kogut se desafía a sí misma. Brasileña de nacimiento, residente en Francia, nieta de migrantes húngaros que llegaron a América del Sur a inicios de la Segunda Guerra Mundial, la realizadora se decide a obtener un pasaporte húngaro. Quiere asumir la nacionalidad de sus antepasados sin perder la suya. El trámite para obtenerlo, plagado de vericuetos, es la columna vertebral de la narración.

      Conseguir la documentación requerida la lleva a Brasil, donde intenta probar el entronque familiar, acreditando la llegada de sus abuelos al país de acogida. Entre idas y vueltas por consulados y archivos, en trajines que se prolongan durante dos años de filmación, Kogut se construye como personaje central de la película, aun cuando su presencia se mantenga fuera del campo visual. La documentalista conduce los hechos, los fuerza y los orienta. Sus impresiones, frustraciones y hasta disgustos, forman parte de una banda sonora que conforma el retrato de ese personaje que se deja oír, pero no ver, y que filtra su voz a través de todo tipo de grabaciones e intermediaciones (las del micro de la cámara y las llamadas telefónicas). Se produce un desdoblamiento y, de modo paradójico, una fusión entre la mujer que habla y la que no vemos; la que demanda y la que transita sin dejarse mirar; la que es una y parece ser otra en sus deseos y expectativas. La que quiere ser húngara sin dejar de ser brasileña. La que es y la que busca ser.

      Esas paradojas entroncan con el perfil de una identidad en trance de completarse, que es la de la abuela, presente como compareciente y testigo de su propia historia. Se establece un juego de reflejos especulares entre las trayectorias de las dos mujeres, la cineasta y su abuela, la judía austríaca que viajó a Hungría para luego tentar un futuro en Brasil e ir construyéndose a sí misma. Una trayectoria que remite a la historia del país de Sandra, hostil en tiempos de Getúlio Vargas con los migrantes europeos que huían del antisemitismo.

      Más bien creo que se trata, todavía autobiográficamente, de una búsqueda de identidad. Lo húngaro venía del pasado, de sus abuelos… De ahí que lo personal se transforme en familiar. La abuela Mathilde (a quien está dedicada la película) era clave, y lo que surge de sus conversaciones es tal vez lo más importante –histórica y afectivamente– del documental. Ella cuenta cómo salieron de Hungría, cómo llegaron a Brasil, cómo fueron tratados. Por eso, las secuencias con la abuela… se realizan en la intimidad de los almuerzos: ellas dos, a solas, sin equipo de filmación, sin testigos, sin intrusos, van componiendo un trecho sensible de esta historia. (Ruffinelli, 2012, p. 142)

      Pero la acción nunca es sofocada por la reflexión. Importa el seguimiento del mecanismo narrativo del trámite consular porque es el conducto que le permite a Kogut encontrarse con la cultura de sus antepasados. Requiere para ello asimilar informaciones y establecer lazos empáticos. La participación de la cineasta motiva a los comparecientes y testigos que se dirigen hacia ella para ofrecerle explicaciones o narrarle sus memorias, pero manteniendo a la enunciadora y sus instrumentos de registro fuera del campo visual. Una pequeña cámara digital se convierte en el instrumento central de la indagación: hace las veces de una herramienta de bolsillo y de una extensión del brazo de la documentalista, siempre pronta para ser activada y captar los desvíos administrativos en el trámite del pasaporte.

      La suma de frustraciones y dilaciones administrativas no solo pone sobre la mesa el asunto de la nacionalidad como sustento de la identidad, sino que se convierte en el origen de una trama laberíntica que roza el esperpento. Hacia el final de la película, Kogut obtiene el pasaporte húngaro y el modo del registro documental se quiebra por un momento: Sandra se hace visible en la ceremonia de entrega de la constancia de la nacionalidad adquirida. Por un momento, su identidad deja de estar escindida.

      En Papirosen (2011), el argentino Gastón Solnicki traza el horizonte recorrido por su familia judía hasta su llegada a la Argentina. Revisa los episodios centrales de esas experiencias de la migración desde Polonia: el arribo ilegal al país de destino, la adecuación a una lengua nueva y a prácticas culturales ajenas, y la imposibilidad de certificar la fecha de nacimiento de un pariente. Es el recuento de cuatro generaciones y seis décadas en el proceso de la transmisión hereditaria del título patriarcal en el seno de los Solnicki.

      El recuento de esta memoria familiar se filma durante once años consecutivos, a la manera de una extensa crónica. El realizador la observa y construye, la diseña y participa en ella. Se coloca en un lugar privilegiado: controla el instrumento de registro fílmico y añade piezas nuevas al archivo de la memoria común, teniendo como punto de partida el nacimiento de su sobrino, que es el hijo de su hermana mayor. Este nacimiento, convertido en el núcleo de un relato de filiación, es como el punto cero de una cronología que se organiza teniendo como bases de apoyo las imágenes del archivo familiar. Conservadas en diversos soportes y formatos, dan cuenta de una historia que se remonta hasta la llegada de los Solnicki a la Argentina en los días de la posguerra.

      En el curso de la película se elabora una línea de tiempo que incluye viajes familiares, inscritos a la manera de diarios, trayectos reales hacia Miami y Praga, y evocaciones narradas por el padre del realizador, Víctor Solnicki, primer eslabón de la cadena y punto de encuentro con el sobrino cuyo nacimiento origina la encuesta. La línea de sucesión patriarcal es la columna vertebral de Papirosen; pero en su centro neurálgico están las tensiones provocadas por los mandatos verticales y las disposiciones jerárquicas que aseguran tal sucesión.

      Para graficar la continuidad de esas líneas de tradición, Solnicki recurre a la exhibición del metraje fílmico conservado por su familia y marcado por distintos estados de conservación o de degradación. Las películas familiares en súper 8 milímetros aparecen al lado de registros diversos en vídeo. Los materiales lucen texturas ajadas, rayadas, sobreexpuestas, afectadas por el paso de los años o por las condiciones climáticas. Son imágenes tan trajinadas como la historia zigzagueante de la familia, afectada por los vaivenes de la historia (la de las comunidades judías europeas en la primera mitad del siglo xx; el trauma del Holocausto; la migración hacia el “nuevo mundo”) y del azar, plagada de altibajos y de circunstancias sorpresivas, como la desaparición del abuelo.

      La materialidad del soporte fotoquímico, frágil y perecedero, con sus rayones y sus colores desvaídos por el tiempo y los desequilibrios químicos de la emulsión fotográfica, es el sustento de la percepción melancólica con la que se representa el pasado de la diáspora y el arribo a la Argentina, mientras que el registro documental muestra a un patriarca familiar que intenta demostrar el vigor de su autoridad más allá de los problemas financieros que lo afectan o de los desacuerdos familiares. En el trayecto, tanto de la historia familiar como el de la película misma, se pasa de una historia de exilio, como destino acaso ineluctable, a una de traditio, entendida esa noción en su sentido original de transmisión, sucesión y entrega. En el centro de toda la reconstrucción histórica y visual están las presencias de la abuela del cineasta, de sus padres, de sus hermanos y de los hijos de ellos. Todos dispuestos en torno de la presencia esquiva de un documentalista que se mantiene detrás del campo visual, atento para conjugar las circunstancias del presente.

      Pero la posibilidad del desgarramiento del grupo y el quiebre de la unidad familiar es un fantasma que recorre todas y cada una de las imágenes de la película. Hasta los momentos de mayor placidez parecen asaltados por la indeseable fantasía de una disgregación posible. En ese horizonte, Papirosen se convierte en un testimonio de resistencia. Sus imágenes aparecen como “pruebas” de la resiliencia familiar.

      Siete años después de Papirosen, Solnicki oficia una ceremonia de despedida a una persona


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